Lo que les ocurrió a Keri Gerstenslager y su esposo, Chip, provocó una gran conmoción en el hospital.
Austin Gerstenslager todavía se encontraba dentro del vientre de su madre, Keri, cuando empezó a luchar para poder nacer… o para encontrarse con la muerte.
Poco después del mediodía del sábado 18 de agosto de 2012, media docena de enfermeras del Hospital Aultman de Canton, Ohio, sacaron del cuarto 407 a Keri para llevarla a la sección de cesáreas urgentes. Por las mejillas de la mujer rodaban lágrimas. Faltaban 14 semanas para la fecha de parto prevista; peor aún, se le había roto la fuente hacía seis semanas, con efectos adversos para el desarrollo del bebé. En cuanto Austin nació, médicos y enfermeras echaron mano de todo lo que la tecnología y la medicina podían ofrecer para salvarlo, pero nada parecía servir. El personal concluyó que los pulmones del niño no habían madurado lo suficiente para mantenerlo con vida.
El doctor Roger Vazquez, el neonatólogo que atendía a Austin, dijo que el bebé no tenía probabilidades de sobrevivir. Los padres estaban preparados para ese momento. Habían memorizado las estadísticas de supervivencia de niños prematuros nacidos en distintas etapas de gestación, y reflexionado sobre su fe religiosa y acerca de la tenue línea entre las decisiones egoístas y las humanitarias.
Así que después de un largo debate de conciencia por parte de los padres, se le retiró el soporte vital al bebé y fue llevado de nuevo al cuarto 407. Allí, Keri y su esposo, Chip, abrazaron a su hijo y esperaron a que muriera.
Ese momento fue el verdadero comienzo de esta historia.
Chip, de 43 años, y Keri, de 34, ya tenían dos hijas: Kendra, de 6 años, y Erika, de 3. Según Keri, no tuvo problemas para concebir a las niñas. “Dimos por hecho que podríamos tener otro bebé”, contó. Así que decidieron agrandar la familia. Pero esta vez el embarazo no fue fácil. Probaron la fecundación in vitro, y tuvieron éxito.
En febrero de 2012 Keri empezó su embarazo con tres embriones creciendo en su útero, pero al cabo de unos meses perdió dos de ellos. A las 20 semanas, aún con un bebé en las entrañas, se le rompió la fuente. Se preparó para iniciar la labor de parto, pero no tuvo contracciones. Los médicos la hicieron guardar cama para salvar al bebé, y tomar muchos líquidos para reponer el del saco amniótico.
Keri solicitó permiso para ausentarse de su trabajo como terapeuta ocupacional en el Centro Médico Mercy, en Canton. ¿Por qué a mí?, le preguntó a Dios en sus adentros mientras permanecía en cama.
Investigó sobre la tasa de supervivencia de los bebés prematuros, pero los datos se referían a condiciones “ideales”: cuando a la madre no se le ha roto la fuente. En un calendario Keri marcó cada día de su gestación. Su objetivo era llegar a la semana 26, al 18 de agosto exactamente. Si alcanzaba esa meta, ella y su esposo harían todo con tal de salvar a su bebé.
Lo llamarían Austin Luke, por el evangelista San Lucas, patrono de los médicos y los cirujanos. “Pensamos que le haría falta”, explicó Keri. “Probablemente tendría que ver muchos médicos a lo largo de su vida”.
Cuando le faltaba marcar un solo día en su calendario, el viernes 17 de agosto, entró en labor de parto. Tenía contracciones cada cuatro minutos.
La pareja llegó al Hospital Aultman al mediodía. A Keri le asignaron el cuarto 407, una habitación especial para parturientas con complicaciones de embarazo. Una ultrasonografía reveló que las medidas físicas de Austin correspondían más a una gestación de 23 semanas que a una de 26 semanas. La falta de líquido amniótico no lo había dejado crecer.
Keri intentó mantener al bebé en sus entrañas. Un feto se desarrolla exponencialmente con cada semana que permanece dentro del útero. Al día siguiente, pasara lo que pasara, Keri alcanzaría la meta que se había fijado de un mínimo de 26 semanas.
Y lo logró… a duras penas.
A través de un monitor de frecuencia cardiaca fetal conectado al vientre de Keri, médicos y enfermeras vigilaban los latidos de Austin. Alrededor de las 10:30 de la mañana del día siguiente, la frecuencia cardiaca del bebé bajó abruptamente. Estaba presentando lo que los médicos llaman desaceleración del ritmo cardiaco, una señal de que corría grave peligro.
La enfermera Jodi Johnson, especializada en labor de parto y alumbramiento, y madre de tres niños, intentó tranquilizar a Keri. Lo mismo hizo Chip. Entonces el obstetra Steven Willard entró al cuarto y le dijo a Keri que debía dar a luz de inmediato.
Austin Luke Gerstenslager nació a las 12:17 de la mañana, con una talla de 30 centímetros, 710 gramos de peso y el ojo izquierdo totalmente cerrado. No se ve tan mal, pensó el doctor Vazquez. El bebé tenía buen color de piel. A Chip le pareció haberlo oído llorar. Colocado en una incubadora móvil, Austin fue trasladado a la unidad de terapia intensiva neonatal (UTIN), donde el doctor Vazquez y su equipo entraron en acción. Intubaron al niño, le cubrieron los pulmones con una sustancia tensioactiva (de la que carecen muchos bebés prematuros) para evitar que se colapsaran y lo conectaron a un oscilador respiratorio que le suministraba oxígeno puro.
Austin no respondió bien. El nivel de saturación de oxígeno en su sangre era de cerca de 55 por ciento, cuando para entonces debía ser de 90 por ciento. Al doctor Vazquez no le extrañó. Supuso que el tejido pulmonar del bebé había dejado de desarrollarse dos semanas después de que a Keri se le rompió la fuente. Entonces fue al cuarto de recuperación para hablar con Chip y Keri, quien acababa de despertar. Cuando los esposos le preguntaron si Austin se salvaría, el médico contestó:
—No tiene probabilidades de sobrevivir. Aunque lo pusiéramos bajo soporte vital, sus órganos fallarían.
Al oír esto, la enfermera Jodi Johnson se echó a llorar.
Entonces el doctor Vazquez colocó al bebé entre los brazos de Keri.
Semanas antes, los Gerstenslager habían acordado no convertir a su bebé en un experimento científico sólo para liberarse de culpas. El intento de salvarlo estaba fallando. Era el momento de dejarlo ir. Si su destino era morir, querían que fuera en los brazos de su madre, en paz y sin dolor.
—Es el bebé de 26 semanas de edad más hermoso que he visto nunca —le dijo Jodi a Keri.
A la 1:30 de la madrugada, Chip, Keri y Austin regresaron al cuarto 407.
Keri abrazó a su hijo con ternura y le susurró que lo amaba. Chip telefoneó al reverendo Don King, de su parroquia, y 15 minutos después el pastor llegó al hospital. Sacó un recipiente de agua bendita, dijo una breve oración y bautizó a Austin Luke.
En el curso de las horas siguientes, los padres, el hermano y la hermana de Chip, así como su suegra, llegaron al cuarto 407 para conocer a Austin y despedirse de él. Keri no quería que nadie más lo abrazara. Temía verlo morir en brazos de otra persona.
Cuando estuvieron de nuevo solos, los esposos contemplaron a su bebé.
—¡Mira sus cejitas rubias! —susurró Keri—. Ve su cabello y sus uñas…
Pensaban que el final estaba cerca y, resignados, esperaron. El único sonido en el cuarto era el pitido ocasional de la sonda intravenosa de Keri. La enfermera Melissa Giannini se aparecía de vez en cuando para revisar los latidos de Austin. Cuando estuviera cerca de perecer, su ritmo cardiaco comenzaría a bajar rápidamente.
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