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Encuentros mágicos, afortunados y alentadores con Santa Claus

El  año pasado, cuando nuestra bisnieta Kylie fue a ver a Santa Claus, se aseguró de darle su lista de regalos. Una semana más tarde se encontró a otro Papá Noel en un centro comercial, y este se detuvo a preguntarle qué quería para Navidad.

Kylie se horrorizó y le preguntó: “Si ni siquiera puedes recordar lo que te dije la semana pasada, ¿cómo vas a acordarte hasta Navidad?”.  

Mary Paul

Una Nochebuena, alguien tocó a la puerta. Era Santa Claus, ¡con todo y traje rojo y barba blanca! Mis padres lo invitaron a entrar; él posó para sacarse fotos con nosotros y se comió nuestras galletas. Después de un rato, nos deseó una feliz Navidad y se fue.

Al cerrarse la puerta detrás de él, nos miramos y preguntamos: “¿Quién lo contrató?”. Hasta el día de hoy no tenemos idea de quién era ese hombre.

Kathy Brody

Hace tiempo, ahogado en responsabilidades, me quedé sin espíritu navideño. Un día, me detuve en un semáforo en rojo. Mientras revisaba mi larga lista de onerosas tareas, un coche destartalado frenó a mi lado. Al volante iba Papá Noel, cantando “Sweet Caroline”, de Neil Diamond.

El hombre estaba feliz de la vida. Se dio cuenta de que tenía público, así que se volvió, me miró directamente a los ojos y gritó: “¡Feliz Navidad!”. Al marcharse, su entusiasmo me animó y, oficialmente, inició mi temporada navideña. La Navidad no hubiera existido sin este novelista.

Thomas Warrner

Mi hijo Mike y yo íbamos al centro comercial y pasamos junto a un Santa Claus del Ejército de Salvación que tocaba una campana. “Mike”, dije, “¡ahí está Santa!”. Él negó con la cabeza. “Es solo un sujeto disfrazado”, dijo. Me entristeció pensar que  mi hijo tal vez ya no creía en él y condujimos el resto del camino en silencio.

En el centro comercial, vimos a otro Papá Noel saludando a los niños. De pronto, Mike emprendió una carrera hacia él. Volviéndose hacia mí, gritó: “¡Este sí es el verdadero!”.

Michael E. Fahey

Una amiga me pidió que me disfrazara de Santa Claus con el propósito de sorprender a su hijo. Fui a su casa, me atavié en el baño y, para deleite del niño, salí riéndome con fuerza: “¡Jo, jo, jo!”. Al cabo de media hora, regresé al baño. Me puse mi ropa normal y salí.

El chico entró apenas abrí la puerta buscando a Santa. Luego, llegando a la única conclusión posible, levantó el asiento del inodoro y gritó: “¡Adiós, Santa!”.

Kevin Cuddihy

Había sido un año difícil para mí, un padre soltero de un par de hijas pequeñas: me encontraba desempleado y sin dinero. Así que les dije a las niñas: “Parece que nuestro regalo de Navidad será nuestro amor mutuo, tenernos el uno al otro”.

Entonces ocurrió un milagro: me gané 1,000 dólares en un concurso.

Lo mantuve en secreto hasta Nochebuena, cuando salí de compras y me la pasé envolviendo presentes para mis hijas, con una sola cosa en mente: ¡Qué sorpresa se llevarán! A la mañana siguiente, fui a la sala con el fin de acomodar los obsequios y me quedé pasmado. Había decenas de estos bajo el árbol, todos etiquetados con mi nombre.

Mis niñas se habían sentido tan mal de que papá no recibiera nada, que resolvieron envolver con mucho cuidado sus peluches y otros juguetes favoritos con tal de que yo también tuviera una feliz Navidad. Al contemplar ese gesto, los ojos se me llenaron de lágrimas y me prometí no volver a dudar de la existencia de Santa Claus.

Andrew Shecktor

En Nochebuena, mi esposo fue con el vecino a recoger los regalos para nuestros hijos. Acababa de acostarme cuando lo oí regresar. Nuestro hijo de tres años también lo escuchó, corrió a mi cama y se aferró a mí, nervioso y emocionado de que Santa estuviera en casa.

Esperamos en silencio unos minutos, hasta que él susurró: “Lástima que papá no esté aquí”.

Connie Chamberlain

Cuando Santa vino al asilo en el que yo trabajaba, Margaret fue a la primera paciente que visitó. Pese a estar confinada, se emocionó al escuchar el “¡Jo, jo, jo!” en su puerta. “¡Santa!”, susurró ella. “Feliz Navidad, Margaret.

¿Qué regalo quieres, chiquilla?”. “Quiero un beso tuyo, Santa”, dijo ella, sonriendo. Tomó la mano de Margaret con suavidad, se inclinó y la besó. Luego añadió en voz baja: “Que Dios te bendiga, Margaret”. “Que Dios te bendiga también, Santa”, repuso.

Tras visitar a cada paciente en cama, Santa preguntó a la enfermera que lo acompañaba si podía despedirse de Margaret. Buscando las palabras adecuadas, ella le dijo que la mujer había muerto poco después de que él salió de su habitación.

Le contó que, en sus últimos suspiros, Margaret había dicho que fue bendecida por Papá Noel. Él le agradeció a la enfermera por contárselo y dejó el piso con rapidez. A fin de cuentas, nadie querría ver llorar a Santa Claus.

Stephen Rusiniak

Tenía cinco años cuando mi hermano me llevó a la estación de bomberos a ver a Papá Noel, que, sin yo saberlo entonces, era mi padre. Más tarde, al llegar a casa, le conté a mi madre que Santa tenía botas como las de papá.

Ella sonrió. “Además, muchas mujeres se sentaban en sus piernas”, agregué emocionada. La sonrisa se desvaneció.

Dianna Reed

Migramos a Estados Unidos desde China cuando yo tenía seis años. Como era tímida y no hablaba inglés, tenía pocos amigos. Pasaba los días en casa con mi hermano. A veces ayudábamos a nuestro vecino, el señor Mueller, a quitar las malas hierbas.

Una Navidad, alguien llamó a la puerta. La abuela abrió; era un hombre grande vestido de rojo con una barba blanca como la nieve; se reía: “¡Jo, jo, jo!”. Nos dio regalos y fue muy divertido. Tiempo después me enteré de que nuestro Santa especial era nuestro vecino, el señor Mueller. 

Joanne Tang

Era Nochebuena, y nuestro hijo de tres años estaba nervioso. “Tienes que irte a la cama ahora mismo”, le dijo mi esposo, “porque Papá Noel se asomará por la ventana para asegurarse de que estás dormido antes de dejar los regalos”.

De pronto, los ojos del niño se agrandaron y su voz tembló al gritar: “¡No quiero que ese hombre aterrador con barba me espíe por la ventana!”. No hace falta decir que nos quedamos despiertos hasta tarde aquella noche y nuestro hijo se durmió entre nosotros.

Michelle Rodenburg

Mi nieta de casi dos años estaba reacia a conocer a Santa Claus. No obstante, se sentó en su regazo y esperó pacientemente mientras tomábamos una foto tras otra. Por fin, harta, descubrió una manera de salir de su situación.

Se volvió hacia el hombre barbudo y le informó: “Hice popó”. Enseguida, él dijo: “Es suficiente”, la levantó y se la entregó a su madre.

Ruth Turner

Cuando fui rector de una universidad pública ubicada en Nueva York, volví a casa un día de diciembre y llevé a mi hijo Brett, entonces de cinco años, a la aldea de Santa Claus. Brett estaba nervioso pero emocionado y empuñaba una larga lista de juguetes.

Al llegar nuestro turno, nos acercamos al ilustre personaje sentado en su gran silla.

En ese momento, Papá Noel, que resultó ser un estudiante de mi universidad, se levantó, extendió la mano y dijo: “Doctor Andersen, ¡qué placer tan inesperado!”. Brett dejó caer su lista, me miró perplejo y dijo: “¿Por qué no me habías contado que conocías a Santa?”. 

Roger Andersen

Me habían contratado para aparecer en una iglesia disfrazado de Papá Noel. Pero había tanto tráfico que mis elfos y yo íbamos demorados. Cuando por fin llegamos, nos encontramos con feligreses irritados. De repente, un grito perforó el silencio: “¡Santa!”.

Una pequeña de cuatro años corrió desde el otro lado de la nave y saltó a mis brazos. “Ay, Santa”, exclamó sin aliento, “¡te adoro!”. Los ceños fruncidos se convirtieron en sonrisas.

Duncan Fife

Era diciembre de 1935, durante la Gran Depresión. Aunque era una madre soltera con tres hijos y poco dinero, mamá jamás rechazó a ningún hambriento que llamara a su puerta. Un día, recibió a un hombre con una gran barba y cabello blanco.

Mientras le preparaba algo de comer, él me preguntó muy amable: “¿Qué vas a querer para Navidad?”. “Unos patines”, respondí enseguida. “Los tendrás”, me aseguró.

Yo estaba eufórica. No así mi madre, pues no podría comprarlos. Llegó la mañana de Navidad y no había nada bajo el árbol. Mamá trató de explicarme que no llegarían, pero yo sabía que sí. Corrí a abrir la puerta y allí, en la entrada, había un par de patines.

Más tarde, mi madre me contó que un amigo de la familia los había dejado allí para mí. Pero yo sé que fue Santa.

Ziza Bivens

Hace mucho, tras varios tratamientos de fertilidad, me embaracé. A los seis meses, perdimos al bebé. Mi esposo y yo estábamos devastados. Unos años y lágrimas después, probamos otro tratamiento.

Pero después de muchos meses sin resultados, mi maravilloso esposo dijo: “Ninguno de los dos puede aguantar esto  mucho más. Así que, si con este nuevo tratamiento no conseguimos nuestro objetivo, haremos algo extravagante, como comprar un Corvette 1967 rojo manzana y disfrutar de nuestra vida tal como es”. Estuve de acuerdo.

Resulta que por fin tuvimos un bebé. Unos meses más tarde, estábamos en el centro comercial tomándole fotos con Santa Claus. Cuando él nos devolvió al pequeño, nos sorprendió a ambos diciendo: “Es mucho mejor que un Corvette, ¿no es cierto?”.

Annemarie Wenner

Mi amiga Jo y su esposo tenían poco dinero. Pero su hijo de cinco años, Tinker, estaba convencido de que, como había sido bueno todo el año, Santa Claus le traería una bicicleta. Y no cualquiera, sino una amarilla. “No te preocupes, mamá”, dijo, “él la traerá”. La hermana de Jo y su hijo de cinco años vivían con ellos, y al niño le regalarían una bicicleta roja.

En la víspera de Navidad, le conté a mi madre la historia de Tinker y su anhelado presente. “¡No puedes dejar que eso suceda!”, dijo. “¡Ese niño no entenderá por qué Santa le trae una bicicleta nueva a su primo y a él no!”. Mamá me entregó un montón de billetes. “Toma esto y cómprasela”. Ya era tarde y casi todas las tiendas estaban cerradas.

Llamé al único lugar donde sabía que las podrían vender. Contestó un hombre. Le pregunté si le quedaba alguna bicicleta infantil. “Solo una”, informó. “Pero”, agregó casi disculpándose, “es amarilla”.  

Carole Martínez

Cuando yo tenía siete años, mis padres llevaban tres divorciados. Aun así, al despertar esa Navidad, papá estaba allí. A mi pequeña hermana y a mí nos dijeron que había un regalo de Santa Claus afuera. Salimos corriendo. ¡Sorpresa! Una hermosa casa de juguete blanca con porche delantero.

Estaba amueblada con una mesa y dos sillas, una cuna pequeña con dos muñecas y un área de cocina con vajilla incluida. Papá la había construido y mamá había comprado los muebles y hecho las cortinas.

Pasamos la mañana desayunando en nuestra pequeña casa de juguete blanca con mamá y papá. A pesar de que nuestros padres ya no eran pareja, supimos que siempre estarían “juntos” si de sus hijas se trataba. Y así fue.

Sharon Smitherman

Como no teníamos mucho dinero, nuestra familia se centraba menos en los presentes y más en el nacimiento de Jesús. Pero eso no significa que no se nos obsequiara nada. Vivíamos cerca de un convento franciscano y, cada Navidad, las monjas nos traían una enorme caja llena de aromáticos productos horneados, algunos bañados en un exquisito chocolate, otros con textura de pastel de frutas.

Qué maravilloso fue descubrir que Santa Claus viste de muchos colores además del rojo. A veces, llega vestido de negro y sabe repostería.

Melanie Salava

Una nochebuena, papá quiso que viéramos a Papá Noel colocar los regalos bajo el árbol. Así que, sin que lo supiéramos mis hermanos y yo, hizo que un colega suyo se vistiera del personaje y llegara a nuestra casa antes de irnos a dormir. Cuando el amigo de papá “se metió a hurtadillas” a la casa, yo estaba muy emocionado por ver a Santa Claus. También nuestro perro, quien lo atacó.

Llegué a la cocina justo a tiempo para encontrar jirones blancos y rojos tirados, así como para ver a Santa saltar la cerca trasera a fin de salvar su vida.

Stanley Sons

Cuando tenía ocho años, asistí a una fiesta navideña con mi madre, pues papá se había quedado trabajando hasta tarde. Por desgracia, tenía un fuerte dolor de cabeza y le rogué a mamá que me llevara a casa. Ella dijo que lo haría después de que Santa Claus nos diera nuestros regalos.

Entonces, el hombre llegó. Me llamó y me senté en su regazo. Fue entonces que vi sus características manos de mecánico: cubiertas de grasa y callosas. Era mi papá. Sorprendentemente, la jaqueca ya no era tan fuerte.

Debi Michel

Juan Carlos Ramirez

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