A merced del mar

Todo era diversión para los turistas en su travesía por las islas de Indonesia, hasta que el barco empezó a hacer agua…

El Mar de Flores estaba en calma y resplandecía a la luz del atardecer mientras los pasajeros del MV Versace Amara charlaban animadamente sobre el viaje que iban a hacer. El barco —de 25 metros de eslora, pintado de blanco y rojo y provisto de una cubierta de dos pisos para comer y dormir— había partido a las 4 de la tarde del 14 de agosto de 2014 de la isla indonesia de Lombok, al este de Bali, e iba a llevar a los turistas, en una travesía de cuatro noches, a bucear, explorar y relajarse en varias islas de ensueño, entre ellas Komodo, hogar de los famosos dragones.

 

Tony lawton y Gaylene Wilkinson habían viajado desde Nueva Zelanda especialmente para bucear. Estos dos amantes de la aventura, ambos de unos 53 años, se habían conocido en 2008, cuando Gaylene, ex maestra de largo cabello negro y ojos azules, vio entrar a su clase de tango a “un apuesto caballero”. La pareja tenía una casa en la bahía Golden, en la isla Sur de Nueva Zelanda, y se dedicaba a cuidarla, además de disfrutar del kayak, el senderismo y la navegación.

Mientras el barco enfilaba al este, Tony y Gaylene conversaban con Els Visser, una holandesa rubia de 25 años, estudiante de medicina, que estaba de vacaciones tras dos meses de residencia en un hospital de Bali. A la charla se les unieron dos hermanas británicas, Katherine y Alice Ostojic, de Hertfordshire. Alice, de 19 años, había viajado a Nueva Zelanda un año antes de que empezara a estudiar medicina en la Universidad de Edimburgo. Ella y Katherine, de 21 años, estudiante de ingeniería aeronáutica en la Universidad de Bristol, compartían gustos y les encantó la idea de vacacionar juntas en Indonesia.

Els también había hecho migas con dos turistas alemanas de 21 años, Hannah Scholz, una radióloga practicante, y su amiga Noreen Schwuchow, estudiante de derecho.

A las 7 de la noche los 19 turistas se encontraban en cubierta, disfrutando de las charlas y contemplando la oscuridad del mar y el cielo, interrumpida por unas cuantas luces distantes; la luna aún no había asomado su rostro. De repente se oyó un estruendo y el barco se detuvo de golpe. Todos se miraron, desconcertados.

La tripulación, que estaba preparando la cena, corrió hacia la proa dando gritos de alarma. Sonny, el joven guía del MV Versace —y el único de los cinco tripulantes indonesios que hablaba inglés—, explicó a los pasajeros que la embarcación había encallado en un arrecife de coral mientras reiniciaban el sistema GPS, y que ninguno de sus compañeros se encontraba en la proa vigilando. Agregó que la nave estaría en movimiento en un par de horas, cuando la marea creciente la levantara.

A Gaylene la alarmó un poco que la tripulación hubiera cometido un error así, pero los demás no se mostraron preocupados; el mar seguía en calma y se podía caminar sobre el coral. Además, era difícil tomárselo muy en serio cuando el capitán del barco, un hombre de 120 kilos, bajó al arrecife a examinar el casco vestido tan sólo con un pantaloncillo estampado con la imagen de Bob Esponja.

 

Poco más de una hora después, tal como el guía había anunciado, el nivel del agua subió y el barco pudo reanudar la travesía. Los turistas cenaron, y luego se tendieron sobre sus colchonetas para dormir en la cubierta superior.

A la mañana siguiente atracaron en una playa de la isla Moyo, situada a unos 70 kilómetros de Lombok. Luego de nadar un rato allí, Sonny condujo a los turistas a través de la espesura hasta una cascada de seis metros de altura que vertía sus aguas en una poza natural. El grupo pasó dos horas muy divertidas charlando y nadando, excepto Hannah y Noreen, que por error se habían aplicado insecticida en aerosol en vez de repelente y se quejaban de que la piel les ardía. 

Antes del mediodía el barco se había trasladado a la isla Satonda, 15 kilómetros al este, quizá el mejor sitio para bucear de Indonesia que Tony y Gaylene habían conocido. El coral era espectacular, de vivos tonos rojos, azules, verdes y plateados. La pareja pasó 10 minutos siguiendo a una tortuga. Hemos estado en otras playas donde los turistas han dañado el arrecife, pensó Gaylene, pero aquí es tan virgen, tan inaccesible…

A regañadientes, los turistas volvieron al barco a la una de la tarde: les esperaba un viaje de 16 horas hasta Komodo. El MV Versace se internó varios kilómetros en mar abierto, donde el oleaje se agitaba cada vez más y hacía que la embarcación diera bandazos. Al caer la tarde la mayoría de los pasajeros ya no aguantaban el mareo, y muy pocos quisieron cenar. Eran apenas las 8 de la noche cuando todos se tendieron a dormir.

Todos menos Els, que viajaba sola. Estaba demasiado inquieta con el vaivén del barco como para conciliar el sueño, y se acostó con el chaleco salvavidas puesto, por si acaso.

 

—¡Despierte todos! ¡Hay un hoyo en el barco! —gritó Sonny en la cubierta—. ¡Es muy peligroso!

Era casi la una de la madrugada, y Gaylene no entendía por qué se había apagado de repente el motor del barco. Ahora lo sabía. Los demás pasajeros despertaron, desconcertados.

—¡Hay un hoyo en el barco! —repitió Sonny—. ¡Está entrando agua!

Els sintió que el pánico la invadía. Junto a ella, Hannah no podía dejar de temblar a causa del miedo.

Los otros cuatro tripulantes estaban en la cubierta inferior, tratando de tapar el hoyo, así que Tony bajó a buscar algunos chalecos salvavidas. Aunque el agua ya alcanzaba un metro de altura, el delgado ex constructor sacó los chalecos y luego se puso a achicar con un balde. Otros se le unieron, pero el agua entraba a raudales, mezclada con el combustible fugado y trozos de madera sueltos.

Con las violentas sacudidas del barco, los objetos golpeaban y derribaban a los hombres.

—Salgamos de aquí —dijo Tony.

En la cubierta superior, Sonny intentaba tranquilizar a los turistas diciéndoles que el barco no se hundiría, al menos no rápidamente. Tony y Gaylene repartieron los chalecos salvavidas a los demás. Ellos dos se habían puesto sus trajes de neopreno, impermeables, tubos de respiración y visores, pero les preocupaba qué harían las jóvenes si ocurriera lo peor, ya que muchas de ellas llevaban sólo bikinis y camisetas delgadas.

De pronto, una ola enorme barrió la cubierta y arrojó a los desprevenidos pasajeros contra las ventanas y hacia la negrura del mar.

Se acabó, pensó Els, me voy a morir aquí. No distinguía nada en la oscuridad del agua, y no poder respirar la llenó de pánico. Entonces sintió que un par de brazos la sujetaban y tiraban de ella con fuerza. Instantes después vio que estaba a bordo no del MV Versace, sino de un bote salvavidas de aluminio que había estado atado a la popa del barco. A su alrededor, entre las olas, fueron asomando cabezas y chalecos anaranjados. Gaylene y Tony se aferraban a las cuerdas que colgaban de un costado del barco, del que ya sólo sobresalía la cubierta superior; Hannah, Noreen y las hermanas británicas flotaban a pocos metros.

Unos minutos después, todos, incluidos los tripulantes, pasaron lista. Tenían cortaduras y contusiones, pero ninguno heridas graves.

En el bote salvavidas cabían sólo seis personas, así que todos los demás turistas se aferraron a los costados y patalearon con fuerza para alejarse del barco que se hundía. Los tripulantes seguían encaramados a la cabina del MV Versace. Los pasajeros temían ser succionados por el barco cuando se hundiera, pero, ayudados por el oleaje, no tardaron en alejarse unos 200 metros de él.

De pronto, a unos 10 kilómetros de distancia, divisaron la silueta de una isla. Trataron de impulsar el bote hacia allí, pero el avance era muy lento; al cabo de una hora Gaylene miró atrás y vio que el barco no había acabado de hundirse: unos cuatro metros de la superficie de la cubierta se mantenían encima del agua, y los tripulantes les hacían señas con los brazos en alto para que volvieran.

—Las personas que se quedan en un barco que se hunde a menudo son las que sobreviven —les dijo Gaylene a los otros turistas.

—Somos un grupo grande —añadió Els en tono firme—. No abandonemos allí a esos hombres.

Usando como remos unos tablones desprendidos del barco, lucharon más de una hora contra la corriente para regresar al MV Versace.

 

Ocho o nueve pasajeros se apretujaron en dos filas sobre el techo de la cubierta, los seis a bordo del bote se mantuvieron allí, y los demás siguieron flotando en el mar, asidos a las cuerdas que colgaban de un costado del barco. Tres de los tripulantes se aferraban al mástil; el capitán se balanceaba cerca del bote, metido en un flotador de hule, con el rostro desencajado. Habían transcurrido ya unas 12 horas desde que el barco empezó a hacer agua.

En un intento por tranquilizar a los viajeros, Sonny les dijo que se habían puesto en contacto por teléfono celular con otro barco turístico. A los pasajeros les pareció dudoso —no había señal telefónica antes—, pero no podían hacer nada más que aguardar, confiar en la tripulación y no perder las esperanzas.

—¡Al menos tendremos algo que contarles a nuestros nietos! —dijo alguien en son de broma en cierto momento, pero los demás se mantuvieron en silencio, agobiados por la gravedad de la situación. 

La temperatura había descendido a 10 °C. El agua del mar seguía tibia, pero con el viento incesante y el embate de las olas, los turistas empezaron a sentir frío y se acurrucaron muy juntos. Se turnaban para sentarse en el bote salvavidas, que estaba relativamente seco. Els, Katherine, Alice y Hannah temblaban incontrolablemente, al igual que otros pasajeros que llevaban poca ropa encima.

 

El sol empezó a asomar alrededor de las 6 de la mañana, y el oleaje se redujo. Tony se sentía casi eufórico. Ahora, algún barco nos encontrará pronto, pensó.

A la luz azul pizarra del alba, la isla que habían divisado —Sangeang— reveló su forma de cono y sus laderas escarpadas. El cielo estaba despejado, pero la cima de la isla estaba envuelta en una densa nube de humo. ¡Era un volcán en erupción! Con todo, ésa era la menor de las preocupaciones de los turistas. Tenían muy poca agua para beber, y su único alimento eran unas cuantas piñas pequeñas que habían rescatado del barco.

A media mañana el MV Versace comenzó a desmantelarse. No creo que podamos seguir sentados aquí, pensó Gaylene, y se tiró al agua. Pronto, turistas y tripulantes se vieron obligados a hacinarse dentro y alrededor del bote salvavidas, y a usar los tablones desprendidos y las piernas para impulsarse y tratar de llegar a la isla.

El avance era dolorosamente lento. Debilitados, los que nadaban a duras penas lograban empujar el bote; el capitán seguía balanceándose en su flotador de hule, sin poder ayudar, y las olas los estaban llevando hacia la derecha, lejos de la isla.

—Nademos hasta la isla —dijo Els de repente—. Quizá no sea una buena opción, pero, para mí, es la única para seguir con vida.

Gaylene, que nadaba junto a ella, la detuvo, consciente de que las corrientes en el mar de Flores son fuertes y cambiantes; además, le dijo que varios en el grupo no eran muy buenos nadadores. Alguien más señaló que algunos de los chalecos salvavidas tenían impreso el número 1971; es decir, tenían 43 años de uso.

—Necesitamos que el bote siga flotando —observó Gaylene.

Sin embargo, al mediodía se hizo claro que había demasiadas personas aferradas a la embarcación.

—Sólo estamos estorbando a los que intentan remar —dijo Gaylene, quien entonces se colocó en posición paralela al bote, cerró los ojos y empezó a nadar. Cuando alzó la mirada otra vez, al cabo de unos minutos, vio que estaba a varios cientos de metros de distancia. Ay, Dios, ¿acaso van hacia atrás?, se preguntó.

A ambos lados de ella estaban Els, Hannah, Noreen y un joven francés. 

—Nadaremos hasta la isla —le dijeron—. ¿Vienes con nosotros?

¿Me voy con ellos, o nado cientos de metros más para regresar al bote?, se preguntó Gaylene. Entonces agitó los brazos en alto para hacerle saber a Tony que nadaría hasta la isla.

 

Como iba nadando cabeza abajo a un costado del bote, Tony no vio la señal de Gaylene; de hecho, pasó una hora más sin que alzara la vista para buscarla. De repente preguntó:

—¿Dónde está Gaylene?

—Va nadando hacia la isla —le contestó alguien.

Tony pensó que él también debía intentar llegar a la isla nadando, así que se lo dijo a los que estaban en el bote y empezó a bracear.

Katherine y Alice nadaban un poco adelante del bote. Al pasar junto a ellas, Tony les dijo:

—¿Quieren venir conmigo?

Las hermanas nadaron tras él, pero una hora después, lejos ya del bote, se sentían terriblemente inseguras. El abultado chaleco salvavidas le dificultaba mover los brazos a Alice, así que se lo quitó y se lo ató con fuerza a la cintura. Como iba tragando mucha agua y no veía por dónde iba, Tony le dio su visor. Eso ayudó, pero Katherine estaba muy preocupada por su hermana que, en el mejor de los casos, era una nadadora promedio.

 

Más adelante, lejos de Tony y las hermanas, Gaylene y los demás nadaban de espaldas, con un brazo cruzado sobre el chaleco salvavidas. Olas de un metro de altura se les venían encima y los obligaban a aguantar la respiración en cada embate. Por momentos se perdían de vista los unos de los otros, y entonces hacían sonar con fuerza el silbato atado al chaleco para recomponer el grupo.

Gaylene y Els eran nadadoras fuertes —Els incluso había competido en su adolescencia—, pero Hannah y Noreen empezaban a quedarse atrás. Hannah sentía que le picaban medusas, y se preguntaba si habría tiburones en esas aguas. Las cosas ya están bastante mal, ¿o no?, pensó. 

Consciente de que Noreen y ella se estaban rezagando, les gritó a los demás que siguieran adelante.

—No se detengan —les dijo—. Nosotras dos nadaremos solas.

Poco a poco las alemanas se fueron quedando atrás, y el francés empezó a rezagarse también. Els y Gaylene pronto nadaban solas. Me alegro de que Gaylene siga conmigo, pensó Els. Es muy fuerte, de cuerpo y alma. Pero ninguna de las dos estaba segura de estar haciendo grandes progresos.

—No creo que la isla esté más cerca —dijo Els, y casi en el acto recordó su hogar y a su familia.

Estudio en Holanda y tengo una vida muy buena allá, pensó. Si ya no pudiera regresar…

Gaylene intentaba no pensar en nada, y menos aún en Tony, del cual supuso que seguía nadando junto al bote. Concéntrate, se dijo, y nada hasta que no puedas más.

Más de cinco horas después de haber empezado a nadar, cerca ya del ocaso, Gaylene se dio cuenta de que alcanzaba a ver árboles en las laderas del volcán. ¡Aleluya, estamos llegando a tierra!, pensó. Pero también se percató de que las delgadas corrientes de lava alcanzaban el mar.

—Nademos hacia aquel barranco —le dijo a Els—. Es una isla volcánica. Nuestra prioridad será buscar agua para beber.

Llegar a tierra y poner fin a tantas horas de nado extenuante parecía a su alcance. Pero a unos 500 metros de la orilla sintieron más fría el agua. Es como si acabáramos de cruzar una barrera, pensó Gaylene. De pronto una fuerza las arrojó con violencia hacia atrás. Es la marea de resaca, se dijo la neozelandesa. Nos llevará justo al sitio donde empezamos.

—¡Date vuelta y nada, Els! —le gritó a la joven holandesa.

Ambas giraron el cuerpo para abandonar la posición de espaldas, que les había permitido ahorrar energía, y empezaron a nadar en estilo de crol, luchando contra el oleaje. En cierto momento lograron avanzar algunos metros, pero la resaca no tardó en alejarlas de nuevo de la isla.

—Estamos muy cerca, Els. ¡No vamos a rendirnos! —dijo Gaylene.

Los minutos transcurrían y la isla seguía fuera de su alcance, pero luego, con sus últimas reservas de energía, por fin lograron atravesar la línea de resaca, pasar a aguas más tranquilas y llegar a rastras a la playa.

—¡Lo hicimos! ¡Vamos a sobrevivir! —exclamó Els mientras se apartaban el cabello del rostro para ver, y poco a poco se ponían de pie.

Eran las 6 de la tarde pasadas y el sol se estaba ocultando rápidamente. A unos dos kilómetros de la isla Sangeang, Tony, Katherine y Alice seguían nadando envueltos en la penumbra. Los destellos que sus piernas producían en el agua al patalear les permitían ubicarse unos a otros, pero, en la creciente oscuridad, con la silueta de la isla apenas visible, se sentían solos y vulnerables. En la mente de Tony se dibujó el rostro de Gaylene. Tal vez consiguió llegar a la isla y ya dio la alarma, pensó. Sin embargo, no la había visto en horas; simplemente, no sabía nada de ella.

Alcanzaban a ver luces de barcos a lo lejos. ¿Irán en auxilio del bote salvavidas?, se preguntó Tony, esperanzado, pero ninguna de las luces se acercó a ellos.

Nos movemos a la deriva hacia la isla, pensó Katherine. Pronto, ya no tendremos que nadar.

 

En el bote salvavidas todos estaban exhaustos. Los tripulantes finalmente se habían puesto a remar también, pero no duraron más de 10 minutos haciéndolo. La isla Sangeang se fue perdiendo de vista a medida que el oleaje apartaba cada vez más el bote. Unas chicas alemanas que también habían intentado nadar hasta la isla quedaron atrapadas en las fuertes corrientes laterales, y quienes iban en el bote las rescataron. Todos dieron por sentado que los otros nadadores se habían ahogado.

Flotando a la deriva en medio de la oscuridad, la moral de todos comenzó a resquebrajarse.

 

En la isla Sangeang Els estaba de excelente humor, pero Gaylene le hizo ver la realidad de golpe.

—Nadar hasta aquí fue sólo el primer paso —le dijo—. Estamos en una isla, sin agua, comida, ni refugio. No nos hemos salvado todavía.

Estaban muy deshidratadas. Se abrieron paso entre las rocas negras que cubrían la playa hasta el pie del barranco. El suelo estaba seco, pero cerca había huellas de animales y arena húmeda. Si escarbamos un poco por aquí, tal vez encontremos algo, pensó Gaylene. Pronto dieron con un poco de agua, que bebieron sorbien-do con un carrizo. También hallaron un par de sandalias. Aunque no hacían juego, Gaylene se alegró. Es una suerte que algunas islas de Indonesia sean un basurero, se dijo.

Se despojaron de la ropa mojada. Desnuda, arrodillada en la playa y con el pelo enmarañado, Els, la refinada joven de ciudad, parecía una niña salvaje.

—¡Me gustaría tener una cámara! —le dijo Gaylene, riéndose.

Se acurrucaron a pocos metros del agua. Gaylene quería estar cerca del mar; así sentía la presencia de Tony. Sabía que era un hombre muy capaz, pero no dejaba de buscarlo entre las olas. ¿Seguirá en el bote?, se preguntó. ¿Estará por allí, nadando?

La ex maestra notó que estaba en estado de choque: aunque la noche era tibia, el cuerpo le temblaba.

Despertaron poco después del amanecer. Sonny les había dicho que había poblados en el este de la isla. Se dispusieron a partir antes de que el sol calentara demasiado. Els tenía graves quemaduras de sol, incluso en los párpados. Gaylene improvisó para ella una visera con hojas de árbol y un trozo suelto de madera.

Gaylene recorrió la playa con la mirada: por todas partes había rocas volcánicas afiladas y un leve flujo de lava. Encontrar ayuda podría llevarles varios días de caminata.

Cuando estaban a punto de partir, la neozelandesa avistó un barco a no más de 800 metros de la playa, y le pareció ver que en la cubierta asomaba un hombre vestido con una camiseta de color rosa. A toda prisa se quitaron los chalecos salvavidas, los anudaron a unos palos y los agitaron en alto. Pero el barco, que era blanco y de aspecto elegante, pasó de largo.

—Nos han visto —dijo Gaylene—. Deben de estar buscando a las otras personas, pero van a volver.

Transcurrieron 20 minutos, y luego, en efecto, el barco reapareció. Se detuvo, y Gaylene y Els vieron que una lancha de motor se dirigía hacia ellas. La joven holandesa, que había mantenido sus emociones bajo control por largo tiempo, empezó a llorar y a dar gritos de alegría.

Una vez a bordo del barco de buceo, de 30 metros de eslora, se llevaron otra sorpresa: allí se encontraban el francés, Hannah y Noreen. Los tripulantes habían visto a Els y a Gaylene, pero pensaron que eran niños curioseando, hasta que encontraron a esos tres turistas, quienes habían logrado llegar a otra playa cercana.

Els, Gaylene y los demás se abrazaron unos a otros, sollozando.

—Estoy tan orgullosa, tan feliz de que lo lograran —dijo Hannah llena de emoción—. ¡Sobrevivimos!

Pero el capitán del barco, un hombre suizo, no tenía información de que hubiera más sobrevivientes. Cuando Gaylene le preguntó si podrían intentar localizarlos, el capitán llamó por radio a las autoridades indonesias, las cuales le pidieron que llevara a todos directamente a Bima, una ciudad de la isla Sumbawa, situada a dos horas de distancia. Esto no tiene ningún sentido, pensó Gaylene, frustrada y preocupada por Tony y los otros.

En Bima les dieron comida y ropa seca a los turistas, y luego los dejaron en un centro de salud donde no había más que sillas escolares para sentarse. Había policías en todo el edificio, hablando por teléfono celular, pero ninguno parecía saber qué hacer.

—Envíen barcos de búsqueda y rescate —les suplicó Gaylene—. Por favor, ¡consigan un helicóptero!

Pero era claro que no tenían presupuesto para eso. Los agentes le pidieron a Gaylene que dibujara un mapa y la posible ubicación del bote. Todos tienen teléfono, pero ninguno con una aplicación de mapas, pensó Gaylene. Esto no tiene remedio.

 

Flotando exhaustos en el agua oscura, Tony, Katherine y Alice sabían que estaban cerca de la isla Sangeang —alcanzaban a oír las olas romper en la playa—, pero, en medio de las corrientes siempre cambiantes, se dieron cuenta de que llegar allí podría resultar imposible. Luego de siete horas de estar en el agua, pasaban constantemente de la esperanza a la desesperación.

Luego, alrededor de las 8 de la noche, Katherine vio algo. 

—¡Hay una luz allá! —gritó.

Las hermanas empezaron a agitar los brazos en alto e hicieron sonar con fuerza sus silbatos. No sucedió nada. Entonces, la luz pareció dirigirse hacia ellos. Cambió de dirección de repente, así que los tres gritaron al unísono. La luz se volvió hacia ellos.

Un hombre indonesio divisó en la oscuridad a los turistas. Por una enorme casualidad, varios pescadores de la cercana isla Sumbawa habían decidido acampar en Sangeang para pasar la noche, y dijeron que habían oído voces pidiendo auxilio.

Subieron a Tony y a las jóvenes a su pequeña lancha de motor. De vuelta en el campamento, les dieron algunas prendas secas y un poco de pescado asado. Entonces los agotados turistas se tumbaron en la arena y cayeron en un sueño profundo.

A la mañana siguiente Tony trató de decirles a los pescadores que Gaylene y muchas otras personas aún estaban desaparecidas, pero los hombres no entendieron. El angustiado neozelandés no tuvo otra opción que sentarse en la lancha y dejar que lo trasladaran junto con las hermanas a Sumbawa, un viaje de tres horas.

En el pueblo de los pescadores, la gente se emocionó con la llegada de los sobrevivientes, pero nadie quiso organizar una búsqueda. Tony tuvo que contener su frustración. Sin duda alguien ayudará pronto, pensó.

habían transcurrido cuatro horas desde que el barco de buceo dejó en Bima a Els y a Gaylene, y la ex maestra se sentía cada vez más angustiada. Entonces, de repente, alcanzó a oír que uno de los agentes policiacos decía “Tony Francis…” Esos son los nombres de pila que aparecen en el pasaporte de Tony, pensó.

—Por favor, dígame, ¿lo encontraron? —le preguntó al policía.

—No, sí… No, no. No estoy seguro —dijo éste—. Debo confirmarlo.

Minutos después, luego de varias conversaciones tensas, Gaylene estaba llamando por teléfono al hospital de un pueblo ubicado en la misma isla, a pocos kilómetros de la costa, adonde habían trasladado a Tony y a las hermanas.

—Hola, cariño —saludó Tony.

—Gracias a Dios que estás vivo —le respondió Gaylene.

Aliviada finalmente de todo lo que había sufrido, las lágrimas resbalaron por el rostro imperturbable de la mujer neozelandesa.

 

A las 3 de la tarde de ese día, unas 38 horas después del naufragio, el bote salvavidas del MV Versace Amara fue hallado por un barco pesquero, unos 20 kilómetros mar adentro. Aunque gravemente deshidratados, todos los que estaban a bordo sobrevivieron. Sin embargo, a pesar de una búsqueda exhaustiva, dos turistas españoles que decidieron nadar también hasta la isla nunca fueron encontrados.

 

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