Historias de Vida

A punto de suicidarse, se detuvo por la distracción más mundana

Me confió que una vez pensó en suicidarse. No era de los que comparten sus intimidades con tanta facilidad. Contaba buenos chistes y le encantaba charlar sobre caza, pero olvídate de algo más personal.

Había sido mi alumno el año anterior y, tras terminar el curso de reintegración de veteranos que imparto en la Universidad de Wisconsin en Stevens Point, nos mantuvimos en contacto. Somos casi de la misma edad y tenemos hijos pequeños, así que yo lo consideraba más un compañero que un estudiante.

Él pensó en suicidarse al llegar a casa tras su cuarta y última incursión en Irak. Había estado allí tantas ocasiones que de vez en cuando se confundía con las fechas. Participó en la fuerza de invasión estadounidense en marzo de 2003 y había llegado hasta Mosul, recordaba el levantamiento sunita y sus consecuencias violentas.

Está orgulloso de mucho de lo que logró, pero también hay veces en las que se siente culpable por lo que hizo y por lo que vio. A menos que haya tomado un par de copas, no suele mencionar nada al respecto.

Una noche estábamos en una de esas tabernas típicas del norte de Wisconsin —dianas a la derecha, mesas de billar a la izquierda— poniéndonos al día. Las paredes estaban cubiertas de carteles antiguos de cerveza y luces de neón. Detrás de nosotros repiqueteaba una fila de máquinas tragamonedas. Tras la barra había tres hileras de botellas llenas de licores claros y oscuros, iluminados por luces amarillas.

Transmitían un partido de basquetbol en la televisión; no recuerdo quién jugaba. Era una fría y nevada noche de mitad de semana. A varios asientos de nosotros había un par de señores mayores, quizá de la edad de mi abuelo. No hablaban mucho. Vi que en la piel ya no tan firme de sus antebrazos lucían tatuajes descoloridos.

Después de dos o tres cervezas nos pusimos a conversar sobre la clase que había tomado conmigo. Él fue un gran alumno; de hecho, uno de los mejores que he tenido. Era un poco mayor que el resto y tenía un carácter sabio y reservado que sus compañeros respetaban mucho. Uno de ellos acababa de pasar por una mala racha y finalmente había ido a ver a un terapeuta en el centro para veteranos de Wausau, Wisconsin.

—¿Quería suicidarse? —pregunté.

—Sí—dijo mi exalumno. El terapeuta le dio candados para sus armas al amigo suicida de mi compañero de copas y le pidió que le entregara las llaves a alguien más para que las guardara en un lugar seguro.

Entonces mi amigo me confió que él también había pensado en suicidarse

—Estaba en casa —comenzó—, sentado en el sofá, tomando y viendo la televisión. No recuerdo con exactitud en qué estaba pensando, pero recuerdo haber sentido cierta tensión y tener una conciencia repentina de que, si me decidía, si me mataba en ese instante, todo estaría mejor y ya no tendría que seguir sufriendo.

No dije nada, le di un sorbo a la cerveza y la puse de nuevo sobre la mesa. Él volvió la cabeza y se quedó mirando la pared que estaba frente a nosotros, tras la barra.

—Pero no lo hiciste —dije por fin.

—No.

Él parpadeó. Se recuperó del pasmo y bebió la cerveza de un tirón.

—¿Por qué? —le pregunté.

Levantó la mano y le indicó al mesero que quería otra cerveza. Me di la vuelta y pedí lo mismo; luego volví la mirada hacia él.

—Esa es la parte interesante —dijo—. Entonces, estoy sentado allí en el sillón, con la televisión prendida, borracho. Tengo mi 9 milímetros en las manos y ya me he decidido: voy a hacerlo. Voy a jalar el gatillo.

Hizo una pausa, soltó una risa y tomó un trago de la cerveza que le acababan de traer.

—Pero luego recordé que se suponía que debía jugar al golf con mi padre al día siguiente —dijo.

Así que sacó el cargador, expulsó la bala que estaba en la cámara, puso la pistola en un cajón y se fue a la cama.

Al final, no importa por qué no se mató ese día, aunque tal vez hay una moraleja detrás de todo esto: se sintió responsable ante su padre por la cita para jugar golf que tenían programada para el día siguiente.

No le pregunté por qué no se había suicidado al terminar el juego de golf, o al día siguiente o después. Quizá debería haberlo hecho.

Supongo que solo siguió recordándose que había personas que lo necesitaban. Tal vez eso es lo único que cualquiera de nosotros puede hacer: recordar que alguien nos necesita y hacer que los demás estén conscientes de que son necesarios.

Hay un dicho en el ejército que él compartió una vez durante la clase: “Si es una tontería, pero funciona, no es una tontería”.

A primera vista, una cita de golf con su papá podría parecer una razón tonta para no suicidarse, pero funcionó.

Entonces no era una tontería.

Juan Carlos Ramirez

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