Decir “Te quiero” se consideraba un exceso, casi equivalente a decir “No te olvides de respirar hoy en la escuela”. O quizá era una firme renuencia a ser obvios.
El amor podía verse en cada elogio ganado a pulso, en cada castigo justo, en cada una de las miles de veces que mi madre nos llevó al cine, en el acto diario de mi padre de levantarse antes del amanecer para ir a la fábrica, y en cada juego de escondidas para los que tuvo energía después de su ardua jornada.
Recordé todo esto un sábado, durante un recital de piano de mis hijas. Nunca les he insistido en que hagan algo en su tiempo libre, excepto aprender a tocar el piano.
Era un deseo mío desde la infancia. No tenía manera de hacerlo realidad, ya que el sueldo de mi padre no alcanzaba para pagar las clases.
La mayor parte del tiempo mis hijas han aceptado esta exigencia de buen grado. A través de los años, esto ha significado que en la casa se oigan algunos refunfuños junto con interpretaciones un tanto desafinadas de canciones como En la escalera con un gato y El pájaro de la montaña.
En esta temporada de recitales Elizabeth iba a tocar El devorador púrpura de gente, y Katie, El artista. A medida que el evento se acercaba, tocaban sus canciones cada vez mejor.
El día del recital, escuché a Katie ensayar y me percaté de algo. Justo al final de la canción hay una serie de notas que llevan al desenlace, y me pareció que la niña no sostenía una nota el tiempo suficiente. Yo no les digo a mis hijas cómo tocar el piano porque no sé tocarlo, pero le dije:
—Oye, Katie, ¿no podrías alargar esa nota un poquito más?
—¿Qué nota? —preguntó.
—Bueno, toca de nuevo.
Ella lo hizo, y yo traté de señalarle qué nota era. Esto llevó más tiempo de lo que cabía esperar. Katie trató de sostener una nota; luego, otra distinta, y después una más.
Empezó a mostrarse decidida en lograrlo, y me di cuenta de que había hecho yo algo que no quería: hacerla pensar demasiado unas horas antes del recital.
Le dije que no se preocupara por eso, pero ya era demasiado tarde; Katie es la obstinada de la familia.
Una vez oí hablar de un experimento en el que a unos niños se les daba un dulce cuando lo pedían, pero si eran capaces de esperar 15 minutos, recibían dos dulces. La mayoría de los niños no esperaban los 15 minutos. Katie era capaz de esperar cinco días.
Siguió ensayando un rato más, hasta que dijo que ya tocaba el tema a la perfección y que quería ir a la piscina. No creo haber identificado esa nota nunca; me sentí muy mal por haberla mencionado.
Luego llegó el día del recital. Katie fue la primera en subir al escenario. Iba muy bien vestida y mostraba su determinación habitual.
Mientras la observaba tocar su pieza, no pude evitar pensar en lo mucho que había crecido, en que extrañaba yo las versiones de cuatro, cinco y seis años de ella, pero también en lo maravillosa que era su versión de nueve años.
Entonces llegó al final de la canción, y a la nota de la que habíamos hablado. La sostuvo. Me refiero a que lo hizo bien.
La sostuvo el tiempo suficiente para cerrar con broche de oro el resto de la canción. Sostuvo a la perfección esa nota en la que tanto insistí; luego, dio el teclazo final y se volvió para mirarme a los ojos.
Por supuesto, antes de que terminara el día le dije que la quería unas cinco veces. Y a Elizabeth le dije lo mismo.
Espero decírselo a las dos al menos 100,000 veces más. Con todo, mis padres también tenían razón. No hace falta decir “Te quiero”. A veces, con una nota basta.
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