Accidente en el mar: Los padres se quedaron sin lágrimas al enterarse
Puedes estar tan agotado emocionalmente que ya no te quedan más lágrimas, sin la certeza de que tu hijo estará vivo cuando te reúnas con él.
Esta es la tercera parte del artículo publicado la semana anterior. Aquí puedes leer la primera y segunda parte.
En Centennial, una ciudad cercana a Denver, Colorado, Chuck y Leila Viss daban un paseo por las frías y nevadas calles tras el servicio religioso del Día de Acción de Gracias, cuando sonó el celular de la mujer. La pantalla mostraba un número de Florida; ella asumió que era un vendedor telefónico.
De vuelta en el auto, de camino a casa para la cena, vio que había dos mensajes de voz. Puso el teléfono en altavoz para que Chuck también escuchara. Era un alguacil del condado de Palm Beach. Como toda madre de tres hijos activos —Carter era el de en medio—, Leila se preguntaba qué habría hecho su pequeño.
“Accidente con un bote… perdió un brazo… tratando de salvar sus piernas”.
Presa del pánico y llorando, la pareja entró en un estacionamiento. “Nos turnábamos entre que uno perdía la cabeza y el otro lo consolaba”, dijo Leila.
El día se convirtió en una lucha desesperada y tormentosa: cancelar la cena, llamadas urgentes, sollozos de impotencia, planes de trabajo, tratar de reservar vuelos en un día festivo.
Sabía que su familia estaba ahí, sufriendo, pero reconfortándolo, y también veía extrañas y horripilantes criaturas que se arrastraban por todo su cuerpo.
La persistencia de Chuck rindió frutos cuando encontró dos asientos para salir de Denver esa noche, con una escala en Boston.
Si existe un lugar como el purgatorio, podría parecerse al aeropuerto Logan de Boston a las 4 a. m., cuando estás tan agotado emocionalmente que ya no te quedan más lágrimas, sin la certeza de que tu hijo estará vivo cuando te reúnas con él.
Y, además, atreverse a contemplar la posibilidad de que, si solo le quedara una extremidad, tal vez sería mejor que falleciera este joven que vivía para bucear, pescar, tocar la guitarra y el piano.
Leila y Chuck Viss llegaron al hospital St. Mary’s alrededor de las 10 de la mañana. La imagen de su hijo en la UCI, inflamado y vendado, sin el brazo derecho y con tubos en la garganta, fue abrumadora. Tuvieron que recibir ayuda para poder recuperarse.
Así empezó su vigilia. Los Viss se turnaron junto a la cama, donde Carter estaba conectado a un ventilador. Lo atormentaban alucinaciones, algo que los médicos llaman “psicosis de la UCI”.
Sabía que su familia estaba ahí, sufriendo, pero reconfortándolo, y también veía extrañas y horripilantes criaturas que se arrastraban por todo su cuerpo. “¡Quítenmelas de encima!”, suplicaba.
No sabía que había pasado por cuatro operaciones. Le habían extirpado la carne infectada, insertado una varilla de titanio en la tibia rota e instalado piezas metálicas en la muñeca izquierda y la rodilla derecha.
Leila, organista de una iglesia y profesora de piano, tuvo que regresar a casa, pero Chuck podía trabajar de forma remota, por lo que se instaló en un condominio cerca del hospital.
Una mañana, después de que extubaron a Carter, Borrego le aseguró que la batalla estaba ganada en un 90 por ciento. Me espera un largo camino por delante, se dijo el paciente con tranquilidad, pero lo lograré.
Decidió que usaría esta nueva oportunidad que le daba la vida para educar a otros sobre la seguridad y conservación de los océanos. De camino a otra cirugía, les dijo a sus padres: “Ahora más que nunca, puedo hacer una gran diferencia”.
Durante los 68 días que pasó en el hospital, sintió que la recuperación fue de una lentitud terrible. En realidad, según explica el doctor Borrego, fue bastante rápida.
Sus padres anotaron cada logro superado: el primer día que Viss se sentó; su traslado fuera de la UCI; la primera vez que, después de la cirugía de los nervios de la rodilla derecha, movió los dedos de los pies; cuando consiguió sentarse en una silla de ruedas; el momento en que se sostuvo de pie sin ayuda, y, unos días después, sus temblorosos y dolorosos primeros pasos.
Sin embargo, apenas era el comienzo de otra batalla. Grandes dosis de morfina, oxicodona y fentanilo habían aliviado su dolor. Borrego explicó a sus padres que obtener un resultado exitoso dependía de que el joven dejara los opioides: “He visto muchas vidas arruinadas cuando los pacientes no logran liberarse de ellos”.
Carter comprendió la gravedad del problema. Redujo poco a poco sus dosis y luego se quitó el parche de fentanilo. La abstinencia supuso unos días desgarradores, pero Viss, como dice el doctor Borrego, “tiene una increíble fortaleza mental”.
Conoce el final de esta historia en la última entrega de esta historia el próximo jueves 28 de julio.