La segunda mayor ciudad de Israel ha decidido volver la espalda a la agitación que la rodea y vivir intensamente.
Antes de salir a cenar al restaurante North Abraxas en mi primera noche en la ciudad de Tel Aviv, un recepcionista del Hotel Brown TLV me hace una advertencia:
—No deje que le prendan fuego.
Por unos instantes pienso en cambiar de planes, pero muy pronto comprobaré que ese tipo de comentarios es típico de la gente de Tel Aviv: la aceptación mundana y un poco escéptica de lo malo y la esperanza de lo bueno. Es algo que se aprende de memoria en esta ciudad que se halla muy cerca de la Franja de Gaza y que ha sido blanco muchas veces de los proyectiles palestinos.
Mis recelos se disipan al entrar al restaurante. Nadie arde en llamas cuando me siento frente a la barra. Al contrario, veo pura alegría: jóvenes cocineros que preparan guisos y arrojan pimientos al aire en la cocina sin puertas. A mi alrededor, los meseros se menean al ritmo alegre de una mezcla de música árabe, latina y de cine hindú mientras sirven los platos a los comensales.
Y entonces comienza la auténtica fiesta. Un mesero reparte sorbos de whisky a todo el mundo y enciende un ramito de salvia seca. “¡Por la vida!”, exclaman los clientes al unísono, y beben el whisky mientras las pavesas de la salvia salen volando.
quizá tel aviv esté en la línea de fuego, pero desafía todas las amenazas con una fiesta interminable. En cierto modo, es justo lo que yo esperaba. Cuando, a los siete años de edad, me mudé con mi familia de un soporífero pueblo estadounidense a Tel Aviv, todo cobró vida de repente: la piedra dorada de los edificios antiguos parecía arder al caer la tarde; los niños de mi escuela israelí no paraban de correr y saltar; los esponjosos panes árabes rellenos de faláfel se abrían de tan repletos, y el untuoso tahini escurría…
Cuando tenía nueve años volvimos a Estados Unidos y me sentí inconsolable. Fue mi hermana quien me alentó a regresar a Tel Aviv. “Tienes que encontrar ese faláfel”, me dijo, con tanta añoranza como yo por el delicioso sabor de ese símbolo de nuestra niñez.
Cuando aterrizo en Tel Aviv el cálido sol de septiembre se refleja en las blancas fachadas de los edificios, y alcanzo a percibir el aroma del Mediterráneo. Parece como si los 405,000 habitantes de la ciudad se hubieran congregado en su amplia red de cafés al aire libre. “A una hora de aquí quizá estén cayendo bombas. Ésa es nuestra realidad”, me dice Dalit Nemirovsky, una escritora local, mientras almorzamos en el Rothschild 12, uno de los cafés del Bulevar Rothschild. “No olvidamos los problemas, pero seguimos yendo a la playa y a los clubes. Hay que vivir al máximo cada momento, sobre todo cuando uno no sabe si va a haber otro momento igual”.
Tel Aviv es una ciudad creativa que mira hacia el futuro. “Hoy más que nunca, Tel Aviv está atrayendo jóvenes deseosos de libertad”, señala Dalit. “Muchos inmigrantes del norte de África y de Europa oriental se les han unido para dar forma juntos a un lugar nuevo y vibrante”.
Tenemos la prueba justo delante de nosotros. Hace apenas unos años, los más de 3,000 edificios Bauhaus que hay en la ciudad tenían desconchados los muros a causa de la corrosiva brisa marina. Una iniciativa de restauración ayudó a que laUNESCO designara Patrimonio de la Humanidad a estos edificios y los ensalzara como modelos de modernidad. Mientras recorro el Bulevar Rothschild, veo paredes onduladas y balcones con forma de bumerán que sugieren una especie de impulso hacia delante.
Tras despedirme de Dalit, doy un paseo de 10 minutos hasta el Mercado del Carmelo. A mi alrededor hay una gran abundancia de productos en montones enormes: melones cortados por la mitad, berenjenas relucientes, fragantes granadas de intenso color rosado. “¡No va a encontrar nada mejor!”, grita un vendedor a mis espaldas.
Estoy de acuerdo, aunque en esta franja de Tel Aviv situada entre el casco antiguo y el Mediterráneo siempre es posible encontrar algo mejor. En una tienda de cerámica del arbolado barrio de Neve Tzedek, las repisas están llenas de tazas de barro de colores pastel tan frágiles como huevos de ave. A la vuelta de la esquina, una joyería exhibe collares de plata de austera elegancia. Me dijeron que hay artesanías en otros sitios, así que camino unos 800 metros al sur hasta el barrio de Noga. Aquí los locales son más baratos, y las fachadas, de estilo turco, se ven más deterioradas.
“Somos como una aldea dentro de una urbe”, me dice Yaron Mendelovici en la puerta de Gelada, su taller y tienda de camisetas. Estas prendas muestran ingeniosos motivos alusivos al patriotismo, un tema común en el arte de Tel Aviv. Me llama la atención una camiseta serigrafiada con un halcón con las garras abiertas que representa a Irán, el enemigo acérrimo de Israel. “Es un poco sarcástico y tiene doble sentido”, afirma Yaron.
La ambición creativa no se limita a los talleres familiares. El Museo de Arte de Tel Aviv ofrece una visión histórica del arte israelí. “Los habitantes de Tel Aviv queremos vivir en un lugar laico y cosmopolita”, me dice Anat Danon-Sivan, conservadora asistente del museo, mientras pasamos del orientalismo romántico de las obras antiguas al arte contemporáneo, mucho más crudo y politizado. “Pero no podemos olvidar por qué estamos aquí, las causas que subyacen al conflicto”.
Me siento atraído por una imagen del fotógrafo Adi Nes, de un soldado israelí que duerme apaciblemente bajo una luz dorada que hace que su rostro parezca angelical. En el fondo hay una ventana, tras la cual se divisa un paisaje borroso que parece radiante y siniestro a la vez.
Una ambigüedad similar se percibe en un espectáculo al que asisto al caer la noche, en el Centro Suzanne Dellal en Neve Tzedek. Seis bailarines de distintos países —desde Israel hasta Brasil— ejecutan sus respectivos bailes folclóricos al son de su himno nacional. Titulada “The Diplomats”, esta obra sorprende con una lenta fusión de las danzas y los himnos. La noción de patria queda reducida a un estribillo burlón.
—¿Ya encontraste el faláfel? —me pregunta mi hermana cuando hablamos por teléfono.
Le respondo que aún no. Su pregunta me hace pensar en el verdadero logro de Tel Aviv: el arte de vivir supremamente bien, ejemplificado por su floreciente sector culinario.
“Yo crecí con la cocina marroquí de mi madre”, me dice Meir Adoni, cuyo restaurante, Mizlala, es la estrella del efervescente escenario culinario de Tel Aviv. “Me gusta mezclar las comidas: kosher, marroquí, palestina, de la calle y de alta cocina”.
De la cocina del Mizlala no paran de salir exquisiteces. En una comida de cuatro tiempos saboreo un enorme croissant relleno de sesos de ternera, un risotto con aderezo de mantequilla y tomate, un picadillo de vieiras y un plato no kosher: confit de cerdo sobre gofres (waffles) belgas.
“Mi madre se enojó cuando empecé a servir cerdo”, cuenta Adoni, “y me sentí un mal judío”. En Tel Aviv no hay casi nada sagrado y todos los residentes son un poco subversivos.
Decidido a encontrar ese faláfel, llamo un taxi. Estoy buscando un local de una cadena que me ha recomendado todo el mundo: HaKosem. Cuando por fin doy con uno, muy cerca de Neve Tzedek, invito al taxista a comer el plato estrella. El pan árabe es ligero; las bolitas de garbanzo, deliciosas, y el tahini, untuoso y escurridizo, tal como lo recordaba.
—A cambio, lo llevaré de vuelta gratis —me dice el taxista.
Tel Aviv ofrece su imagen más desenfadada al atardecer, cuando todo el mundo se dirige al Bulevar Rothschild. Un hombre con rastas camina sin rumbo, seguido por una mujer con turbante que pasea con sus cuatro perros collie. En el refinado Café Europa, la gente bebe cocteles de diseñador. A dos calles de allí, los clientes del Bar Shpagat escuchan cantar baladas a una sensual mujer de rojizo cabello pintado.
“Estuve en París hace poco y me sorprendió ver las calles vacías a medianoche”, me dice Adoni cuando voy al Mizlala a comer un bocadillo de última hora. “En Tel Aviv todo el mundo está despierto hasta las 5 de la mañana. Luego desayunan y vuelven a empezar otra vez”.
A la mañana siguiente, mientras exploro Jaffa, el antiguo barrio y puerto árabe, al sur de Neve Tzedek, recuerdo otro comentario de Adoni: “El día que nos unamos y compartamos nuestras culturas, Tel Aviv será el mejor lugar de la Tierra. En este momento, Jaffa encarna esa esperanza”.
El puerto, varios miles de años más antiguo que Tel Aviv y hoy parte del mismo distrito, ha visto a muchos jóvenes israelíes mudarse junto a los residentes de Jaffa, atraídos por sus vetustos edificios de piedra.
Qais Tibi, disc jockey árabe-israelí de Jaffa, dice que algunas familias árabes han sido desplazadas a causa del aumento de los alquileres. “Pero la mezcla es vivificante”, señala, “engendrada por jóvenes creativos que quieren aprender los unos de los otros, disfrutar de la compañía mutua e inspirarse en las distintas religiones y etnias en vez de tener miedo”.
Esa unión sociocultural incipiente se aprecia hoy en todo Jaffa. En el restaurante árabe The Old Man and the Sea, grandes familias de árabes, judíos o turistas extranjeros se sientan alrededor de mesas comunes. Mujeres árabes mayores cubiertas con velos se pasean junto a chicas judías ataviadas con vaporosos vestidos de verano en las calles sombreadas por palmeras. Y en el mercadillo del puerto, los vendedores ofrecen kipás y candelabros judíos, caftanes árabes, crucifijos góticos y tapetes orientales.
—¿Tiene usted un burro en casa? —me pregunta un vendedor cuando me detengo a echarle un vistazo a unas alforjas.
Me hace la pregunta con una ingenuidad tan convincente, que estoy a punto de contestarle que sí.
En mi última tarde en la ciudad visito la playa Banana, al norte de Jaffa. Las familias vuelan cometas y juegan pádelbol. De repente, cuando el sol empieza a ponerse, se oye un anuncio por el altavoz: “A partir de este momento no hay servicio de salvavidas. Deben salir del agua ya”.
Durante unos momentos los bañistas se quedan inmóviles. Luego, tras encogerse de hombros, todos vuelven a la vida. Flotando desafiantes en el mar, indiferentes a cualquier peligro, los nadadores se niegan a renunciar a tan preciosos instantes.
Tips para viajar
La mejor forma de conocer Tel Aviv es visitar principalmente los lugares pequeños e independientes.
Dónde comer
El barrio Levinsky, en el sur de la ciudad, es famoso por sus tiendas gourmet, cafés y bares de vinos. El HaHalutzim Shalosh ofrece
“cocina judía posmoderna”, incluido un plato no kosher de pan trenzado con cerdo y tocino. El Caffe Kaymak cuenta con un menú vegetariano, cocteles anisados y música en vivo los sábados por la noche.
Dónde alojarse
Hay varios hoteles boutique recomendables. El Hotel Brown TLV (browntlv.com), cercano a Neve Tzedek y al Bulevar Rothschild, tiene atractivas habitaciones decoradas al estilo de los años 70; desde 245 dólares por noche. El Hotel Diaghilev (diaghilev.co.il) es un edificio Bauhaus restaurado que cuenta con 54 suites; desde 170 dólares.
Tiendas
Made in TLV, en la restaurada estación de trenes HaTachana (www.hatachana.co.il), vende bonitos souvenirs, como figuras metálicas de los músicos callejeros de Tel Aviv. Olia (olia.co.il) se hizo famosa vendiendo aceite de oliva de agricultores locales; tiene dos tiendas en la ciudad.
Cómo llegar
Hay vuelos directos a Tel Aviv desde la mayoría de las grandes ciudades europeas.
Más información (en inglés): visit-tel-aviv.com
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