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Amealco, donde se hacen las muñecas que quitan las penas

En Amealco de Bonfil se elabora una artesanía de tela en la que resplandecen la riqueza e identidad del pueblo otomí.

Como todo pueblo mexicano que se respete, los ladridos de unos perros dan la bienvenida a quienes visitan Santiago Mexquititlán, uno de los dos asentamientos otomíes más grandes y más antiguos de Amealco de Bonfil, Querétaro.

Aunque el Sol brilla esplendorosamente, el aire que corre por esta población, ubicada entre Santa María Amealco y Temazcalzingo, es frío. Eso no es suficiente para que Anselma Pérez Pérez desista de “trabajar” —lo hace más por gusto que por obligación— un rato en el patio de su casa.

Ataviada con el atuendo tradicional de esa región productora de maíz, quelites y habas, Anselma se sienta sobre un tapete. Toma un poco de borra del piso y la introduce hábilmente en un pequeño saco azul. “Es la barriga de la muñeca”, indica Gregorio Domínguez Pérez, hijo de esta mujer de 92 años que solo habla otomí, una de las lenguas más antiguas de México.

La algarabía rodea a la anciana: la gente habla y los guajolotes corren de un lado a otro; no obstante, ella no se inmuta ni se equivoca en su meticulosa labor, observada por un gato que descansa al lado de su falda de lana negra, el color de las mujeres mayores, quienes deben ser cuidadas y tratadas con respeto debido a su edad.

Lo que hace le parece tan habitual que, probablemente, Anselma no dimensiona el tesoro que elabora a diario. Y es que ha sido artesana desde que tiene uso de razón: en sus movimientos se aprecia la sabiduría acumulada, así que poco importa que esté casi ciega y sorda, pues de sus manos cansadas pero diestras surgen, una a una, coloridas muñecas que ahora el mundo conoce como Marías, aunque para los otomíes de Santiago son dönxu (muñeca) o lele (bebé).

El pueblo que escribe historias con aguja e hilo

En cada región del país hay juguetes únicos: sus creadores emplean imaginación, ingenio y los recursos a su alcance: barro, cartón, papel, fibras vegetales, madera y hojalata, entre otros. Las técnicas de fabricación dependen del objeto elaborado y manifiestan el conocimiento ancestral heredado de padres a hijos, explica Lucía Elena Acosta Ugalde, doctora en historia del arte y docente de la Universidad Nacional Autónoma de México.

En Amealco de Bonfil ­—cuna y hogar de dos tipos de juguetes artesanales—, estas creaciones de tela representan los roles de género y la estructura social de las comunidades indígenas, así como las primeras nociones sobre el cuerpo humano.

Cuando se empezaron a hacer, no había dinero para juguetes. “La gente era muy pobre, ni siquiera podía comprar tela nueva para confeccionarlas”, cuenta Virginia Chaparro Sánchez, cronista de Amealco, quien como toda oriunda de Santiago Mexquititlán jugó con dönxus de manta usada.

Esas creaciones de paño se han transformado en el emblema del pueblo amealcense. Santiago Mexquititlán y San Ildefonso Tultepec son las dos entidades que concentran la mayor producción y comercialización de dichos artículos: en estos poblados se manufacturan alrededor de 200,000 unidades mensuales, según cifras de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas.

San Ildefonso, tierra de artífices talentosos

Josefina Pascual Cayetano nació en San Ildefonso Tultepec hace 46 años. Los habitantes de esa villa otomí son excelentes artesanos: crean desde recipientes de barro, en los que el agua se conserva más fresca, hasta textiles con técnicas como pepenado y lomillo, esta última reservada a las mujeres de mayor edad, pues se trata de un procedimiento antiguo. Sin embargo, las manos de Josefina son particularmente hábiles, por eso tuvo el honor de ser la creadora de la muñeca que engalanó la ceremonia realizada en 2018 con motivo de la declaratoria de la dönxu artesanal de Amealco como Patrimonio Cultural Intangible de Querétaro, un homenaje al objeto que adorna plazas, hogares, tiendas y jugueterías locales.

“Antes eran más toscas y feas; ahora son más refinadas”, comenta Josefina de las muñecas de cuerpos de popelina ataviadas con ropas plisadas y bordados delicados, lo que más trabajo le cuesta, confiesa.

Las que se hacían en San Ildefonso —siempre con un bebé en brazos o en su rebozo— portan delantal, sombrero de palma y, a veces, quexquémitl de lana o estambre, una representación de la gente de antes, explica Josefina, quien atesora las muñecas que su madre le elaborara.

Además de bordar con gran cuidado estas artesanías, Josefina se esmera en que las más pequeñas de la comunidad las aprecien. “Les digo que se olviden de las Barbies que no duran; estas, en cambio, se hacen a mano, es arte que lleva nuestro tiempo y nuestra dedicación”.

Josefina sabe que ya es tiempo de colocar a esta creación local en el lugar que le corresponde.

La popularización de María

Al igual que las de San Ildefonso Tultepec, las niñas de Santiago Mexquititlán jugaron con muñecas de trapo caseras en su infancia. En los 70, algunas de esas familias se trasladaron a la Ciudad de México con la esperanza de dejar atrás una vida precaria. Ahí se dedicaron a vender objetos tejidos en el mercado de la Merced.

Cuando, debido a la inauguración de la Central de Abasto, aquel perdió relevancia, las artesanas buscaron una nueva forma de ganarse el pan y recordaron a la acompañante de su niñez. Así fue como se puso en marcha la fabricación en serie, actividad que también fue impulsada por María Esther Zuno —esposa del entonces presidente mexicano Luis Echeverría Álvarez— quien, preocupada por el rescate y el reconocimiento de la historia, las costumbres y los rituales de las etnias mexicanas, creó una colección de más de 500 piezas con indumentaria indígena y mestiza.

Si bien el atuendo de los primeros ejemplares elaborados en la capital del país era el original, de manta, pronto iniciaron las modificaciones a fin de lograr una mejor comercialización. Entonces apareció el vestido con distintas tonalidades. Posteriormente, las mujeres que estaban en la Ciudad de México llevaron el nuevo modelo a Santiago, donde empezó a replicarse en los talleres familiares.

A diferencia de las de San Ildefonso Tultepec, las de Santiago tienen cuerpo articulado, sus ropas se elaboran con cambaya y encajes, y lucen una faja de telar de cintura. Llevan, además, el que quizá sea el elemento más destacado pese a que antes no se usaba: una corona de listones que remata un peinado de dos trenzas cruzadas sobre la cabeza.

Esta pieza de arte popular se solía confeccionar únicamente con las manos; no obstante, ahora las artesanas de Santiago emplean algunas herramientas e incluso medios mecánicos como la máquina de coser; aun así, el ingrediente principal sigue siendo la habilidad manual de los artífices. El rostro, que antes era bordado, ahora se crea con aplicaciones de tela adheridas con pegamento.

Estas muñecas se han convertido en una artesanía que transforma vidas: los casi 600 talleres de Santiago y San Ildefonso que las producen son una palanca económica para quienes radican en esas comunidades, inscritas en la lista de las más precarias del municipio de Amealco.

La familia Domínguez Durán —a la que pertenece Anselma—, recientemente registró su taller con el objetivo de formalizar su labor artesanal. Aunque todavía no saben cómo llamarán a su industria, y es difícil hallar artesanos, confían en la consolidación de la actividad que les dio el dinero suficiente para enviar a sus hijos a la universidad. Irais, la primogénita, hace no mucho se graduó como contadora, mientras que Iván Misael, el menor, cursa el quinto semestre de ingeniería agroindustrial. Esta familia espera que, con el nombramiento de Pueblo Mágico, Amealco sea más visitado y se eleve el bienestar de la población.

Un cuadro costumbrista

Amealco es como una estampa, un cuadro costumbrista con mujeres que lucen, orgullosas, sus atuendos otomíes. Sus pobladores, quienes, a decir de su cronista, son muy fervorosos y respetuosos de la ley, no tienen prisa.

El centro de la localidad posee el mismo trazo que todos los del país por la influencia española. El poder económico, representado por los portales, religioso y civil rodean la plaza.

Aquí también se le rinde tributo a su artesanía más famosa. En el jardín principal se yergue, junto a la de Panchito, su contraparte masculina, la estatua de la dönxu de Santiago. Frente a ese jardín está el Museo de la Muñeca, un lugar único en su tipo lleno de arte, cultura e historia donde, además de la colección de ejemplares de toda la República, hay una vitrina que resguarda los imponentes y majestuosos colmillos del mamut hallado en la comunidad de La Piedad. Y, muy cerca de aquí, se ubica un lugar en el que los visitantes pueden aprender a elaborar su propio juguete de tela.

Las artesanías de Amealco estimulan el sentido de la vista, pero para no quedar en deuda con los del gusto y el olfato, se hace indispensable una parada en el número 280 de la calle Miguel Hidalgo. Ahí se ubica la pulquería Federico, una de las más tradicionales del municipio, con su barra que data de 1885 y su tocadiscos, uno de los primeros en llegar al lugar. Los curados de mazapán, piña y nuez son exquisitos, aunque si visitas la pulquería temprano, el sabor de la bebida pura es incomparable porque está recién elaborada, no necesita nada más.

El deleite para los sentidos continúa en el mercado José López Portillo, el lugar más tradicional para comer. Allí hay carnitas, chicharrón de res, mole con guajolote —platillo que cobra relevancia los martes, gracias a la antigua costumbre amealcense dedicada a la convivencia de los comerciantes— y el pan tradicional, otro producto que le ha dado fama a Amealco. Acambaritas de nuez, leche o canela; birote hecho a mano y horneado con leña, pan de indio y puerquitos de piloncillo. ¿Qué sería de la vida sin estas delicias?

El sabor del sendechó —bebida prehispánica de maíz fermentado y chile—, los trinos, el increíble sonido de la campana consagrada de la parroquia de Santa María —en cuya fundición se empleó oro y se usaba para espantar a las nubes negras que presagiaban tormenta—, el susurro del viento y el amanecer rosado: Amealco no es un Pueblo Mágico por una designación, sino por sus olores, colores y sabores, y porque resguarda la fascinante identidad indígena de los otomíes, un orgullo de los naturales de estas tierras.

Así se hacen las muñecas

Juan Carlos Ramirez

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