Familia

Amor eterno: escenas de un matrimonio longevo

Arthur tuvo que competir contra dos rivales para ganar la mano de Alice, y ella al principio no lo quería mucho. Hoy, casi 80 años después, con 11 hijos y 38 nietos, aún se siguen amando.

Arthur John está sentado junto a la ventana en la sala de su casa, con una taza de té entre las manos rígidas y arrugadas. A sus 102 años de edad ya casi no puede ver, tiene problemas de oído y a veces se desorienta.

Llega a confundir la taza de té con otra cosa; por ejemplo, con una trampa para linces o con el pedazo de hueso que usa para raspar la grasa de las pieles de alce.

Juguetea con la taza, inclinándola peligrosamente hacia un lado. Su esposa, Alice, seis años menor que él, alza una mano nudosa en señal de protesta. Está acostumbrada a esas bufonadas, así que no se molesta en ir al rescate de la taza. Prefiere preparar más té para su marido, aunque a veces termine en el suelo.

Amor longevo

Los John llevan 78 años casados, lo que los hace uno de los matrimonios más longevos de Canadá. Es una hazaña que requiere tolerancia por el té derramado… y mucho más.

Su historia de amor empezó en 1932, sobre una balsa que flotaba en el río Pelly, afluente del Yukón. A la orilla del bosque, Arthur, de 21 años, ató con cuerdas varios troncos de pinos jóvenes para hacer la balsa, y después se dirigió en ella hacia el pequeño poblado de Ross River, en la Primera Nación Kaska, a más de tres días río abajo.

Cuando se hizo de noche y los relámpagos iluminaron el cielo, seguía remando, y no se detuvo cuando el cansancio se apoderó de él, porque sabía que otros dos hombres se dirigían al mismo sitio.

Uno de sus contrincantes estaba corriendo por tierra desde Dawson City, a más de 400 kilómetros de distancia, y el otro había partido desde su pueblo, Pelly Crossing, y remaba frenéticamente río arriba. Los tres iban en pos de Alice, una beldad de cabello oscuro a la que le sobraban los pretendientes. Ya tenía 15 años y estaba en edad de casarse.

Alice sabía que ellos venían en camino. Los había conocido durante las fiestas de su etnia con las familias de otras aldeas, y los había visto partir de cacería en invierno, con sus equipos de perros, y volver cargados con pieles.

Arthur le resultaba más familiar. Era un joven de su pueblo, el favorito de su familia, así que cuando llegó a Ross River en primer lugar, cansado y hambriento pero feliz, el padre de Alice dio su consentimiento: Arthur se había ganado una esposa.

Siguiendo la tradición de su etnia, la joven pareja tuvo que construir una cabaña en el bosque para aprender a convivir. Antes de mudarse, Alice fue vista a la orilla de un río cercano arrojando las pertenencias de Arthur a la corriente.

No sabía que en el recodo siguiente sus hermanos las estaban recuperando. A la familia le agradaba Arthur, y estaba segura de que Alice aprendería a quererlo también.

Es un viernes por la noche en Ross River, un poblado de 352 habitantes, y la casa de Alice y Arthur es un hervidero. Muchos de sus 38 nietos llenan la cocina y la sala, donde Curly, su perro, no deja de ladrar. La casa de los John siempre ha estado llena de familiares: cinco generaciones crecieron alrededor de Alice y Arthur.

—¿Cuál es el secreto para durar tanto tiempo casados, mamá? —le pregunta con voz fuerte a Alice su hija Dorothy, de 62 años.

Como su madre no contesta, Dorothy le repite la pregunta. Entonces Alice se vuelve a mirar a Arthur, que está sentado en el otro lado de la sala, bebiendo té, y riendo dice:

—No sé.

Alice y Arthur se casaron oficialmente en una misión anglicana en 1935, luego de pasar casi tres años juntos en el bosque. Más adelante, un sacerdote católico visitante los bendijo. En mayo de 2013, el papa Francisco consagró su unión y les envió una carta de felicitación por su aniversario 78. La misiva, escrita a mano con tinta negra, ahora luce enmarcada en la casa de los John.

La pareja compartía una cama de latón hasta hace pocos años, cuando sus doloridos cuerpos finalmente los obligaron a dormir por separado. Pero Alice aún se levanta cada mañana a preparar café y pan tostado para su marido, y cuando a Arthur se le acaba el rapé, ella prepara más, mezclando hongo de abedul en polvo con tabaco y té negro fuerte.

Solía ser todo lo contrario

Hasta donde sus hijos recuerdan, Arthur le llevaba una taza de café a su esposa antes de que se levantara. “Mamá debía ser tratada muy bien”, cuenta Mary, su hija de 59 años.

“Nunca maldecíamos ni alzábamos la voz delante de ella”. El café en la cama era uno de los pocos lujos que podían darse. En Ross River no había médicos, alimentos procesados ni pañales desechables. Alice se pasaba casi todo el día recogiendo bayas, secando carne para el invierno, cosiendo, arreglando trampas y curtiendo pieles, a menudo con uno de sus 11 hijos atado a la espalda.

Arthur cazaba, cortaba leña para los barcos de vapor que recorrían los ríos, ayudaba a los mineros a buscar oro y entregaba correo para el Ejército de Estados Unidos.

Tanto ajetreo no les dejaba mucho tiempo para el romance, aunque algunas noches, mientras los niños dormían, daban paseos en trineo o chapuzones en el río bajo un cielo tachonado de estrellas.

Afrontaron la dolorosa pérdida de siete de sus hijos debido a enfermedades y accidentes, y cuando los cuatro restantes se marcharon a estudiar a Lower Post, a más de 300 kilómetros de distancia, empacaron lo que pudieron cargar y se trasladaron allí en trineo de perros para establecerse cerca.

Años después, cuando regresaron a Ross River, encontraron saqueada su vieja cabaña. Las fotos estaban esparcidas por el suelo, y con ellas una carta de amor que contenía promesas escritas a lápiz en una letra que no era la de Arthur. “Mamá se fue a vivir con mi padre sin poder elegir”, dice Dorothy. “Creo que ella tenía a otra persona en mente”.

Arthur y Alice eran muy diferentes. Él era sociable, siempre dispuesto a conocer gente e invitarla a la casa. “Papá ayudaba a todos, y creía que el que da siempre recibe”, refiere Mary. Un día Arthur se ofreció a enseñar a una pareja alemana a curtir pieles. Se quedaron dos semanas en su casa.

A veces, las peroratas de su esposo exasperaban a Alice, quien era muy callada. Cuando Arthur detenía su auto para hablar con la gente, Alice le decía a uno de sus hijos que condujera para apresurar a su marido.

Más que paciencia, compromiso de verdad

Alice nunca aprendió a conducir, así que cuando ambos pasaron de los 60 años, Arthur decidió enseñarle. Las lecciones iban bien, pero se detuvieron abruptamente cuando Alice volcó la camioneta.

Entonces Arthur decidió probar con los naipes. Tras aprender a jugar póquer con unos soldados estadounidenses para quienes trabajaba, le enseñó a su mujer. Cada vez que jugaban contra ellos, ganaban.

La pareja sentía orgullo el uno por el otro, y no sólo cuando jugaban póquer. Alice cocinaba para Arthur los mejores guisos de alce, y él le regaló  un veloz equipo de perros para que se trasladara.

Cuando Arhtur salía a cazar, volvía con las pieles más finas para que su esposa las curtiera. A cambio, ella cosía arneses bellamente decorados para los perros de su marido y el calzado más grueso.

Alice sostiene un par de diminutos mocasines. “Son de caribú”, dice, acariciando las orillas blancas, “y esta parte es de alce”. Esos zapatitos, que suelen colgar del espejo retrovisor de la camioneta de Dorothy, son los últimos que Alice hizo antes de que la artritis afectara sus manos una década atrás.

Los John se han vuelto más lentos, pero siguen viviendo de forma independiente. Dorothy, que vive a pocos kilómetros de distancia, los visita casi a diario para prepararles la cena. Los cazadores los proveen de animales silvestres, que Alice seca a la usanza tradicional: en postes tendidos entre los estantes de la cocina.

“Mamá está pasando momentos difíciles en estos días debido a la demencia senil de papá”, dice Dorothy, “pero siempre se han cuidado el uno al otro”. Y han inculcado valores firmes en sus hijos: nunca te prestes a oír chismes, respeta a tus mayores, sé limpio (aun si vives en una tienda de campaña) y trata bien a los demás.

Arthur y Alice no hablan mucho hoy día. Él ya casi no ve, pero oye bastante bien; ella puede ver con ayuda de lentes, pero le falla el oído. Esto, junto con el alejamiento de la realidad de Arthur, dificulta la conversación.

Ahora, él ya no siempre puede recordar las partidas de póquer, los paseos en trineo nocturnos ni los años que pasaron lejos de Ross River.

Alice a veces batalla para recordar datos exactos, como en qué año la familia se mudó a Lower Post o el día en que renunció a su equipo de perros.

Sin embargo, hay ocasiones en que todo les vuelve a la memoria a ambos vívidamente: las apacibles veladas frente a la estufa de leña; la vez en que visitaron la costa de Alaska y se maravillaron al ver los majestuosos árboles; su primer viaje en taxi en Vancouver; las noches en que sacaban todos los muebles de la cabaña y bailaban melodías de violín hasta el amanecer; la forma en que Arthur solía bromear con Alice hasta que ella, sonrojándose, le preguntaba quién era el afortunado hombre al que su mujer le cosía mitones nuevos.

Alice se levanta del sofá y se sienta junto a Arthur. Ambos contemplan por la ventana su patio delantero, cubierto de nieve. De repente, ella toma la mano de su esposo, y él se vuelve para mirarla con ojos radiantes.

Dorothy decide hacerle una pregunta a su mamá una vez más:

—¿Cuál es el secreto para durar tanto tiempo casados?

Alice no entiende la pregunta, así que su hija prueba otra táctica:

—¿Qué le dirías a tu nieto, ahora que tiene novia?

—No mires a otras mujeres —contesta Alice de inmediato—. Mantente casado con ella tanto tiempo como nosotros, y trátala bien.

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