Pensar en lo que he vivido no me resulta fácil. Trabajaba más de 40 horas a la semana escribiendo sobre tribunales penales para The Palm Beach Post, un empleo que amaba. Pasaba otras 40 horas ejecutando la danza diaria de la rivalidad entre hermanos, las tareas escolares y las citas. En las noches doblaba la ropa limpia, salía a cenar con mis amigas o con mi hermana, Stephanie, que era mi vecina, o disfrutaba una velada tranquila en el jardín trasero con mi esposo, John.
Me sentía afortunada, feliz y, como cualquier persona que tiene hijos, esperaba que esa felicidad se tradujera en bailes de graduación, ceremonias de titulación, bodas, nietos y, al final, el retiro. Pero una noche de 2009, mientras me desvestía para dormir, me vi la mano izquierda y, asustada, le dije a mi esposo:
—¡Mira esto!
Alcé la mano; la tenía flaca y pálida. En la palma se dibujaban los tendones y los huesos. La otra mano tenía un aspecto normal.
—Tendrás que ir a que te examinen —me aconsejó John.
—Sí, eso haré.
Acudí a nuestra médica familiar, una mujer amable que preguntó si me dolía la mano. Le respondí que no.
—Quiero que vaya a consultar un neurólogo —me indicó.
Así comenzó una odisea de un año de consultas médicas e intentos de explicar mi mano enflaquecida; quería encontrar una respuesta que no fuera la misma que el neurólogo me dio en la primera cita: esclerosis lateral amiotrófica (ELA).
—¿Qué es eso? —repuse.
Me explicó que la ELA —también conocida como enfermedad de Lou Gehrig— es un trastorno progresivo e incurable, de causa desconocida, que provoca la muerte gradual de nervios y músculos. Eso significaba que la muerte de mi mano izquierda se extendería al brazo y luego al resto de mi cuerpo. Me debilitaría poco a poco hasta quedar paralítica. Y quizá tres o cinco años después de los primeros síntomas, moriría.
Sin la esperanza de aliviarme, caí en la negación. Luego hice lo que menos quería: en vez de vivir el aquí y el ahora, empecé a temer el futuro. Me imaginaba sin poder caminar ni comer, sin poder abrazar a mis hijos y decirles que los amo.
Quedaría paralítica, pero con la mente intacta. Entendería y sufriría cada pérdida; después moriría, con mis hijos aún niños. Pensé en suicidarme. La idea bullía en mi mente y luego se esfumaba.
Mantuve la boca cerrada. Seguí trabajando y criando a mis hijos. Ni siquiera John sabía de mis pensamientos, hasta que un día encontró en mi cajón un libro sobre el suicidio.
—Lo hojeé —admití—. Pensé en hacerlo, pero nunca hice un plan.
—Por favor, Susan…
—No lo haré. Jamás podría hacerte eso, y tampoco a los niños —le dije.
Había vivido 44 años con una salud perfecta; había tenido tres embarazos felices, y en cada uno había dado a luz un bebé precioso y regordete: mi hija mayor, Marina, hoy de 14 años, y dos varones, Aubrey, de 10, y Wesley, de 8. Había conocido el amor duradero y viajado por el mundo, me había casado con un gran compañero y había trabajado en lo que amaba.
Era afortunada. Estaba viva. Me quedaba al menos un año de buena salud, y decidí usarlo sabiamente.
Si te quedara poco tiempo de vida, ¿qué harías? ¿A quién irías a ver?
Sabía que debía dejar mi empleo y que quería viajar. Fui al territorio canadiense de Yukón con una amiga de la infancia a ver una aurora boreal. Viajé con John a Budapest, donde vivimos a principios de los años 90, cuando mi marido daba clases en una escuela secundaria. Y visité Chipre, de donde provenía mi padre, para conocer a algunos de sus familiares.
No quería yo comprar un vestido, sino ver a mi hermosa hija el día de su boda, contemplar a la mujer que algún día iba a ser.
Mi hija Marina quería ir a la Ciudad de Nueva York, y la ocasión perfecta surgió cuando una amiga decidió casarse allí. Iríamos a la boda, y luego saldríamos de compras. No le confié mis pensamientos. Jamás iba yo a ver a la mujer en que se convertiría. No la vería graduarse ni tampoco tocar en el concierto del último grado.
Yo quería ir a Kleinfeld, la elegante tienda de vestidos de novia. Cuando se lo dije, Marina replicó:
—Mamá, ¡apenas tengo 14 años!
No quería yo comprar un vestido, sino ver a mi hermosa hija el día de su boda, contemplar a la mujer que algún día iba a ser. Me prometí no pedirle nada; haríamos lo que nos saliera con naturalidad. Con todo, cuando mi hija piense en mí el día de su boda —ojalá llegue ese día—, quiero que me recuerde sonriendo en Kleinfeld.
—Eres tan linda, mamá —dijo finalmente—. Sí, iremos a esa tienda.
Entonces me acomodó detrás de la oreja un mechón de pelo que se me había salido de la cola de caballo (era 2011 y yo ya no podía hacer eso).
Nos hospedamos en un enorme hotel en Times Square y asistimos a la boda. La mañana de nuestra visita a Kleinfeld, Stephanie y Marina contrataron un servicio de transporte para personas discapacitadas —una camioneta con elevador de silla de ruedas—, aunque yo aún podía bajar de la silla con ayuda de alguien y subir a un auto normal.
El conductor me subió en la silla al vehículo y me sujetó con correas.
—Siento como si te estuviera llevando a la perrera —dijo Stephanie, y soltó una carcajada.
Yo también me reí. Sabía que, si lloraba, quizá no podría parar.
En el camino, Marina se daba vuelta constantemente para preguntarme si estaba bien. “Sí, estoy bien”, le respondía. Al llegar a Kleinfeld, me bajaron al suelo como si fuera un paquete. Nos abrimos paso por la atestada acera y nos sumergimos en un sueño: había arreglos florales de tres metros de altura, un balcón blanco con enrejado estilo Romeo y Julieta, un vestido color marfil junto a un esmoquin negro, una pareja de novios sin cabeza…
Yo llevaba puesto un vestido negro nuevo, y mi hija, una blusa sin mangas, pantalón corto y tenis. Se quedó de pie, con los brazos cruzados, mirándolo todo con desinterés. Las amables vendedoras nos condujeron a la sala de exhibición y nos mostraron todos los modelos. Marina no dijo ni una sola palabra.
Luego pasamos a los probadores y a la bodega, donde había cientos de vestidos con fundas transparentes colgados en hileras. Los vestidos parecían grandes, como si fueran para princesas de dos metros y medio de estatura que fueran a casarse en un castillo. Las mujeres Spencer-Wendel apenas pasamos de metro y medio.
—¿Quieres probarte uno? —le susurré a mi hija, tocando su mano.
—Está bien —contestó.
—Diles a las vendedoras lo que te gustaría. Escoge una silueta.
Me refería a que eligiera la forma del vestido: de salón, en A, Halter… Ella no dijo nada. Me sentí mal por haberla llevado allí, por imponerle una experiencia de adulta a una niña.
Mientras Marina entraba al probador, intenté no imaginarla en el día de su boda, ni recordarla cuando la arrullaba de pequeña, ni tampoco con su propio bebé en brazos algún día. Traté de no pensar en ella como estaba en ese momento, avergonzada por los caprichos de su madre, por cosas que no podía ni debía entender aún.
Lo que sí hice fue darle información a Stephanie sobre el vestido de novia de Marina. Dejaré dinero en mi testamento para que lo compre. Mi hermana me prometió que la llevaría a Kleinfeld cuando fuera preciso.
—Piensa en la realeza cuando escojas un vestido —le dije a Stephanie—. Como el de la princesa Kate: sofisticado, de mangas largas. Aquí hacen vestidos más formales.
Marina salió del probador con un vestido acampanado sin tirantes. Parecía una novia de 14 años parada en medio de un pastel gigante.
—No me gusta que tenga tanto vuelo —comentó.
—¿Qué tal si te pruebas uno de mangas largas? —le pregunté.
Las vendedoras nos mostraron después un vestido que me recordó el de la princesa Kate: de mangas largas de encaje, escote imperio, corpiño de satén y una falda larga de seda con cola. Mientras mi hija regresaba al probador, yo seguí dándole consejos a Stephanie para cuando llegara “el gran día”.
Había demasiada gente a nuestro alrededor para decirle lo que yo deseaba que supiera: que es muy especial para mí y que siempre estaré con ella en espíritu.
La puerta se abrió y Marina reapareció, 30 centímetros más alta y con un aspecto 10 años mayor. Esta vez veía yo con claridad a la hermosa mujer que sería algún día. La observé extasiada. ¿Qué hace uno en momentos así, cuando la realidad te inunda de golpe, cuando vislumbras un instante que no llegarás a vivir para ver?
Tomé aliento y sonreí, y Marina me devolvió la sonrisa. Luego, articulando con dificultad las palabras, le dije:
—Me encanta.
Como muchos adolescentes, mi hija suele encorvarse un poco al estar de pie, pero con ese vestido puesto se veía muy erguida, radiante y alta.
—Estás preciosa —le susurré, aunque mi lengua cooperaba muy poco.
No sé si me oyó. Yo balbuceaba y luchaba por contener las lágrimas.
Después mi hija devolvió el vestido y volvió a ponerse su ropa. Había demasiada gente a nuestro alrededor para decirle lo que yo deseaba que supiera: que es muy especial para mí y que siempre estaré con ella en espíritu. Siempre.
Aquella tienda no era el lugar ideal para tener una conversación íntima, con tantas personas hablando y escabulléndose a los probadores, pero creo que es mejor que haya sido así. Porque Marina aún es una niña y cuenta con su madre para que la acompañe y la proteja.
Me subieron a la camioneta, y Steph dijo el mismo chiste sobre la perrera. Una vez más, me reí para no llorar.
—¿Podemos hacer una parada en el camino para comer una pizza? —me preguntó Marina.
—Claro que sí —le contesté.
Esa noche se acostó junto a mí, me dio un beso en la mejilla y dijo:
—Eres tan linda, mamá.
Al otro día, cuando desperté, mi hija seguía durmiendo a mi lado.
Susan Spencer-Wendel murió a los 47 años de edad. A lo largo de sus 12 meses finales, presenció el lanzamiento del último transbordador espacial, nadó con delfines y viajó a California para conocer a su madre biológica, quien la había dado en adopción más de 40 años atrás. En la actualidad se está planeando una película basada en las memorias de Susan, Until I Say Good-Bye.
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