“Durante la noche el viento arreció más de lo normal. Al clarear el cielo parecia el urgido de mil tigres”
Hace 60 años, el 29 de mayo de 1953, dos hombres alcanzaron por primera vez la cima del Everest. Mientras la noticia de la proeza se difundía, Isabel II de Inglaterra se preparaba para su coronación, y en el mundo reinaba ya un estado de ánimo festivo.
Para el escalador sherpa Tenzing Norgay el viaje aún deparaba muchas vicisitudes. “Fue un camino largo”, explicaría después, “de la base a la cima del Everest; de ser un desharrapado porteador montañés a llevar una chaqueta cubierta de medallas, viajar en avión y preocuparme por pagar impuestos”. Aquí cuenta en sus propias palabras cómo transcurrió ese ascenso histórico, y cómo respondieron Hillary y él la eterna pregunta de cuál de los dos fue el primero en llegar a la cumbre.
Soy un sherpa, un montañés sencillo del gran Himalaya. Me considero afortunado. Acariciaba un sueño, y un día se me cumplió, lo que no les sucede a menudo a los hombres. Ascender el Everest, al que mi pueblo llama Chomolungma, es lo que más quería en la vida: alcanzar la cima del mundo. Por fin, en el séptimo intento, se me concedió mi deseo, y doy gracias por ello. Tuji che, como se dice en sherpa: “Estoy agradecido”.
Tenía yo 21 años de edad cuando conseguí mi primer empleo de guía en la expedición al Everest dirigida en 1935 por el inglés Eric Shipton. Fui uno de los porteadores sherpas que llevaron el cargamento hasta los 7,000 metros, el límite que la expedición alcanzó. Los demás sherpas se alegraron de empezar a bajar allí, pero yo quería seguir escalando. En el Everest nunca pude pensar en otra cosa.
Hubo muchas expediciones en los años siguientes, y siempre que hacían falta guías o porteadores sherpas me buscaban. En 1952 fui sirdar, jefe de sherpas, en dos equipos suizos que intentaron escalar el Everest. Antes de que pasara un año la historia de las expediciones suizas ya se conocía en todo el mundo, y recibí cartas de muchos países. En una me invitaban a volver al Everest como sirdar con un nuevo grupo británico al mando del coronel John Hunt. Lo acompañarían los mejores alpinistas ingleses, así como dos neozelandeses, uno de los cuales, Edmund Hillary, había participado tanto en la exploración del Everest de 1951 como en la expedición al Cho Oyu de 1952. No respondí en seguida, pero al final accedí. Ayudé a elegir al equipo sherpa, integrado por 20 hombres capaces, casi todos alpinistas veteranos del Everest, algunos de las expediciones suizas y otros de la exploración de 1951.
Como antes de toda gran expedición, me entrené rigurosamente para recuperar la condición física. Me levantaba temprano y, con una mochila llena de piedras a cuestas, hacía largas escaladas en los montes cercanos. No fumaba ni bebía, y me abstenía de las fiestas, que normalmente me gustan. Me pasaba el tiempo pensando, haciendo planes y concibiendo esperanzas sobre ése, mi séptimo viaje al Everest. Es ahora o nunca, me decía, porque ya tenía 39 años. Conquistarlo o morir. Se había fijado el primero de marzo para partir de Darjeeling. Un amigo me dio una bandera pequeña de la India para que la pusiera, dijo, “en el lugar adecuado”. Y mi hija menor, Nima, me dio el cabo de un lápiz azul y rojo que había usado en la escuela, y que también le prometí poner “en el lugar adecuado”, si Dios quería y era benévolo conmigo.
Antes de que empezara la expedición me prometieron la oportunidad de participar en el coronamiento si tenía buena condición física. En el examen médico que nos practicaron en el campamento base resulté el más apto de todos. Los otros tres elegidos para el último trayecto fueron el doctor Charles Evans y Tom Bourdillon, que formarían un equipo, y Edmund Hillary, que sería mi compañero.
A partir de ese momento fuimos inseparables. Hillary era un escalador extraordinario, con mucha práctica en las cumbres nevadas de Nueva Zelanda. Como tantos hombres de acción, no hablaba mucho, pero de inmediato formamos un equipo unido y seguro de sí.
Nuestro modo de colaborar salió a relucir mientras estábamos apenas en la cascada de hielo del glaciar Khumbu. Una tarde, a hora avanzada, íbamos descendiendo encordados, Hillary abajo de mí. Avanzábamos en zigzag entre altas torres de hielo cuando la nieve cedió bajo los pies de Hillary, y él cayó en una grieta.
—¡Tenzing, Tenzing! —gritó.
Por suerte no había demasiada cuerda entre ambos, y yo estaba preparado. Hundiendo el piolet en la nieve y arrojándome sobre él, pude detener la caída de mi compañero al cabo de unos 4.50 metros, y luego, tirando palmo a palmo, lo subí al lugar de donde había caído. Los guantes se me habían desgarrado por la tensión mientras lo sacaba de la grieta.
—¡Shabash, Tenzing! ¡Bien hecho! —exclamó agradecido.
Cuando bajamos al campamento les dijo a los demás:
—Sin Tenzing, no estaría yo aquí contándolo.
Fue una muestra de su gentileza, pero aquel accidente no tenía nada de extraordinario. Los alpinistas se pasan la vida ayudándose.
Hillary y yo pasamos las primeras semanas llevando cargas ligeras del campamento base al circo glaciar llamado Cwm Occidental, o ayudando a los sherpas novatos en la escarpada ruta de la cascada de hielo. Mientras tanto, otros equipos de escaladores y sherpas trabajaban adelante de nosotros. Por la ruta que los suizos habían seguido en el otoño, cuesta arriba por la pared del Lhotse y a través del espolón de Ginebra, instalaron campamentos hasta el principio del collado sur, y el 20 de mayo el equipo de avanzada estaba listo para cruzar el collado.
Al fin comenzaría la lucha por alcanzar la cima. De acuerdo con el plan, Bourdillon y Evans ascenderían primero al collado sur, junto con el coronel Hunt y varios sherpas como equipo de apoyo, y a la mañana siguiente, mientras ellos acometían el trayecto a la cumbre, Hillary y yo llegaríamos al collado ayudados por George Lowe, Alfred Gregory y ocho de los mejores sherpas.
Bourdillon y Evans debían salir del campamento 8, en el collado sur, y ascender lo más posible, hasta la cima si podían, pero el recorrido era de unos 100 metros. No se instalaría ningún campamento intermedio, y sería una hazaña extraordinaria si llegaban a la cumbre y regresaban al collado en un solo día. Cabía la posibilidad de que lo consiguieran; sin embargo, Hunt se refería al proyecto como un mero “ataque exploratorio”.
Si llegaban al punto de no poder avanzar, nos llegaría el turno a Hillary y a mí, pero en nuestro caso se instalaría otro campamento (el 9) en la cresta hacia la cima, lo más alto posible, para que partiéramos desde allí, con una gran ventaja sobre ellos.
El 23 de mayo el equipo de Bourdillon y Evans comenzó el ascenso desde el circo glaciar. Al día siguiente lo hicimos nosotros. Pasamos la noche en el campamento 7, y al otro día llegamos al 8, donde sólo había otra persona: un sherpa apodado Balú (el oso), uno de los dos que le habían asignado al coronel Hunt. Sin embargo, esa mañana se había sentido mal y no siguió escalando, por lo que Hunt y el otro sherpa reanudaron la marcha sin él, llevando cada uno cuantas provisiones podían aguantar sobre la espalda.
Poco después de llegar al collado vimos a Hunt y al sherpa Da Namgyal bajar la cuesta de nieve desde la cresta sureste, exhaustos. A Hunt se le doblaron las piernas y quedó varios minutos tumbado, y yo le di jugo de limón tibio y lo ayudé a meterse en una tienda. Luego de descansar un poco nos dijo que habían subido hasta los 8,336 metros, más o menos, y allí habían dejado las provisiones de nuestro campamento, incluidos recipientes de oxígeno que habían usado en el ascenso. Haber bajado sin oxígeno era una de las causas de que estuvieran en tan malas condiciones.
Nos quedamos esperando a Bourdillon y Evans en la inhóspita soledad del collado. Sin hacer otra cosa que esperar y mirar hacia arriba, por fin vimos bajar dos figuras por la cuesta. No lo lograron, pensé. Es muy temprano como para que hayan llegado a la cima y regresado. Corrimos a su encuentro, y tal era su fatiga que casi no podían hablar ni andar. Habían llegado a la cumbre sur, el punto más alto jamás alcanzado por el hombre, pero no habían podido dar un paso más.
Cuando recuperaron parte de sus fuerzas, les hicimos toda clase de preguntas sobre la ruta y las dificultades. Aunque estaban muertos de cansancio, hicieron cuanto pudieron para aconsejarnos y ayudarnos. Así son las cosas en la montaña, pensé. Así es como la montaña engrandece a los hombres. Si a Hillary y a mí se nos presentaba entonces la oportunidad de llegar a la cima, era gracias al trabajo y el sacrificio de todos ellos.
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