Un arándano como yo se cree alguien autosuficiente. Hace milenios, tal como otras de las escasas frutas endémicas del norte de América (las moras azules y las uvas Concord entre ellas), a duras penas logré subsistir en la tierra arenosa, ácida y anegada de las ciénagas formadas por los glaciares, así como en distintos lugares inhóspitos de las regiones más frías del continente.
Mis arbustos florecieron en un entorno en el que a muchas plantas les habría resultado imposible sobrevivir; mis pequeñas frutas verdes se tornaron blancas, rosadas y luego rojas conforme el otoño daba paso al invierno.
Los americanos originarios recolectaban mis bayas silvestres y las consumían secas con carne de venado, las trituraban a fin de elaborar cataplasmas con las que curaban heridas y hacían tintes con las cáscaras rojas. Cuando los europeos llegaron, evitaron el escorbuto gracias a mi vitamina C.
Aún después de convertirme en una planta cultivada (allá por 1816), los contemporáneos mejor alimentados aprovecharon los antioxidantes de mi recubrimiento y mi pulpa, que cuentan con propiedades contra el cáncer y las cardiopatías, además de ser antibacterianas.
También ayudo a prevenir infecciones de las vías urinarias gracias a mi inusitada abundancia de una sustancia química llamada proantocianidina, que impide que los patógenos se adhieran a la superficie interna de dichos conductos.
A pesar de mis atributos, mi fama pudo haber sido limitada. Después de todo, mi pulpa cruda es, por así decirlo, un gusto adquirido: es tan agria y tiene tanto tanino, que necesita una buena cantidad de azúcar para resultar agradable al paladar.
Pude haber sido apenas una novedad fugaz en el mercado durante una corta temporada, igual que las grosellas o los brotes de helecho, que dejan perplejos a los cocineros domésticos que no saben cómo emplearme.
Sin embargo, en 1863, el presidente Abraham Lincoln estaba tan desesperado por darle un poco de unidad a su país, devastado por la guerra, que declaró el Día de Acción de Gracias como una festividad (ya se había celebrado de manera irregular en distintas fechas y regiones).
Cuando, al año siguiente, el general Ulysses Grant dispuso una cena del Día de Acción de Gracias para las tropas, agregó salsa de arándanos al menú; esto sentó un precedente. Así se consolidó mi lugar en la celebración de la festividad. ¡Imagínense si el militar hubiera optado por el puré de manzana!
Por cierto, mi salsa ilustra mi autosuficiencia a la perfección: muchas frutas necesitan que se les añada pectina y ácido en medidas exactas con objeto de transformarse en mermeladas y jaleas —eso es mi “salsa”—, pero yo tengo suficiente de ambas sustancias. Entonces, con solo agregar
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