El escenario es Greenwich Village, en una mañana de finales de enero de 1922. En el número 1 de la calle Minetta Lane, en la oficina-almacén del sótano, se están empaquetando para envío los últimos ejemplares del primer número de la revista Reader’s Digest, que en la portada está fechado febrero de 1922. Supervisan la tarea DeWitt Wallace y Lila Acheson Wallace, fundadores y codirectores de la revista. Han contratado como ayudantes a clientes asiduos del bar clandestino instalado en la planta baja del edificio.
Por fin, el último lote del total de 1,500 ejemplares queda listo: los sobres, ya rotulados, se meten en sacos postales. Un taxi los trasladará a la oficina de correos más cercana, de donde se enviarán a los suscriptores fundadores. Luego habrá días de angustiosa espera, para ver si la pequeña recién llegada es realmente lo que el mundo está esperando.
DeWitt Wallace —Wally, como lo llamaban sus amigos—, tenía 32 años, al momento de iniciar la revista, era un esbelto gigantón de 1.85 metros. En su adolescencia jugó beisbol semiprofesional. A los ojos de su familia, fue un desadaptado, una especie de oveja negra. Luego de abandonar los estudios superiores, DeWitt tuvo varios empleos, uno tras otro. Hasta que llegó a Nueva York para publicar la revista hecha en casa que él solo concibió.
Reader’s Digest mide 14 por 20 centímetros; consta de 64 páginas, incluidas la portada y la contraportada, que se imprimen en el mismo papel blanco, y tiene medio centímetro de espesor. Este “tamaño de bolsillo” sería su primer sello distintivo para conquistar la fama: las reducidas dimensiones de tabloide simbolizan que todo en la revista está comprimido, condensado. En cuanto al contenido, nada de ficción, fotos, dibujos, colores, ni anuncios; sólo útiles artículos informativos, impresos en un tipo muy legible.
Cualquier escrito o impreso estimulaba su curiosidad insaciable. Ya fuera la etiqueta de un frasco de medicina o el diminuto letrero de “Hecho en Italia” en el fondo de un tarro de cerveza, si estaba allí, él lo leía.
DeWitt anotaba todo lo que pudiera resultarle útil. “La memoria no puede sustituir a las anotaciones” era uno de sus lemas, y lo puso en práctica desde los 19 años, mientras pasaba de una universidad a otra. Benjamin, el mayor de sus hermanos, leía libros, en tanto que DeWitt, atento a todo lo fresco y nuevo en un mundo de cambios acelerados, devoraba revistas, y adaptó a sus propósitos el sistema de anotar de Benjie.
Una vez le explicó a su padre: “Tengo a la mano hojas de papel de 7.5 por 12.5 centímetros, y cuando leo un artículo copio en una de ellas todos los datos que deseo conservar o recordar. Antes de dormirme, repaso mentalmente lo que he leído durante el día y, de vez en cuando, reviso el archivo; recito de memoria pasajes de artículos. No veo por qué el tiempo empleado así no resulte tan beneficioso como si lo dedicara a estudiar libros”.
“DeWitt se enfocó en leer artículos, seleccionarlos y condensarlos”.
A veces, a Wally no le basta una cita o un esbozo sencillo. Copiaba en letra de molde muy pequeña pero legible, la esencia del artículo, y lo condensaba en las palabras del autor.
Esos apuntes se interrumpieron al estallar la Primera Guerra Mundial. En el quinto día de la ofensiva del Mosa a Argona (Francia), en octubre de 1918, unos fragmentos de metralla alcanzaron al sargento Wallace, de la 35ª División de Infantería, en la nariz, el cuello, un pulmón y el abdomen. Un trozo de metal estuvo a punto de cortarle la yugular. “En tal caso”, explicó posteriormente cierto médico, “la única manera de detener la hemorragia habría consistido en estrangularlo”.
En cambio, el afortunado soldado recibió como bendición varios meses de convalecencia en un hospital militar. Ya antes se le había ocurrido que sus apuntes de tantos artículos podrían servir de base para un compendio de interés general. Como paciente ocioso en un sitio bien provisto de revistas, se enfocó en esa idea: leer artículos, seleccionarlos y condensarlos.
De vuelta en casa, en Saint Paul, Minnesota, trabajó otros seis meses en la biblioteca pública para integrar una reserva de artículos selectos. Al final reunió 31 —reducidos a dos páginas más o menos, cada uno— y mandó imprimir varios cientos de ejemplares
del número de muestra de Reader’s Digest, fechado enero de 1920. Para financiar el proyecto, le había pedido prestados 300 dólares a su hermano Benjie. Al principio su padre le negó la misma cantidad de dinero, aduciendo que DeWitt era un caso perdido como administrador, pero finalmente quedó convencido de ayudarlo con el argumento de que los lectores de entonces estaban “ansiosos de llegar al meollo de los asuntos”.
DeWitt empezó a enseñar su número de muestra por toda la ciudad, y luego acudió a las grandes editoriales del este, dispuesto a ceder su creación a quienquiera que aceptara publicarla y contratarlo como director de la revista. Uno tras otro, los editores rechazaron la idea por considerarla ingenua, o demasiado seria y educativa.
Consiguió empleo de redactor publicitario en Pittsburgh, Pensilvania; sin embargo, nunca dejó de pensar en su revista. En 1921, durante un recorte de personal, DeWitt, el último en ser contratado, fue el primer despedido.
¡Eso lo decidió todo! Al recordar la inspirada sugerencia que le hizo un compañero de trabajo (“Vende tu revista directamente a los lectores, por correo”), Wally regresó a su cuarto alquilado, se sentó frente a la máquina de escribir portátil y empezó a redactar cartas solicitando suscriptores. Consiguió listas de personas: maestros de escuela, profesores universitarios, enfermeras, predicadores, miembros de clubes femeniles…
Sus argumentos debían ser muy convincentes, pues su producto existía sólo en su cabeza; sin embargo, ofreció un compromiso provisional a cada lector: la suscripción podría cancelarse y el dinero devuelto si la persona no quedaba satisfecha.
Durante cuatro meses escribió cartas y las envió. Luego, en octubre de 1921, dejó Pittsburgh para irse a Nueva York, donde tenía una cita con Lila, quien sería su futura esposa y compañera en la creación de la revista.
Ya juntos, hicieron dos cosas: se casaron y fundaron The Reader’s Digest Association, con el 52 por ciento de las acciones a nombre de Wally y el resto al de Lila. Instalada en un apartamento en Greenwich Village, la pareja envió otro montón de cartas antes de ir a pasar dos semanas de luna de miel en el norte del estado de Nueva York.
Las respuestas a esas cartas subieron a 1,500 el número de suscripciones pagadas, y a 5,000 dólares su capital; tenían dinero suficiente para publicar el primer número, y quizá el segundo. Pero, ¿qué pasaría si incluso un tercio de los suscriptores quería su dinero devuelto?
El primer número de la revista presentaba en el artículo de fondo al gran inventor Alexander Graham Bell y su convicción de que la educación autodidacta es una actividad que dura toda la vida. Aquel artículo era un reflejo exacto de lo que pensaba al respecto DeWitt Wallace, desertor de la universidad, pero autodidacto y creador de Reader’s Digest.
No te pierdas el segundo y tercer capítulo de la historia de Reader’s Digest dónde conocerás más acerca de su creador y de cómo llegó a ser tan popular.
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