En un soleado día el niño iba siguiendo a su padre. De repente, una siniestra figura emergió del agua y se interpuso entre ellos… 

Faltaba una semana para la Navidad de 2013,y luego de varios días de lluvia incesante el sol había reaparecido en la aldea de Katiyo, en el noreste de Zimbabue. Tapiwa Kachere, de 11 años, caminaba detrás de su padre, Tafadzwa, de 33 años, muy feliz porque le esperaban las vacaciones y porque en la Navidad iban a regalarle el balón de futbol que tanto deseaba. Mientras eso ocurría, ayudaba a su padre a regar el huerto familiar, al otro lado del río. 

Cuando se acercaban al río Nyaitenga para regresar a casa, a Tapiwa lo invadió una inquietud repentina. Esa mañana su abuela les había suplicado que no salieran. En los últimos 18 meses había soñado que su hijo y su nieto caminaban por la orilla del río y dos cocodrilos los acechaban. Para tranquilizar a su madre, Tafadzwa le recordó que el lugar por donde cruzaban el río era muy poco profundo para los reptiles. 

Pero a pesar de toda la lluvia que había caído, al llegar al río el niño vio que el agua no le llegaba a las rodillas. Muy aliviado, empezó a vadear a unos pasos de su padre, disfrutando el contacto de sus pies descalzos con el agua fresca antes de emprender el empinado camino de 10 minutos bajo el sol hasta su casa. 

Hambriento luego de trabajar toda la mañana, el niño se estaba imaginando el almuerzo preparado por su madre y una jarra de agua de pozo cuando de pronto una ducha de gotas frías lo sacó de su ensoñación. Se detuvo para sacudirse las gotas de los ojos, y entonces lo vio…

Apenas dos metros más adelante, del agua turbia emergió una figura alargada, gris y escamosa que se interpuso entre él y su padre. Mientras Tafadzwa seguía vadeando distraído, la figura se abalanzó sobre el niño, abriendo unas enormes mandíbulas repletas de dientes afilados.

¡Un cocodrilo! El terror se apoderó de Tapiwa y puso en acción sus instintos más primitivos: se sumergió en el agua, que en ese punto era un poco más profunda, y nadó frenéticamente hacia la orilla que acaba de dejar. No alcanzaba a oír al reptil deslizándose a sus espaldas, pero sí sentir su presencia. En unas cuantas brazadas llegó a los juncos. Con el corazón desbocado, se incorporó y vadeó hasta la orilla, donde podía trepar a las rocas. De pronto resbaló, y entonces sintió que algo frío le tocaba un pie…

Alertado por el chapoteo, Tafadzwa miró hacia atrás y vio cómo el cocodrilo, de cuatro metros de largo, tenía entre sus fauces un talón de su hijo, que estaba inmóvil. Tras una angustiosa pausa, el reptil empezó a arrastrar al niño de vuelta al río. 

—¡Agárrate a los juncos, Tapiwa! —gritó Tafadzwa, y se lanzó nadando hacia su hijo.

El niño se aferró a las cañas con todas sus fuerzas. Por un instante el cocodrilo lo soltó, pero en seguida lo mordió con más fuerza aún. Cuando Tafadzwa emergió cerca de su hijo, el animal ya tenía agarrada toda la parte inferior de la pierna de Tapiwa. Horrorizado, Tafadzwa asentó los pies en el fangoso lecho del río, sujetó las mandíbulas del reptil e intentó separarlas. No lo logró. Desesperado, mordió el cuello del cocodrilo. Pero fue como morder una piedra: percibió el sabor de su propia sangre al cortarse los labios con las escamas. 

Entonces se arrojó contra el reptil, se encaramó sobre su nudoso lomo y cruzó las piernas por debajo de su blando vientre amarillo. Sentado a horcajadas, con la mano derecha sujetó un manojo de carrizos para acercar al cocodrilo a la orilla. Luego, con la mano izquierda, arrancó una caña fuerte y se la clavó con fuerza al animal en la base de la garganta.

Rápidamente Tafadzwa arrancó dos cañas más y se las clavó al cocodrilo lo más profundamente que pudo, al tiempo que tiraba de él hacia tierra. Cuando le encajó el cuarto junco en la garganta, sintió que el animal retorcía su enorme cuerpo, y unos instantes después por fin soltó al niño. 

Temblando de miedo y demasiado entumecido como para sentir dolor, Tapiwa consiguió vadear hasta la orilla dando tumbos.

—¿Estás bien, papá? —gritó, dejándose caer sobre una roca—. ¿Acabaste con ese monstruo? 

Tafadzwa había ganado la primera batalla, pero aún le esperaba otra. El cocodrilo ya no estaba enfocado en el niño, sino que parecía decidido a retroceder hacia aguas más profundas para quitarse de encima al padre. Tafadzwa temía que el depredador hiciera su temible “giro de la muerte”, una media vuelta repentina en el agua para zambullirse con su presa, ahogarla y despedazarla. Sabía que si se bajaba del animal y trataba de ganar la orilla, éste lo alcanzaría antes de que pudiera ponerse a salvo.

Alentado por los gritos de su hijo, se tendió sobre el lomo del animal, con las escamas contra su pecho; luego se agarró a los juncos con ambas manos y tiró con toda su fuerza, buscando con la mirada algo que pudiera usar como arma. Lentamente, centímetro a centímetro, fue apartando al cocodrilo de su hábitat y acercándolo a su propio elemento: la tierra. 

Pero justo cuando se disponía a salir del agua junto con el reptil, oyó un crujido aterrador y sintió un dolor agudo en el brazo derecho: al arrancar el último manojo de carrizos se había dislocado el hombro. Más rápido que un rayo, el animal ladeó la cabeza, atrapó entre sus mandíbulas la mano izquierda de Tafadzwa y comenzó a arrastrarlo de nuevo al agua. 

Aunque terriblemente desesperado, Tafadzwa recuperó la determinación al oír los gritos de su hijo:

—¡Tú puedes vencer al monstruo, papá! ¡Tú puedes con él!

Luchando contra el dolor, Tafadzwa arrancó una caña delgada con la otra mano y se la clavó al reptil en el ojo derecho. Los correosos párpados del cocodrilo se cerraron de golpe, y cuando volvieron a abrirse, Tafadzwa le hundió con fuerza la caña en el otro ojo, varias veces. 

Después de 15 minutos luchando, los dos estaban exhaustos. Tafadzwa sintió bajo sus piernas que el reptil aflojaba el cuerpo, y luego, por fin, le soltó la mano. Con cautela, él separó las piernas; entonces el cocodrilo se deslizó lentamente al agua y, con el mismo silencio con que había aparecido, desapareció bajo la resplandeciente superficie del río. 

Con la mano izquierda lacerada y el brazo derecho colgando, Tafadzwa caminó adonde estaba su hijo. El alivio de haber escapado del reptil cedió el paso a la angustia cuando examinó la pierna del niño. Había sido aplastada por una de las mordeduras más potentes del reino animal: unos 1,680 kilos por 2.5 centímetros cuadrados.

La carne desgarrada dejaba ver los huesos destrozados, y rezumaba sangre por los orificios donde habían estado los dientes del reptil. Pero Tapiwa seguía sentado en la roca, con la mirada fija en su padre.

—Lo venciste, papá —le dijo con un tono de admiración—. ¡Te montaste en ese monstruo!

Tafadzwa quería abrazar a su hijo, pero no podía. Se dio media vuelta e inclinó el cuerpo hacia delante.

—Trepa a mi espalda —le dijo al niño, conteniendo un sollozo.

Tapiwa rodeó el cuello de su padre con los brazos y enganchó a su torso la pierna ilesa. Con la otra pierna colgando y al borde del desmayo por el dolor, vio cómo cruzaban el río y luego recorrían el empinado camino hasta su casa. 

 

En la aislada casa de los Kachere, la madre de Tafadzwa, Neriah Katonha, de 50 años, llevaba un largo rato preguntando a los hermanos menores de Tapiwa por qué no habían regresado aún su hijo y su nieto. Los niños se habían limitado a encogerse de hombros y a abrazarla. Entonces oyeron a Tafadzwa sollozar, y también a la esposa de éste, Patience Chimetza, de 28 años, que estaba afuera. Al abrir la puerta vieron a Tafadzwa con Tapiwa a cuestas. 

La ayuda médica más cercana se hallaba a cuatro kilómetros de allí, en el Hospital de Nyadire. Los Kachere no tenían teléfono celular, pero, aunque lo hubieran tenido, ninguna ambulancia podría llegar por el abrupto camino de tierra. Sin decir nada, Neriah se echó a Tapiwa sobre la espalda y empezó a caminar, seguida por Ta-fadzwa, Patience y sus hijos. 

En Nyadire, los médicos le vendaron la pierna a Tapiwa y le inyectaron antibióticos y un sedante; luego, le vendaron la mano a Tafadzwa y lo anestesiaron para reacomodarle el hueso dislocado. Como no podían hacer nada más, llevaron después a padre e hijo en ambulancia al Hospital Central de Chitungwiza, un suburbio de Harare, a dos horas de camino. 

Una vez allí, los médicos le dijeron a Tafadzwa que lo darían de alta en unos cuantos días. Había corrido con suerte: sus dedos encajaron casi perfectamente entre los huecos de los dientes del cocodrilo, pero tenía muchas cortaduras y un orificio profundo en la palma de la mano.

A su hijo, en cambio, tuvieron que amputarle la pierna. Cuando Tapiwa despertó y se miró la extremidad cercenada, lloró por primera vez. ¿Cómo podría jugar futbol? Su abuela, que había hecho el viaje con ellos, sintió que se le partía el corazón.

—No te preocupes —le dijo al niño, asiéndole la mano—. Se llevaron tu pierna para repararla. 

Tras siete semanas en el hospital, Tapiwa aceptó que había perdido la extremidad. Lloró en los brazos de su abuela, pero dio gracias por seguir vivo. Los médicos le explicaron que si el cocodrilo le hubiera cortado una vena o una arteria grande al morderlo, habría muerto desangrándose. Una psicoterapia ayudó al niño a superar sus pesadillas recurrentes con el reptil. Dibujaba a su padre sentado triunfante sobre el lomo del animal. 

“Tafadzwa es un héroe”, dijo el doctor Obadiah Moyo, director ejecutivo del hospital. “Luchó contra el cocodrilo para que soltara al niño”.  

 

hoy día Tapiwa tiene tres nuevos héroes. Conmovido por el caso, el doctor Moyo consiguió que el hospital no cobrara el tratamiento del niño y que lo admitieran en un albergue escuela de Nyadire para que no tuviera que volver a su casa cada día. 

Lo más emocionante de todo para Tipawa es que el futbolista Edward Sadomba y el ministro de Estado de Zimbabue, Simbaneuta Mudarikwa, donaron dinero a fin de comprarle una prótesis cuando el muñón haya sanado del todo. “¡Será mejor que tener una pierna reparada!”, se alegra él. “Si no puedo patear el balón, ¡quizá pueda jugar de portero!”

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