La grieta es poco más que una fisura en el áspero terreno: mide apenas 50 centímetros de ancho.
La grieta es poco más que una fisura en el áspero terreno: mide apenas 50 centímetros de ancho. Seth Rowe está de pie al borde de ella, deseoso de deslizarse. Es casi el mediodía del 20 de junio de 2015. El sol resplandece, pero aún hace frío en Nottawasaga Bluffs, una zona de conservación situada en una región de nevadas a unos 140 kilómetros al noreste de Toronto, Canadá.
Seth sabe que la temperatura en el interior de la grieta ronda los 2 °C bajo cero, pero ama el reto de explorar cuevas y supone que la camiseta y el pantalón con que viste y la gruesa chaqueta que lleva en la mano son suficiente protección. No voy a estar mucho tiempo allí dentro, piensa.
Este plomero, que hoy día tiene 31 años, es un ávido excursionista y cazador, pero en ocasiones es un niño temerario e irresponsable. Sabe que, tras una noche de juerga con sus amigos, debería estar en casa, pero su esposa, Jamie, de 25 años, comprende que de vez en cuando él necesita alejarse de todo. Eso es tan parte de Seth como su amor por ella y por sus dos hijos, Joella, de cuatro años, y Wyatt, de 15 meses. “Eres un chico malo”, le dice Jamie todo el tiempo. “Es uno de los motivos por los que te amo”.
Quizá esta vez me excedí, piensa Seth, y recuerda una discusión que tuvo con Jamie hace una hora:
—¿Dónde estás? —le preguntó ella por teléfono celular en tono seco.
—En el bosque —dijo Seth.
—¡Ven a casa ahora mismo! Quedamos en llevar al cine a los niños por la tarde, y además necesito un poco de ayuda aquí.
—Está bien, querida. Llegaré a casa en una hora.
Pero no iré mientras estés enojada conmigo, pensó.
Apoyando los brazos a los lados de la grieta para controlar el descenso, Seth toma aire y exhala para aflojar los músculos y achicar lo más posible su cuerpo, de 1.83 metros de estatura y 70 kilos de peso, un truco que aprendió a los 20 años explorando cuevas por aquí. Empieza a bajar entre las paredes cubiertas de hielo, mientras sus pies, encerrados en gruesas botas, buscan puntos de apoyo.
No lleva consigo cuerdas ni equipo de supervivencia, pero no le preocupa porque ha hecho esto incontables veces sin sufrir contratiempos. Se detiene en un reborde, abre el teléfono y lo usa para iluminar a su alrededor. Las paredes de la grieta brillan, y su aliento se vaporiza. Percibe un olor a moho mezclado con tierra.
Al cabo de unos momentos se da cuenta de que, si sigue bajando, no podrá trepar de vuelta a la superficie. Se para encima de una roca, listo para impulsarse hacia arriba y salir de la grieta, pero la roca cede bajo sus pies, y él se desliza hacia el oscuro interior. No tiene tiempo para gritar, y aunque lo hubiera tenido, no hay nadie cerca que pueda oír su voz.
Una vez que se detiene, Seth se toma unos minutos para recuperar el aliento. La fuerza de la caída lo ha dejado atrapado como un corcho en una botella, con la punta de la nariz aplastada contra una pared rugosa y la espalda raspada contra la otra pared. No tiene idea de a qué profundidad se encuentra. La caída le pareció eterna, y sabe que no fue en línea recta porque las grietas se forman a capricho de la naturaleza y la erosión.
Mantén la calma, piensa. Mira hacia arriba y alcanza a ver un haz de luz a unos 20 metros de su cabeza. Pide ayuda, se dice, pero cuando consigue tomar el teléfono se da cuenta, alarmado, que no habría señal allí abajo. Intenta moverse hacia arriba por la grieta, pero las paredes lo mantienen en su sitio. Está en una prisión, tal vez en una tumba. ¡Deja de pensar así!, se ordena con resolución.
Transcurre una hora, y luego dos o tres más, pero en la oscuridad Seth pierde la noción del tiempo. Se pregunta qué estarán haciendo todos en casa. De vez en cuando grita: “¡Auxilio! ¿Hay alguien afuera?” No hay respuesta. Jamie vendrá a ayudarme. Encontrará la camioneta y traerá una cuerda, piensa. Aunque estacionó su vehículo en un campo incultivado a medio kilómetro del sitio donde lo deja habitualmente, necesita creer que su esposa lo va a encontrar.
Advierte que tiene las manos y los pies entumecidos debido a la humedad y a que no se ha movido en varias horas. Quisiera ponerse la chaqueta que lleva en la mano, pero no hay espacio suficiente. Las rodillas lo están matando, al igual que la grieta.
Entonces se pone a implorar en voz alta: “Dios mío, yo me metí solo en esto, lo sé, pero, por favor, ¿podrías ayudarme a salir? Mañana es el Día del Padre, y me gustaría pasarlo al lado de mi familia”.
Está totalmente oscuro, y Seth de pronto oye jadeos y un gruñido que provienen de arriba. ¿Qué es eso?, piensa. Alcanza a ver el destello de unos ojos fieros que lo miran a través de la hendidura: es un coyote, y Seth se da cuenta de que puede oler su sangre. Aterrado, grita: “¡Por favor, que alguien me ayude!”
Luego oye una voz, o cree oírla, ya que ha estado pidiendo auxilio todo el día. Estoy alucinando, se dice. Pero la voz vuelve a preguntar: “¿Dónde estás?” Es real. Siente una oleada de alivio porque lo han encontrado y su pesadilla pronto va a terminar, o al menos eso piensa.
A las 8:05 de la noche, el celular de Jamie suena dentro de un cine en Collingwood, a 23 kilómetros de donde está Seth. Estaba a punto de tomar asiento junto con los niños, molesta por la ausencia de su esposo. Había ido a buscarlo por la tarde, pero no encontró la camioneta, y Seth no contestaba el teléfono.
Tras escuchar a un senderista que dice haber encontrado a Seth, Jamie sale corriendo del cine, sujetando con un brazo a Wyatt y tirando de la mano a Joella, que protesta frustrada.
Jamie llama a una amiga para que vaya a su casa a cuidar a los niños, y luego parte hacia el bosque. Tarda unos 45 minutos en llegar allí. En el claro donde el senderista oyó los gritos, ella se arrodilla junto a la grieta y a voz en cuello dice:
—¡Seth, aquí estoy! ¡Te amo! ¡Queremos que vuelvas a casa!
El jefe de bomberos Colin She-well y otros miembros del cercano Departamento de Bomberos de Clearview ya están en el sitio de los hechos cuando llegan sus colegas de la ciudad de Barrie, ubicada a 59 kilómetros al este. Están preparados para rescatar un hombre atrapado en una grieta; eso hacen todos los años en esta zona. Pero Bill Boyes, el subjefe de los bomberos de Barrie, se percata pronto de que va a ser mucho más difícil de lo que parecía. No hay una abertura para llegar a Seth, y los bomberos suponen que debió de haber caído en diagonal al menos seis metros desde el punto de entrada y luego unos 20 metros en vertical. Deciden llamar a un colega en día de descanso que tiene experiencia en rescates en grietas.
A las 10 de la noche el sitio está iluminado como una pista de aterrizaje en un aeropuerto. David Dunt, el experto en rescates, acaba de llegar.
—Voy a bajar para ver cómo están las cosas —anuncia.
Tras calcular que estará en la grieta unos 20 minutos, Dunt, de 1.78 metros de estatura y 91 kilos de peso, se coloca un arnés de cuerpo entero sobre la ropa, un casco con linterna y un auricular. Sus colegas lo bajan ocho metros en la oscuridad.
Dunt se posa en una saliente angosta y dirige el haz de su linterna hacia abajo. Los rayos iluminan una figura que se halla a unos 12 metros de distancia. A la mitad está la hendidura que Seth no ha dejado de mirar desde hace más de 10 horas; tiene escasos 20 centímetros de ancho, y a través de ella podrían pasar unas piernas delgadas, pero no un torso entero.
—¿Seth? —grita Dunt—. Estoy aquí para sacarte.
Lo que nadie quiere pensar es si vivo o muerto.
—¿Has estado en grietas antes?
—Sí, muchas veces —contesta Seth, despacio y con la voz apagada por el frío y la falta de alimento.
Aunque Seth está mal equipado, Dunt se entera con alivio de que conoce los fundamentos de la exploración de cuevas, como relajar los músculos, apretar el diafragma y usar un arnés de asiento; sin embargo, teme que Seth sufra hipotermia.
—Hay que trabajar aprisa para evitar que muera congelado —notifica por el auricular—. Tenemos que darle comida y agua porque no podremos sacarlo si se desmaya.
Dunt se queda en su sitio, hablando con Seth sobre la vida y su familia para tratar de mantenerlo despierto. A las 10:37 los bomberos bajan una cuerda lastrada más de 12 metros en la oscuridad, cuyo extremo Seth de algún modo logra sujetar. Este rudimentario sistema de transporte le permite al menos recibir agua, barras de granola y una manta térmica.
Los bomberos luego bajan un arnés de rescate, y Dunt le dice a Seth cómo ponérselo. La tarea le lleva media hora a éste, y le cuesta más raspaduras dolorosas. De pronto grita:
—¡No puedo mover las piernas!
—¡Sí puedes, Seth! —lo anima Dunt con voz firme.
Finalmente, hacia las 11:15 de la noche, después de casi 12 horas de estar en la grieta, Seth libera el cuerpo. Los bomberos empiezan a subirlo muy despacio, pero al cabo de un par de minutos comienzan los gritos de dolor de Seth, que resuenan en el interior de la grieta.
—¡Esperen, esperen! —grita Dunt por el auricular—. ¡Bájenlo! Seth, aquí estoy, ¡háblame!
¿Se habrá dislocado el hombro o la cadera? Si fue así, no lo lograremos, piensa el bombero.
Abrumado por el dolor y el cansancio, Seth deja de gritar, pero no responde. Los bomberos empiezan nuevamente: lo levantan como si fuera un pez enorme, avanzan unos centímetros y luego retroceden otra vez. Transcurren dos, tres, cuatro horas. Finalmente, logran subir a Seth unos seis metros, así que ahora está otro tanto debajo de Dunt y entrando un poco en calor gracias a un calefactor dirigido hacia la grieta. Pero aún debe atravesar la hendidura.
De pronto Dunt oye un golpeteo; se da cuenta de que es su casco al chocar contra la pared que está a sus espaldas: no puede dejar de temblar. Tengo que salir de aquí antes de que me vuelva inservible, piensa. Pide que lo suban. Un compañero lo envuelve en mantas térmicas, y otro baja para mantener a Seth hablando.
Mientras tanto, Shewell y Boyes se reúnen otra vez. Son casi las 3:30 de la madrugada. Necesitan más expertos. Shewell llama al Centro de Operaciones de Emergencia de la Provincia de Ontario, que envía al Servicio de Bomberos de Toronto al lugar de los hechos. Dos horas después, llegan los refuerzos. Dunt se alegra al ver entre ellos a su viejo amigo Chris Rowland, un fornido especialista en rescates que muy pronto toma el control.
—¡Silencio! —grita, al tiempo que se arrodilla al borde de la grieta.
En este momento hay unos 50 bomberos y socorristas reunidos, y Seth ya lleva más de 17 horas atrapado.
Rowland traza un plan: primero, los bomberos de Toronto ensanchan con picos y mazos la angosta entrada de la grieta; luego, tres de ellos se ponen cascos, gafas protectoras y arneses, y se descuelgan boca abajo con martillos eléctricos en mano, dispuestos a agrandar la hendidura inferior unos ocho centímetros.
—Eso debe bastar para que Seth pueda salir —señala Rowland.
La etapa final de la operación de rescate comienza a las 6:14 de la mañana. Durante casi tres horas los martillos trabajan ruidosamente, y más abajo Seth grita cada vez que siente caer trozos de roca sobre su cabeza. Los tres bomberos piden que los releven para tomar un descanso.
Minutos antes de las 9:30 la abertura ya es lo bastante ancha para poder usar cuerdas y sacar de las profundidades a Seth, quien aún tiene el arnés puesto. Pero antes Dunt vuelve a la grieta para alentarlo.
A las 9:41, casi 22 horas después de haber quedado atrapado, Seth sale lentamente a la superficie, sucio, con la ropa hecha jirones, el cuerpo raspado y adolorido, y una descalabradura sangrante. Parece estar naciendo de las entrañas de la tierra.
Jamie lo toma de la mano. Él voltea la cabeza para decirle algo:
—Quiero una hamburguesa grande con papas fritas.
Jamie suelta una carcajada, mira a los socorristas y les dice:
—Mi marido está bien.
Es cierto. Milagrosamente, Seth sólo pasa una noche en el hospital, donde los médicos le dan tratamiento para la hipotermia y le curan las raspaduras en el pecho y la espalda.
En una fiesta celebrada en Barrie el 30 de junio, día del cumpleaños de Seth, él y su familia expresaron su inmenso aprecio a todas las personas que hicieron posible que esta historia tuviera un final feliz. Seth habló de lo agradecido que se sentía de poder estar más presente en la vida de su esposa y sus hijos. Ahora él y Jamie salen a la calle convertidos en una pareja sólida y amorosa.
“Habría sido terrible que todos los años el Día del Padre hubiera sido para mis hijos el día que su papá no volvió a casa”, señaló.
Para refrendar ese sentimiento, Joella, quien hoy día tiene cinco años, le regaló una margarita a Colin Shewell, el jefe del Departamento de Bomberos de Clearview.
—Gracias por salvar a mi papi —le dijo con una mirada radiante.
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