¡Atrapados en un volcán!

Al salir del helicóptero caído, los tres hombres se vieron rodeados de lava incandescente.

Al salir del helicóptero caído, los tres hombres se vieron rodeados de lava incandescente, siseantes emanaciones de vapor y un olor fétido. Aquello era el infierno…        

Desde hacía una semana no paraba de llover en el Parque Nacional de los Volcanes, en Hawai, y los integrantes de aquel equipo hollywoodense apenas habían visto el volcán que querían filmar. El sábado por la mañana se les acabó la paciencia.

—¡Vamos! —decidió Michael Benson.

Este hombre de 49 años había ido allí a rodar algunas escenas para la película Sliver. Con él iban el camarógrafo Chris Duddy, de 31 años, y el piloto Craig Hosking, de 34. Planeaban sobrevolar el volcán en helicóptero y captar el lecho del cráter con una cámara especial. 

El sitio elegido era el humeante respiradero Pu’u O’o del volcán Kilauea, el más activo del mundo. En un lapso de 10 años, sus ríos de lava habían destruido varias aldeas y, al llegar al mar y solidificarse, le habían añadido cientos de hectáreas de superficie a la isla. El volcán ahora se encontraba en un periodo de calma. El lecho del cráter, más grande que tres canchas de futbol, estaba cubierto por una delgada capa de lava endurecida.

Era el 21 de noviembre de 1992, y Benson quería asegurarse de que todo saliera bien durante el rodaje. Sabía que muchos habitantes de la isla creían en el poder de Pelé, la diosa de los volcanes, a la que imaginaban con ojos de fuego, cabello negro como la lava fría y aficionada a la ginebra. Así pues, Benson decidió arrojar una botella de ginebra en el cráter.

—Sólo necesitamos unos minutos de buen tiempo —les dijo a sus compañeros—. Con un pequeño soborno, quizá Pelé nos ayude.

Mientras Hosking hacía volar el helicóptero en círculos sobre el cono humeante, Duddy lanzó la ofrenda. Pero no llegó al cráter: la botella se hizo añicos en el borde.

—Estuvo muy cerca —señaló Benson—. La diosa captará el mensaje.

Luego, mientras Hosking sobrevolaba la caldera, Benson empezó a filmar el lecho del cráter.

—Ya tenemos varias tomas buenas —comentó—, pero necesitamos otra, para estar seguros.

Esas filmaciones eran la clase de reto que encantaba a Benson, quien había trabajado en películas como Terminator 2 y Juego de patriotas. Hombre alto, delgado, de cabello castaño y ojos azules, sabía que contaba con un excelente equipo. Duddy, pecoso y de cabello entrecano, ya tenía más de 40 filmes en su haber. Y el larguirucho Hosking era uno de los mejores pilotos de helicóptero de la industria cinematográfica.

A las 11:25 de la mañana pasaron a 90 metros por encima del borde del cráter, justo arriba del lugar donde Duddy había tirado la botella. En eso, una luz de advertencia se encendió en el tablero de instrumentos.

—¡Perdemos potencia! —anunció Hosking en tono de alarma—. ¡Estamos descendiendo!

Bajaban a 95 kilómetros por hora hacia un foso de lava incandescente dentro del volcán. Desesperado, el piloto miraba entre los resquicios de las nubes tratando de divisar un sitio plano para posar el helicóptero. Por suerte, estaba alejando el aparato de la lava, cuya temperatura debía de ser de más de 1,300 °C.

Cuando trató de levantar un poco la nariz del helicóptero para controlar el aterrizaje, el rotor principal chocó contra una roca grande, y la nave, que estaba a pocos metros del suelo, se desplomó. La cola se desprendió, las baterías quedaron aplastadas y el radio dejó de funcionar. 

Los tres hombres salieron de la cabina a toda prisa, tratando de respirar entre las emanaciones sulfurosas.

—¡Tenemos que escapar de aquí antes de que nos asfixiemos! —dijo Benson, jadeando.

De la tierra salía vapor con un silbido agudo, y el foso de lava hervía muy cerca de ellos; el calor que traspasaba la delgada capa de roca les escocía los pies. Si existe el infierno, pensó Duddy, sin duda es así.

Como la visibilidad era de menos de seis metros, sabían que nadie podría localizarlos desde el aire, y nadie los buscaría antes de que pasara una hora, cuando debían regresar.

—Tendremos que salir de aquí a pie —dijo Hosking.

Con Duddy a la ca-beza, se abrieron paso hasta una escarpada pendiente que terminaba en el borde del cráter, a unos 100 metros de distancia. En 15 minutos escalaron la mitad del trayecto, más o menos.

Avanzaron penosamente sobre capas de ceniza y piedra que se hacía polvo al pisarla. A cada paso se hundían hasta las rodillas y resbalaban. Cuando el declive aumentó a 45 grados, tuvieron que seguir a gatas.

—Conserven tres puntos de contacto con el suelo —dijo Hosking—. Apoyen las rodillas y una mano, o las manos y una rodilla.

Por fin Duddy llegó a una cornisa. Más arriba, una saliente rocosa hacía imposible continuar.

—¡No hay paso! —les gritó a los otros, que estaban 15 metros más abajo—. ¡No vengan por aquí!

Benson y Hosking se habían encaramado en otra cornisa estrecha.

—Voy a volver a bajar —el piloto le dijo a Benson—. Tal vez logre hacer funcionar el radio del helicóptero.

—Te vas a asfixiar allá abajo —le advirtió Benson.

—Si nos quedamos aquí, podemos caer o morir asfixiados. Nuestra única esperanza es que yo baje —replicó Hosking, y se perdió de vista entre los remolinos de vapor.

Al llegar al lecho del cráter se vio envuelto en una nube de ácido sulfhídrico y bióxido de azufre. Se arrancó la camisa y con ella se cubrió la nariz y la boca para filtrar los gases.

Retiró la batería de la cámara de cine. Si lograra hacer una conexión, tal vez podría hacer funcionar el radio, pensó. Puso manos a la obra. A cada rato subía unos 15 metros por la pendiente, a un lugar donde el aire estaba menos cargado, para respirar profundamente unas cuantas veces y volver a su trabajo con los cables del radio y la batería.

Al cabo de una hora, finalmente, una chispa indicó que el circuito estaba funcionando.

—Aquí Bahía Hilo Tres —anunció Hosking—. Atención: ¿hay alguna aeronave cerca del respiradero? Estamos dentro del cráter.

—¿Dentro del cráter? —repitió el piloto del helicóptero de apoyo.

—Afirmativo. Nuestra nave ha quedado inservible. No hay heridos, pero no podemos salir.

—Avisaré al servicio de búsqueda y rescate —dijo el hombre—. Pronto un helicóptero irá en camino.

—¡Oigan! ¡Me comuniqué! —les gritó Hosking a sus compañeros—. ¡Van a enviar ayuda!

Pero Benson y Duddy no lo oyeron por el estruendo de la lava. Ni podían verlo a través del espeso humo.

A la 1:30 de la tarde Don Shearer, un piloto de helicóptero independiente de la vecina isla de Maui, recibió una llamada urgente:

—Un helicóptero cayó en el cráter Pu’u O’o. Hay sobrevivientes.

Shearer había trabajado con guardabosques en casos de aviones caídos, excursionistas extraviados y accidentes de helicópteros turísticos, pero jamás en un volcán activo. Llenó el  tanque de combustible de su aeronave y se dirigió al Kilauea.

Al acercarse al cráter, una hora después del aviso, su radio captó una de las llamadas de auxilio de Hosking:

—¡Necesitamos ayuda…! ¡Aire!

Ese tipo está en las últimas, se dijo Shearer. Debo rescatarlo pronto.

—Voy a entrar allí —anunció—. Tendrá que dirigirme guiándose por el sonido de la nave.

Hosking respondió que había entendido. Qué habrá pasado con Mike y Chris?, se preguntó. Muy a su pesar, comprendió que lo mejor que podía hacer era salir del cráter y después ayudar a los socorristas a localizar a sus compañeros.

Shearer volaba con cautela entre las vaharadas. No veía ni las paredes ni el lecho del cráter. Avanzando poco a poco, de costado, por fin vio los restos del helicóptero accidentado, situado a sólo 10 metros de distancia.

—Ya estoy muy cerca —le dijo a Hosking—. Corra hacia donde oiga la aeronave.

Hosking saltó, se aferró al patín del helicóptero y trepó a la cabina. Respirando con dificultad, Shearer maniobró sobre el lecho del cráter hasta que pensó que podía ascender sin toparse con obstáculos. Acelerando a tope, hizo subir el aparato verticalmente hasta encontrarse a buena altura por encima del volcán. Desde el asiento trasero, Hosking abrazó a su salvador llorando de alegría.

Cuando Hosking descendió adonde estaban los restos del helicóptero, Benson y Duddy podían verlo entre el vapor. Pero luego las emanaciones se hicieron más densas y una cegadora niebla ácida los envolvió. Se quitaron la camisa y se taparon la cara con ella para filtrar el aire pestilente.

Después oyeron un helicóptero, pero no sabían dónde estaba. Benson llamó a gritos a Hosking, pero no recibió respuesta.

—¿Habrá muerto de asifixia? —preguntó Duddy.

—No creo que nadie pueda sobrevivir estando allá abajo tanto tiempo —contestó Benson.

Duddy se sintió abrumado. Estaba divorciado y tenía dos hijos pequeños. No quiero morir así, pensó. Deseo ver a mis hijos crecer. Luego recordó a todos sus familiares, uno por uno, y les dijo en voz alta que los quería.

 

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