Historias de Vida

Un barco con sobrecarga y el mar crearon un naufragio terrible

El cielo estaba gris y soplaba un viento frío cuando Rewai Karetai llegó al muelle. Su barco pesquero, el Easy Rider, estaba amarrado junto con muchos otros en el puerto de Bluff, una de las pocas bahías seguras que hay en el estrecho de Foveaux, el cual separa la isla Stewart de la isla Sur de Nueva Zelanda.

Rewai había trabajado como marinero los últimos 30 años en esa zona del país, pero tanto él como su esposa, Gloria Davis, querían tener una empresa pesquera propia; por eso habían comprado el Easy Rider 12 meses antes. Era la primera vez que Rewai piloteaba un barco pesquero.

Aunque Gloria figuraba como dueña en los papeles de la empresa, era Rewai quien se encargaba casi por completo de las operaciones del Easy Rider.

Pese a ello, no contaba con un certificado de piloto, pues para obtenerlo debía aprobar varios cursos especiales. Su barco, de 11 metros de eslora y 42 años de antigüedad, carecía de licencia para transportar pasajeros.

Rewai pasó toda la mañana del 14 de marzo de 2012 subiendo al barco 2.1 toneladas de hielo y 360 kilos de carnada. Después del almuerzo, Paul Karetai y Peter Bloxham llegaron al puerto en un camión cargado con hojas de madera terciada y láminas de hierro corrugado, que iban a subir también al Easy Rider.

En un viaje planeado de ocho horas, Rewai iba a llevar a varios familiares suyos a las islas Titi, en la punta sur de la isla Stewart, donde pensaban dar mantenimiento a unas cabañas de su propiedad con los materiales que llevaban, y luego, cazar aves marinas. Rewai iría de pesca.

A las 5 de la tarde el pescador Robert Hawkless acababa de regresar al muelle cuando vio el Easy Rider. Por la noche le contaría a su esposa que el barco de Rewai parecía llevar un exceso de carga. No se imaginaba que aún iban a poner más peso a bordo.

Muros de agua

Los marineros Shane Topi y Dallas Reedy llegaron hacia las 7:30 de la noche. Llenaron los tanques de combustible y los bidones de agua. Dallas, hombre robusto con barba gris, había trabajado como pescador en distintos lugares (desde Tasmania hasta la Antártida) antes de hacerlo en el Easy Rider. Tenía años de conocer a Rewai y confiaba en él. 

Pronto llegaron Boe Gillies, John Karetai y Dave Fowler; saludaron a Rewai y a Peter, y subieron al barco. Detrás de ellos lo hicieron Paul Karetai y su hijo, Odin. Al filo de las 8 de la noche, Rewai encendió el motor diésel de cuatro cilindros y maniobró para partir. Alguien en la orilla advirtió que salpicaba agua de la cubierta del Easy Rider.

Al oeste y al este del estrecho de Foveaux, las corrientes marítimas chocan con violencia alrededor de las islas. Según los pescadores de Bluff, ese paso a menudo parece una lavadora. Prevalece el viento del oeste, y la marea es impetuosa.

Aun en los días sin viento, el agua “se levanta”, dice Andy Johnson, presidente de la guardia costera local. “Las olas se vuelven muros de agua”.

Desde 1831 se han hundido allí 125 barcos, con un costo de 74 vidas. Apenas 10 semanas antes de partir en el Easy Rider, Rewai había vivido en carne propia los peligros del estrecho.

Era enero, y Rewai estaba acampando en la isla Ruapuke, justo en medio del estrecho. Pasaban de las 10 de la noche cuando Gloria, segura de haber oído un chapoteo, despertó a su esposo.

Al ver hacia el mar, Rewai se dio cuenta de que algo flotaba en el agua; luego oyó voces: se trataba de dos mujeres y de Barry Bethune, cuyo catamarán había sido volcado por una ola gigante.

Aunque los tres se estaban congelando, se habían aferrado a la vida. Rewai se acercó a ellos en su bote de remos y los rescató. Por desgracia, el hijo de Barry y otra persona ya habían muerto.

“Si hubieran tomado algunas medidas sencillas, como informar de su ruta a la estación de radioayuda de Bluff o llevar un teléfono celular en una bolsa de plástico, quizá se habrían salvado”, dijo Rewai a un reportero. “Hay que tenerle respeto al estrecho de Foveaux; si no lo haces, puede matarte”.

Al acercarse a la costa noroeste de la isla Stewart, el Easy Rider empezó a sacudirse bajo el embate de las olas. Había poco espacio en la cubierta, así que Dallas se sentó entre dos bidones de agua. Cerca de él, Boe y Peter parecían inquietos y mareados. Shene y John habían bajado al camarote a dormir.

Rewai estaba en el timón junto con Dave, y a su lado había un radiofaro. Con este dispositivo podían indicar la ubicación del barco al Centro de Coordinación de Rescates en Wellington en caso de una emergencia, pero para hacerlo funcionar debían encenderlo a mano. Paul y Odin también se encontraban en el cuarto del timón. 

Un boletín de radio indicó la hora: 12:03 de la noche

Dallas oyó un estruendo a estribor. No sabía lo que iba a pasar, pero lo presintió: el fuerte oleaje inundó la cubierta. Oyó los gritos de Odin, y luego, nada más. El agua le llegaba al pecho. El barco empezó a ladearse, y en un instante se volcó. Dallas quedó sumergido.

El agua estaba helada. Con un chaleco salvavidas, un adulto habría podido sobrevivir hasta cinco horas antes de sucumbir a la fatiga, los calambres y la hipotermia. Sin un chaleco, Dallas pensó que se iba a ahogar. De pronto sujetó una cuerda que estaba atada al barco. Las olas lo empujaban contra el casco, pero logró trepar y meterse en la popa, cerca del timón.

No había luna ni estrellas, solo la luz del barco conectada aún a una batería, pero 15 minutos después se apagó. Luego llegó el frío. Dallas miró a su alrededor y no vio a nadie. Golpeó el casco, con la esperanza de que le contestaran desde los camarotes. Nada. Al cabo de dos horas, supo que estaba solo.

El Easy Rider se levantó verticalmente y empezó a hundirse. Cuando el agua le llegó a las rodillas, Dallas se lanzó a la negrura.

Esa mañana algo andaba mal

El mar estaba en calma y el sol brillaba en la isla Big South Cape, una de las islas Titi. El piloto de helicóptero Chris Green sobrevolaba la zona. Solía ir allí para ayudar a trasladar a tierra firme la carga de los barcos pesqueros.

Pero esa mañana algo andaba mal; no había llegado uno de sus clientes: Rewai Karetai. Trató de comunicarse por radio con el Easy Rider, pero no hubo respuesta. Luego llamó a su oficina, situada en el pueblo de Te Anau, en la isla Sur, para saber si habían recibido algún mensaje de Gloria Davis. También contactó a la estación de radioayuda de la isla Stewart.

Green había hablado con Rewai unos días antes para sugerirle que aplazara el viaje debido al mal tiempo, pero Rewai se había negado. El día anterior el servicio meteorológico de Nueva Zelanda había anunciado vientos de 35 nudos y mar picado.

A las 3:25 de la tarde la estación de radio-ayuda de Bluff llamó a la estación de policía local. Los agentes le pidieron a Green que empezara a buscar el Easy Rider a lo largo de la costa. Tal vez se habían detenido en alguna caleta para descansar o debido a alguna avería.

Mientras sobrevolaba la costa noroeste de la isla Stewart, Green vio una mancha en el agua: se trataba de diésel, que burbujeaba desde abajo. Eran las 5 de la tarde cuando envió por radio las coordenadas del sitio. 

Rhys Ferguson estaba terminando su turno de trabajo en Bluff cuando oyó el pitido de su radiolocalizador. Leyó el siguiente mensaje: “Barco desaparecido en la zona del estrecho de Foveaux”.

Ferguson llevaba siete años trabajando como voluntario con la guardia costera de Bluff, y fue el primero en llegar al barco de rescate, de 8.5 metros de eslora, que estaba amarrado cerca del sitio de donde había partido el Easy Rider.

Tomó su chaqueta y un chaleco salvavidas y se preparó para salir. Pronto llegaron otros voluntarios, entre ellos el guardacostas veterano Bill Ryan. Como nadie les había informado sobre la mancha de diésel hallada por Green en la costa noroeste, decidieron cruzar el estrecho e ir directamente hacia la isla Stewart. 

Instantes después de que el Easy Rider se hundió en el mar, Dallas emergió del agua en medio de la oscuridad. Casi de inmediato salió a flote un bidón de plástico de 20 litros que contenía gasolina. Dallas lo sujetó con fuerza del asa. Si tan sólo pudiera aguantar hasta que amanezca, pensó. Imaginar a sus hijos en casa, acurrucados en sus camas, lo mantenía vivo. Resiste, no te rindas, se dijo.

La fauna marina bioluminiscente despedía destellos. Aunque me encuentre aquí, rodeado por la muerte, aún hay vida, pensó Dallas. El agua lo golpeaba y se le metía en la boca, así que no dejaba de escupir. Luego empezó a sentir hambre.

Se puso a recordar su vida: los días en que se dedicaba a instalar cercas en la isla Norte de Nueva Zelanda; su paso por el Ejército, donde adquirió la disciplina que le había faltado de niño; sus errores —la agresión a un taxista que lo había llevado a la cárcel—, y sus deseos de cambiar de vida y hacer lo mejor por sus hijos y su esposa.

Las horas seguían pasando

Dallas tenía hinchada la lengua. El agua salada que había estado escupiendo ahora se infiltraba en su cuerpo. 

El sol empezó a salir. Al sentir su calor, Dallas pensó: Ahora sí, alguien me encontrará. Conocía el mar. Había aprendido a bucear en esas aguas, junto con tiburones blancos que regresaban allí año tras año.

Al verse las manos se dio cuenta de que le estaban sangrando los nudillos. De repente se estremeció de temor; trató de doblar las piernas para acercarlas al pecho. Intentaba mantener la calma y respirar pausadamente.

Miró a su alrededor. Todo el tiempo había estado a sólo tres kilómetros de la costa. Se quitó la chaqueta, de color azul con amarillo, y la extendió sobre el agua con la esperanza de que algún helicóptero o avión la viera.

Justo antes de extender la chaqueta, se acordó de un programa de televisión sobre supervivencia. Según el conductor, en esos casos uno tiene que usar cualquier cosa a su alcance para sobrevivir. Dallas sacó el cordón de la capucha de la chaqueta, ató uno de los extremos a su muñeca y el otro al asa del bidón de gasolina.

De pronto se quedó dormido y empezó a hundirse en el agua, pero el cordón evitó que se fuera al fondo. Cuando salió a flote nuevamente, se echó a llorar.

Luego empezó a nadar, arrastrando el bidón consigo. Después de 40 minutos seguía en el mismo sitio: la corriente no lo dejaba avanzar. Dejó pasar unas horas antes de hacer otro intento de nadar hasta tierra firme; sin embargo, el esfuerzo era agotador. Ya estaba oscureciendo. Dallas sabía que no iba a aguantar otra noche. 

De pronto se puso a entonar canciones de los años 70 y a proferir un grito de guerra maorí que había aprendido en su infancia. Mientras hablaba con el bidón de gasolina, pensó que quizá se estaba volviendo loco. 

Todavía quedaba líquido dentro del bidón de plástico. A Dallas se le ocurrió que si vaciaba el recipiente, éste flotaría mejor. Sin embargo, mientras desenroscaba la tapa, la gasolina le salpicó a la cara y le entró en los ojos, lo que lo cegó por unos momentos y le produjo un ardor intenso.

Volvió a colocar la tapa en su sitio y se empezó a despedir mentalmente de todas las personas que conocía. Después, empezó a saludar a todas las que ya habían muerto. 

En cierto momento alzó la cabeza y vio un avión. Trató de hacer señales con los brazos y gritar, pero la aeronave pasó de largo.

El barco de los guardacostas se encontraba casi a la mitad del estrecho cuando los tripulantes recibieron órdenes por radio de dirigirse hacia la mancha de diésel. Viraron hacia el oeste. Ferguson se colocó a estribor y mantuvo la mirada en el agua por si acaso veía algún náufrago.

No era una tarea fácil: distinguir a una persona flotando en el agua mientras el barco navegaba a toda velocidad a través del oleaje. De pronto, Ferguson vio un destello rojo a unos 100 metros de distancia. Pasaban de las 6 de la tarde y el sol ya casi se había ocultado por completo. 

Ferguson le pidió al piloto que se acercara a ese punto. Luego fijó la mirada en éste y alzó la mano para señalar. No la bajaría hasta que el barco llegara al objetivo.

Cuando el sol había salido, Dallas se llenó de esperanza, pero ahora, mientras el astro se ocultaba tras el horizonte, pensó: Ya no puedo seguir luchando. Y entonces cerró los ojos.

Poco después oyó un ruido. Abrió los ojos y vio a un hombre joven con gafas en un barco. En seguida oyó una frase que jamás olvidará: “Hay un sobreviviente en el agua”. 

Se necesitaron tres hombres para subir a Dallas al barco. Ryan se quitó la chaqueta y envolvió con ella al náufrago. Les costó trabajo desanudarle el cordón de la muñeca porque él no lo quería soltar.

Dos meses después de la tragedia, Dallas regresó al sitio donde se hundió el Easy Rider. Tras sumergirse 40 metros nadando, sacó un cuchillo y grabó un letrero en el casco de la nave: “Dallas estuvo aquí”.

La búsqueda en el estrecho de Foveaux continuó varios días y noches, pero no se hallaron más sobrevivientes. De las nueve personas que iban a bordo del barco, sólo Dallas Reedy sobrevivió. Nunca se recuperaron los cuerpos de Rewai Karetai, Dave Fowler, Paul Karetai y Odin Karetai.

A la empresa de Gloria Davis, dueña del barco, se le impuso una multa de más de 200,000 dólares neozelandeses por poner en “peligro innecesario” a la gente a bordo, y a ella se le impuso una multa de 3,000 dólares y 350 horas de trabajo comunitario.

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