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¿Beber me provocó cáncer de mama?

La ciencia establece un vínculo claro, pero las corporaciones han menoscabado la evidencia.

Creía que había hecho todo bien: amamantar a mis hijos, llevar una dieta equilibrada, ejercitarme. No tenía antecedentes familiares. Pero en la primavera de 2017, durante una visita a radiología, un par de paréntesis rojos resaltaron algo preocupante en el monitor del ecógrafo.

Carcinoma lobulillar invasivo. Una neoplasia maligna de mama que medía casi 3 centímetros, lo que significaba que estaba en etapa II.

A mis 47 años, me faltaban 15 para estar en la edad promedio en la que se diagnostica este mal en Estados Unidos. La periodista que hay en mí tenía curiosidad: ¿por qué yo? No presentaba la mayoría de las variables. Quienes corren más riesgo son las mujeres mayores de 70. La terapia de reemplazo hormonal y la obesidad son otros factores de riesgo.

Entonces, vi uno que me hizo pensar: el consumo de alcohol. No bebo en exceso, pero, al igual que casi todas las mujeres a las que conozco, brindé mucho a lo largo de mi vida. Los médicos jamás me sugirieron que podía ser más propensa al cáncer de mama  por no reducir su ingesta.

Pronto descubrí que, en 1998, la Organización Mundial de la Salud (OMS) había clasificado al alcohol como carcinógeno del grupo 1, lo que significa que está comprobado que detona la afección. Según la OMS, no se conoce una dosis que garantice inocuidad y provoca al menos siete tipos de carcinomas, pero mata a más mujeres por el de mama que por cualquier otro. El Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer estima que, por cada copa diaria consumida, el riesgo de padecerlo aumenta siete por ciento.

La investigación que vincula el hábito con el mal es sólida

A lo largo de varias décadas, más de 100 estudios reafirmaron el nexo con resultados consistentes. El Instituto Nacional del Cáncer de Estados Unidos resalta que, aunque sea poco, beber eleva el riesgo de sufrir carcinoma de seno.

Lo anterior fue una sorpresa para mí. Me habían dicho que el vino tinto ayudaba a prevenir cardiopatías, no que producía cáncer. ¿Cómo era posible que no conociera el riesgo que conllevaba? Resulta que había una buena razón para mi ignorancia.

Los epidemiólogos identificaron por primera vez esta relación en los 70. Desde entonces, los científicos han descubierto evidencias biológicas de por qué la sustancia es carcinogénica, en especial en el tejido mamario.

¿Cómo era posible que no conociera el riesgo asociado al alcohol? Había una buena razón para mi ignorancia.

Al beber, las enzimas convierten incluso las cantidades más pequeñas de etanol en grandes bancos de acetaldehído, un carcinógeno. Además, daña las células bucales, lo que propicia la aparición de otros carcinógenos: la ciencia ha descubierto que beber y fumar a la vez aumenta el riesgo de cáncer de garganta, boca y esófago.

El alcohol sigue su camino de daño celular, pues las enzimas que van del esófago al colon replican la reacción y el compuesto resultante puede unirse al ADN y causar mutaciones que degeneren en cáncer, sobre todo rectal.

Se sospecha que el líquido le inflige un doble golpe al tejido mamario, ya que también eleva el nivel de estrógeno, lo que da lugar al aceleramiento de la división de las células mamarias, a la posibilidad de generar alteraciones genéticas y, a la larga, tumores.

Los investigadores calculan que es responsable del 15 por ciento de los casos de cáncer de mama y las muertes en Estados Unidos: 35,000 y 6,600 al año, respectivamente.

El doctor Walter Willett, profesor de epidemiología en la Escuela de Salud Pública T. H. Chan, de la Universidad Harvard, ha realizado estudios sobre el vínculo en cuestión y afirma que las probabilidades de que una mujer que consume entre dos y tres tragos al día desarrolle cáncer son, en promedio, de 15 por ciento: 25 por ciento mayores  que las de las abstemias. En comparación, la mamografía reduce la tasa de mortalidad por la afección en 25 por ciento. “Bastan dos copas diarias para aniquilar dicho beneficio”, asegura.

En 1988, California incorporó la sustancia en la lista de químicos cancerígenos que deben llevar una etiqueta indicándolo. En 1989, cuando el Congreso ordenó poner rótulos de advertencia por primera vez, los activistas intentaron incluir al cáncer.

La industria del alcohol lanzó una audaz campaña publicitaria

Apoyada en la investigación que había financiado desde fines de los 60, buscó renovar la imagen de su producto y presentarlo como un elemento propio de un estilo de vida saludable, igual que las ensaladas o la actividad física.

Las compañías vinícolas lideraron el asalto. El vitivinicultor Robert Mondavi aseguró al New York Times, en 1988, que el vino “ha sido elogiado a lo largo de los siglos por gobernantes, filósofos, médicos, sacerdotes y poetas gracias a la vida, salud y alegría que brinda”. En 1991, el programa de televisión 60 Minutes informó que había nuevas investigaciones que probaban que el vino tinto podía eliminar los depósitos de grasa de las paredes arteriales, lo cual explicaba por qué los franceses eran menos propensos a padecer enfermedades coronarias que los estadounidenses, pese a que comían carne roja, queso y crema.

Los especialistas pronto desmintieron que ese era el secreto de la salud cardiovascular de los galos. Sin embargo, las empresas presionaron y lograron que las Guías Alimentarias para los Estadounidenses de 1995 afirmaran que el consumo moderado de alcohol podía reducir el riesgo de cardiopatías para ciertas personas.

“Las mujeres que dicen ingerir siete tragos el fin de semana, pero ninguno entre semana, tienen mayor probabilidad de sufrir cáncer de mama que las que beben uno diario”.

De hecho, la supuesta ventaja para la salud que implica beber con moderación es una de las cantaletas favoritas del sector. Sarah Longwell, directora ejecutiva del Instituto Estadounidense de las Bebidas, declaró que “una cantidad importante de estudios rigurosos no revelan correlación entre el cáncer y la mesura”. Esta última, agregó, reduce el riesgo de padecer enfermedades coronarias, entre otras bondades.

El médico Robert Brewer, director del Programa de Ingesta de Alcohol en los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de EUA (CDC, por sus siglas en inglés), asegura que “las investigaciones no respaldan semejantes aseveraciones”. Las Guías Alimentarias para los Estadounidenses más recientes eliminaron cualquier frase que sugiriera lo contrario.

Los expertos en salud pública afirman que, aun si el líquido reportara un pequeño beneficio cardiovascular, este nunca superará los daños. Esta sustancia “jamás será un medicamento”, sostiene la doctora Jennie Connor, profesora de la Universidad de Otago, en Nueva Zelanda, autora de uno de los artículos más importantes que vinculan el alcohol con el cáncer. “Va en contra de todo lo que los médicos postulamos”, sentencia.

Tomé mi primera cerveza a los 13 años

Acudí a un bachillerato católico en Utah, donde bebíamos en exceso para distinguirnos de los futuros misioneros de las escuelas públicas, a las que asistían, en su mayoría, mormones. Cuando fui a la universidad, las severas medidas adoptadas a fin de evitar que los menores bebieran en el campus provocaron disturbios.

Nunca bebí tanto como antes de ser mayor de edad. Mi caso no es la excepción. El 90 por ciento de los menores que consumen alcohol lo hace en exceso: cuatro copas o más en cada ocasión, a decir de los CDC.

El tejido mamario humano no madura del todo sino hasta el embarazo. Antes, y en especial durante la pubertad, las células mamarias proliferan, lo que las hace vulnerables a los carcinógenos. Por eso, no quedar encinta es un factor de riesgo para padecer cáncer.

Mi primer embarazo fue a los 33 años, así que durante dos décadas bebí y dañé mis senos; probablemente, los excesos en la adolescencia fueron los que más estragos causaron. En 2015, el doctor Graham Colditz, especialista en prevención de cáncer y epidemiólogo de la Universidad Washington en San Luis, escribió en la revista Women’s Health que “las mujeres que dicen ingerir siete tragos el fin de semana, pero ninguno entre semana, tienen mayor probabilidad de sufrir cáncer de mama que las que beben uno diario”.

Colditz insiste en que los esfuerzos de prevención no han podido seguir el ritmo de las tendencias demográficas. Dado que las mujeres han postergado la gestación, aduce que “se alargó el periodo de la vida en que el tejido mamario es más susceptible, y no adoptamos una estrategia para contrarrestar la publicidad del alcohol”.

Los médicos jamás me sugirieron que podía ser más propensa al cáncer de mama  por no reducir su ingesta.

Justo cuando la evidencia de que las mujeres son más vulnerables a padecer cáncer por el alcohol empezaba a ser clara, la industria ideó una campaña para hacer que brindaran más. Las destiladoras, que enfrentaban un descenso en las ventas, crearon las “alcopops”, bebidas alcohólicas endulzadas como Zima, Smirnoff Ice o Skyy Blue. Marlene Coulis, directora de Nuevos Productos de Anheuser-Busch en ese momento, explicó en 2002 que: “Lo maravilloso de esta línea es que atrae a nuevos bebedores, personas a las que no les gusta la cerveza”.

¿Y quiénes eran los “nuevos bebedores” a los que no les gustaba la cerveza? Las jóvenes, revela David Jernigan, profesor de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Boston. Los jóvenes estadounidenses solían consumir cerveza, pero, a comienzos  de los 2000, las encuestas señalaban que las mujeres iban optando por bebidas cada vez más fuertes, tendencia que no se alteró.

La publicidad y los productos se presentan como un bálsamo para las estadounidenses, siempre tan estresadas. Hay vinos que se llaman Mommy’s Time Out (Descanso para Mami), Happy Bitch (Perra Feliz), Mad Housewife (Ama de Casa Desesperada) y Relax (Relajación).

Las corporaciones también decoraron sus campañas con lazos rosas y prometieron donar algo de sus ganancias a organizaciones no gubernamentales (ONG) contra el cáncer de mama. “Promocionan un carcinógeno”, aclara Robert Pezzolesi, fundador de la ONG New York Alcohol Policy Alliance. “¿Se imaginan si Philip Morris hiciera una cajetilla rosa? La gente se indignaría”.

El consumo etílico femenino aumentó 16 por ciento entre 2001 y 2013, indica un estudio conducido por el Instituto Nacional sobre el Abuso del Alcohol y el Alcoholismo. El 71 por ciento de las mujeres blancas bebe hoy en día, en comparación con el 64 por ciento que lo hacía en 1997, manifiesta un análisis del Washington Post. La tasa de mortalidad vinculada al alcohol entre ellas aumentó a más del doble entre 1999 y 2015.

El anuncio es claro: una copa de vino tinto se derrama en un mantel blanco; el líquido dibuja a una mujer. “El alcohol es carcinógeno”, dice el narrador. Agrega que el efecto se mitiga si no se beben más de dos tragos en un día. Salió al aire en 2010, en Australia.

Otros países empezaron a prestarle atención a la amenaza

En 2010, la OMS lanzó, por primera vez, una estrategia global con miras a reducir los daños que produce la sustancia. Catalogó al cáncer como uno de ellos e invitó a los países a implementar medidas para cercenar el consumo. Muchos lo hicieron. Corea del Sur ajustó la dosis sugerida, y las nuevas guías para holandeses instan a la abstinencia, pero, en caso de que no la practiquen, indican que no deben tomar más de un trago por día. Hasta los rusos elevaron la carga tributaria a este artículo.

En 2016, el Reino Unido homologó el límite de consumo de los hombres con el de ellas: 3.4 litros de cerveza a la semana. Sally Davies, asesora médica del gobierno, le dijo a la revista BMJ que “de una muestra de 1,000 mujeres, 110 contraerán cáncer de mama, aunque no beban. Si lo hacen sin rebasar los topes, 20 más lo padecerán. Si ingieren el doble de lo que sugiere la norma, habrá otras 50 víctimas… No es alarmismo. Son hechos”. 

Hablar sin pelos en la lengua respecto al tema no es habitual en Estados Unidos. Durante más de una década, las compañías destiladoras se abocaron a tumbar las regulaciones sanitarias diseñadas hace tiempo a fin de reducir el uso nocivo de alcohol. Organizaron campañas exitosas con el objeto de permitir la venta de licor en supermercados, los domingos, y para relajar las restricciones del horario en el que pueden servirse copas en bares y restaurantes. Mientras que otros países están considerando la recomendación de la OMS de subir el impuesto a la bebida, la ley fiscal estadounidense de 2017 lo recortó.

Justo cuando la evidencia de que las mujeres son más vulnerables a padecer cáncer por el alcohol empezaba a ser clara, la industria ideó una campaña para hacer que brindaran más.

El consumo per cápita en aquella nación, que había bajado a niveles históricos en 1997 tras 34 años, repuntó a rangos no vistos en dos décadas.

Tras la cirugía, mi médico me refirió a una nutricionista oncológica. Además de pescado y linaza, me aconsejó consumir brócoli, frijol y tofu. No mencionó la bebida ni una vez. “Hay más sustento para recomendar la reducción de la ingesta etílica que para prescribir brócoli o tofu”, admite Noelle K. LoConte, oncóloga y profesora en la Universidad de Wisconsin. Añade que el mensaje sobre el alcohol y el cáncer aún no se ha difundido, ni siquiera entre los especialistas.

En noviembre de 2017, LoConte fue coautora de una declaración de la Sociedad Estadounidense de Oncología Clínica que identificaba al líquido como factor de riesgo de cáncer y urgía a adoptar políticas que restringieran su uso: mayores gravámenes, una aplicación más estricta de las leyes que la prohíben a menores y limitar su horario de venta.

Hay infinidad de investigaciones que respaldan la eficacia de dichas medidas; no obstante, existen pocos grupos de salud pública en Washington que las cabildeen.

La industria llenó el vacío creando ONG que promueven la moderación. Son su respuesta a la información sobre el vínculo mortal. Cuando le pedí al Instituto de la Cerveza un comentario para este artículo, un vocero me envió un enlace al sitio de Internet de la Alianza Internacional para el Consumo Responsable de Alcohol, ONG financiada por las compañías destiladoras más grandes del mundo, y citó una parte del informe: “La asociación más clara con el riesgo de padecer cáncer es mediante el exceso, en especial si esta es una conducta habitual y se sostiene durante periodos prolongados”.

Mark Petticrew, profesor de salud pública en la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres, publicó hace poco un artículo académico en el que evidenciaba que muchos sitios web de la industria del alcohol y de las ONG afiliadas actuaron con la intención de confundir al público sobre el nexo entre su producto y la afección.

En ellos, sugieren que solo quienes abusan tienen altas probabilidades de contraer cáncer y, además, presentan largas listas de otros factores de riesgo con el propósito de despistar a los lectores, sobre todo en lo que se refiere a la variante que aqueja a las mamas.

Las mujeres que beben tienen más conciencia sobre la salud que los hombres”, explica Petticrew. “Son ellas las últimas a las que uno quiere tener bien informadas”.

Marisa Weiss, experta en cáncer de mama y fundadora de la ONG BreastCancer.org, da charlas en las universidades y les explica a las jóvenes el riesgo que supone beber. “Veo a esas mismas chicas excediéndose esa noche”, se lamenta. Entiende la causa: “Resulta relajante y divertido”.

Nunca sabré con certeza si el alcohol me causó cáncer

Hay tantos factores: en diciembre de 2017, un estudio danés descubrió que las píldoras anticonceptivas elevan el riesgo de padecerlo, más de lo que se creía. Lo que sí sé es que reducir su consumo, en especial en mi juventud, es lo único que podría haber cambiado en mi estilo de vida con tal de prevenirlo, de haber estado bien informada.

Ya me hice abstemia para minimizar la posibilidad de recaer. No puedo asegurar que habría hecho lo mismo si, a los 15 años, alguien me lo hubiera advertido. Tampoco puedo garantizar que no habría actuado igual que las estudiantes a las que Weiss les habla. Por lo menos, ahora estas jóvenes pueden elegir: han sido advertidas.

Como la mayoría de las mujeres, yo no tuve esa opción, y una industria poderosa se empeñó en que fuera así.

Juan Carlos Ramirez

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