La capital de Eslovaquia guarda un secreto: es tan bella como Viena, pero sin sus altos precios.
Estamos de pie a la orilla del danubio, el río azul de Strauss y de la antigua Ruta del Ámbar. En esta soleada tarde de marzo, muy calurosa para ser invierno, el agua parece fría mientras discurre por Bratislava, la pequeña capital de Eslovaquia. Algunas personas reposan en las bancas contemplando el cielo sin nubes; otras patinan, se pasean asidas del brazo o trotan empujando cochecitos de bebé.
“Se dice que Eslovaquia tiene todo menos mar”, dice Lubomira Hornackova, mi guía turística. “Posee un ambiente de ciudad mediterránea, sólo que nuestro Mediterráneo es el Danubio. Todo fluye desde el río”.
Bienvenidos a la ciudad que muchos comparan con la cercana Viena: pequeña, muy poblada y enclavada en la franja sur de los Cárpatos Menores. Cuando les dije a mis amigos que vendría aquí, no se alegraron. “No vale la pena estar más de un día allí”, dijeron. O simplemente: “Nunca he estado en ese lugar ni me interesa”.
Ellos se lo pierden. Luego de varios días de estancia en Bratislava, he descubierto que guarda un secreto: es tan bella como Viena, pero sin sus altos precios. Situada en el extremo suroeste de Eslovaquia, a escasos seis kilómetros de la frontera austriaca y a 14 de la húngara, no es una ciudad oriental ni occidental, sino una encrucijada sobreviviente de todo, desde el régimen feudal y las guerras civiles hasta un matrimonio forzado e infeliz con la República Checa y 40 años de comunismo represivo.
Fácil de recorrer a pie, es una ciudad llena de historia que mira hacia delante. Hay senderos peatonales y para ciclistas en los parques sombreados por árboles centenarios: robles, hayas, pinos y arces. Hay también un castillo con cuatro torres, y un puente futurista de acero y hormigón con un restaurante en forma de nave espacial y un mirador.
Lubomira y yo empezamos a andar por la orilla del río que rodea el Staré Mesto, o Ciudad Vieja. Nos internamos en un laberinto de estrechas calles adoquinadas llenas de cafés y bares. Doblamos a la derecha para subir la empinada colina donde se alza el Castillo de Bratislava, un edificio rectangular que parece una mesa colocada al revés.
Entramos al castillo por la Puerta de Segismundo, construida en el siglo XV y llamada así en honor de un gobernante luxemburgués. Al subir por la rampa me quedo fascinada con la espléndida vista del río.
La colina donde se alza el castillo fue un asentamiento fortificado eslavo en el siglo VIII, y contaba con varias rampas de madera. La estructura se fue expandiendo poco a poco y se convirtió en una pieza central del reino de Hungría, una fortaleza prácticamente inexpugnable que protegió la ciudad de los ataques de bohemios y alemanes, incluido un asedio que duró dos meses en 1052. Según la tradición, el asedio finalizó cuando un soldado húngaro llamado Zothmund consiguió llegar nadando hasta los barcos enemigos y perforó sus cascos.
Queda muy poco de la antigua fortificación. La emperatriz María Teresa ordenó que la demolieran a mediados del siglo XVIII, cuando la ciudad creció y se convirtió en la más grande del Imperio Austrohúngaro, centro de la alta sociedad y de la cultura. Durante su reinado se construyeron nuevos palacios y suntuosas mansiones, y la población se triplicó. Wolfgang Amadeus Mozart viajó a esta ciudad para dar un concierto, al igual que Joseph Haydn y Ludwig van Beethoven.
Como si estuviera viendo una película antigua, me imagino a la emperatriz bajando por la gran escalinata de estilo rococó del castillo durante una de sus visitas desde Viena, con expresión solemne y una botella de su adorado vino tinto en la mano. Fue precursora del feminismo y, a pesar de haber dado a luz a 16 hijos, siempre se sintió frustrada por no poder dirigir a su ejército en los campos de batalla debido a sus frecuentes embarazos. Como toda dama de su época, aprendió pintura, dibujo, música y danza, y demostró ser una política y negociadora innata cuando subió al trono en 1740. Fue siempre capaz de delegar y tomar decisiones rápidas cuando otras potencias europeas trataron de derrocarla por el hecho de ser mujer.
“Se rumora que para la emperatriz el vino era una especie de medicina”, me cuenta Lubomira mientras recorremos el sótano del castillo. “La gente dice que tuvo tantos hijos porque el vino nunca le permitió negarse a tener relaciones íntimas. Creo que tal vez así fue. No me puedo imaginar quedar embarazada tantas veces si no es por efecto del vino, ¿o no?”
Coincido con ella.
Salimos del castillo, y empezamos a bajar despacio por el otro lado de la colina cubierta de hierba hacia la Puerta de San Miguel, de la época medieval, el único acceso a la Ciudad Vieja que queda. Por su remate verde con forma de cebolla es un referente inconfundible para los turistas. Subimos los 110 escalones de la torre adosada a la puerta, la cual forma parte de la fortificación original de la ciudad, y llegamos a un mirador desde el que podemos contemplar todo el casco antiguo: edificios con tejados coloridos y fachadas pintadas en tonos pastel erigidos en una red de calles de adoquines grises donde está prohibido circular en auto.
La torre forma parte de la Catedral de San Martín, y está dedicada no a uno ni a dos santos más, sino a seis: Jorge, Florián, Isabel, Catalina, Nicolás y Adalberto. Los nombres de todos ellos están grabados en el altar.
Al parecer, los habitantes de Bratislava son muy supersticiosos, o al menos eso dice Lubomira. “Cuando vemos un deshollinador cubierto de tizne y cargando con sus cepillos, nos tocamos un botón de la ropa para atraer la buena suerte”, señala. “Cerca de aquí hay también una estatua de un obrero saliendo de una alcantarilla. Creemos que si una mujer le frota la nariz, queda embarazada”.
Mientras continuamos el recorrido, Lubomira me cuenta sobre los tiempos de la Cortina de Hierro, cuando los habitantes de Bratislava tenían necesidad de avenirse a las normas y al ambiente tenso y opresivo. Me habla también de los disidentes que cruzaban el río buceando en una huida desesperada hacia la libertad, creyendo erróneamente que Austria estaba justo al otro lado. “Salían en la otra orilla y descubrían que seguían estando en Eslovaquia”, dice.
La mayoría de los edificios históricos de Bratislava sobrevivieron casi sin daños a la Segunda Guerra Mundial, pero durante la era comunista poco se hizo para conservarlos. La Ciudad Vieja, en particular, resintió el descuido. Las casas antiguas se cerraron con contraventanas; muchos muros y cimientos se desmoronaron, y para construir el puente futurista de hormigón y acero —al que los residentes llaman “Puente Nuevo”—, demolieron la mayor parte del viejo barrio judío, incluida la principal sinagoga de la ciudad.
“A nadie parecía importarle que los edificios se vinieran abajo, y si te importaba, te lo callabas”, dice Lubomira. “Antes de la Revolución de Terciopelo de 1989, todo se cerraba antes de las 10 de la noche. La gente se iba a sus casas a descansar”.
Aún quedan reminiscencias de esa época por toda la ciudad: conjuntos de apartamentos con ventanas diminutas y muros carcomidos; el Hotel Kiev (actualmente cerrado), que fue considerado un triunfo de la arquitectura soviética cuando Bratislava fue sede del Campeonato Mundial de Patinaje Artístico en 1973 y, por supuesto, el Puente Nuevo.
En los años transcurridos desde el final de la era comunista ha habido un renacimiento y un auge en la construcción de edificios, entre ellos el Eurovea, un deslumbrante centro comercial situado a la orilla del Danubio y cerca del centro de la ciudad. Pero en ningún sitio se ve con mayor claridad la fusión del pasado y el presente que en el casco antiguo, donde las plazas se han reabierto al público y hoy están flanqueadas de pequeñas tiendas de ropa, cafés y florerías.
En la entrada del primer restauran-te de comida mexicana en Bratislava hay un enorme muñeco de papel maché ataviado con sombrero. Dentro de un atestado bar que alguna vez fue biblioteca, los residentes se entremezclan con turistas británicos que han venido a celebrar una despedida de soltero y a probar la barata y deliciosa cerveza local. En un popular café donde se hablan mil idiomas, charlo un poco con un ejecutivo estadounidense de Amazon, quien ha viajado aquí para pasar el fin de semana con unos colegas de Bélgica y Escocia. “Los precios en esta ciudad son razonables, la cerveza es exquisita y la diversión abunda”, dice.
En el Museo de Historia de la Ciudad y Justicia Feudal, ubicado en el sótano del viejo edificio del Ayuntamiento, en la plaza principal, me estremezco al ver los instrumentos de tortura medieval. Luego subo a ver la exposición sobre historia de la ciudad, desde sus inicios, alrededor del año 200 a.C., como un asentamiento en lo alto de la colina donde hoy se yergue el castillo, hasta el periodo romano y el Imperio Austrohúngaro, que duró desde 1867 hasta 1919.
A las puertas del Ayuntamiento un cartel anuncia que el día de mañana habrá una manifestación contra la incursión rusa en Ucrania. Una estatua de un sonriente soldado napoleónico, apoyado despreocupadamente en el respaldo de una banca, lleva alrededor del cuello una vistosa bufanda azul; Lubomira me explica que es una alusión a la inminente elección presidencial [se celebró en marzo de 2014, y el vencedor fue Andrej Kiska, un filántropo no afiliado a ningún partido oficial].
De hecho, todas las estatuas que hay en la Ciudad Vieja lucen bufandas azules, desde la de Hans Christian Andersen hasta la de Schöne Náci, nieto de un famoso payaso, quien a mediados del siglo XX decidió que su misión en la vida era hacer felices a los habitantes de Bratislava. Cuando no estaba haciendo trabajos de limpieza, se dedicaba a pasearse por las calles del centro histórico vestido con una raída chaqueta de terciopelo, quitándose el sombrero de copa para saludar a las damas, regalarles flores y decirles galanterías como “Le beso la mano”. Me imagino que ahora añadiría: “¡Y no se olvide de votar!”
Unos días después, voy trotando por la orilla del Danubio en un nuevo recorrido de la ruta que me mostró Lubomira. Hoy hace más calor aún, y el aroma de los cerezos en flor y las magnolias impregna el aire. Al llegar al Puente Nuevo recuerdo que la guía me dijo que en un día despejado se puede ver, si no el infinito, sí hasta 100 kilómetros a la redonda. Decido comprobarlo, y me dirijo hacia el ascensor del pilar este. Cuando las puertas se abren, me quedo sin aliento ante la vista, que es como un cuadro abstracto. Los colores de la primavera se mezclan en un asombroso paisaje luminoso: el amarillo y el ocre de los pastizales; el verde y el rosa de los árboles en flor; la franja gris de la carretera, y el listón azul del río que discurre a lo lejos. Hay un niño que corretea con los brazos abiertos como si estuviera volando, y de pronto se detiene a contemplar la vida.
Lo entiendo. Hay tanto que ver y hacer aquí, tanto que probar y saborear. Da un paseo en bicicleta por la Ciudad Vieja o recórrela a pie; degusta los vinos locales; sumérgete en siglos de guerra y paz, palacios y rebeliones. Sea cual sea lo que elijas, encontrarás un mundo fascinante.
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