Cuando las dos madres salieron del hospital, en Onesti, Rumania, cada una llevaba en brazos a un bebé que no era el suyo.
Los dos niños rubios de ojos azules vapuleaban los platos con la cuchara, ansiosos por comer la rebanada de pastel que les habían prometido. El ruido que hacían era atronador, pero a sus madres no les importaba. Charlaban, reían y vigilaban de reojo a los chicos. Por el amor y los cuidados que les prodigaban, era imposible saber a cuál pertenecía cada niño. Eran la imagen viva de la amistad perfecta, pero la habían forjado a partir de un error terrible…
Un día de mayo de 2013, Ionela Neaga, de 32 años, se disponía a bañar por primera vez en casa a su hijo de tres días de nacido. Como estaba cansada, le había pedido ayuda a su ahijada, Ancuta Enea, la cual tenía un bebé de meses y estaba en mejores condiciones que ella para bañar a un recién nacido. Ionela tenía un hijo mayor, de 13 años, pero no había bañado un bebé en mucho tiempo.
Ancuta probó la temperatura del agua de la tina sumergiendo el codo, y a continuación desvistió al pequeño. Ionela le pasó unas tijeras y le pidió que cortara el brazalete de identificación que le habían puesto al niño en la sala de maternidad. Quería guardarlo como recuerdo.
—Dámelo —le dijo a su ahijada, y extendió la mano.
Pero la joven no podía apartar la mirada del pequeño rectángulo de plástico azul. Sólo atinó a decir unas cuantas palabras:
—Hay otro apellido escrito aquí.
—¿Cómo que otro apellido? ¿Qué apellido? —preguntó Ionela.
—Stefan —respondió Ancuta, alzando la cabeza.
Ionela tenía las mejillas encendidas por el calor que hacía dentro de la casa. Llevaba la cabellera castaña recogida sobre la nuca, y sus ojos azules, vidriosos por el agotamiento, se abrieron de par en par.
—¿Stefan? No puede ser. Estuve en la misma habitación que Ramona Stefan. ¡Déjame ver eso!
Ionela casi le arrancó el brazalete de la mano. Al ver el apellido Stefan escrito en lugar de Neaga, sintió que se le doblaban las piernas. Con el cuerpo temblando, se acercó al teléfono para llamar a Ramona.
Cinco días antes, el 15 de mayo, Ramona Stefan, de 20 años, había subido a un atestado ascensor de un hospital de maternidad en Onesti, Rumania. Mujer de tez clara, cabello negro, ojos azules y facciones de adolescente, Ramona estaba embarazada, pero logró apretujarse entre la multitud de pacientes y enfermeras. El médico que estaba supervisando su embarazo le había advertido que tendría que dar a luz por cesárea antes de lo previsto porque el bebé no se había acomodado en la posición correcta. Así que se encontraba allí para internarse. En el ascensor iba otra mujer embarazada que intentaba llamar por teléfono. Parecía inquieta. Ambas bajaron en el mismo piso.
Ionela Neaga había llegado al hospital un día antes. Le faltaban dos semanas para la fecha de parto, pero su médico le pidió que se quedara. Los dos últimos meses de gestación habían sido difíciles para ella. Apenas podía dormir, y su presión arterial oscilaba entre normal y muy alta. Le habían recetado medicamentos desde el quinto mes de embarazo para prevenir un aborto espontáneo.
En ese momento regresaba de la sección de obstetricia a la sala de maternidad. Trataba de comunicarse por celular con Gheorghe, su esposo, para pedirle que le llevara la maleta que había preparado para dar a luz. Estaba tan preocupada, que no le puso atención a la joven que había subido al ascensor.
Sin embargo, la mañana siguiente las dos mujeres se toparon en un pasillo de la sala y se pusieron a conversar. Aunque había entre ellas una diferencia de edad de casi 12 años, hicieron buenas migas de inmediato. Ramona le contó a Ionela que iban a practicarle una cesárea a la mañana siguiente. Ionela le confesó que no tenía ni la menor idea de lo que iba a pasar con ella al otro día.
En la mañana del 17 de mayo se registraron dos nacimientos de varones en la sala de maternidad. Elian (Eli) Mihaita Stefan nació a las 8:20 y pesó 3.35 kilos. A las 10:30 nació Eduard (Edi) George Neaga, con un peso de 3.40 kilos; ambos partos fueron por cesárea. A las dos madres las trasladaron después a la unidad de terapia intensiva. Ramona no sentía ningún dolor, pero no podía levantarse de la cama. Ionela se quejaba de un fuerte dolor de cabeza.
Al cabo de unas horas las enfermeras llevaron a los dos bebés, envueltos en pañales. Ramona acunó en brazos al que le entregaron; lo besó y le tomó una foto con el celular. A Ionela sólo le mostraron al otro bebé por unos momentos y le dijeron que estaba bien. Trató de tomarle una foto para enviársela a su esposo, pero no pudo: el dolor de cabeza y el cansancio la habían dejado muy abatida.
Al día siguiente las dos madres fueron trasladadas a la misma sala. Les llevaron a los bebés. Cada cama tenía una etiqueta con el apellido de la familia escrito en ella, y cada bebé tenía otra pegada a la altura del pecho, encima del pañal.
Ramona estaba ansiosa por irse a casa, y pidió que la dieran de alta el 19 de mayo. A Ionela le permitieron marcharse del hospital un día después. Las dos mujeres prometieron mantenerse en contacto.
Cuando Ramona llegó a su casa, recibió una llamada telefónica de su madrina, Viorica, quien se ofreció a ayudar a bañar al bebé. Como habían bañado al pequeño antes de salir del hospital, Ramona le contestó que sería mejor no bañarlo dos veces en un día tan frío. La mañana siguiente, cuando el teléfono sonó, Ramona pensó que quien llamaba era Viorica, para avisarle que iba en camino, pero quien llamaba era Ionela.
Ésta le pidió que revisara el brazalete de su hijo y le dijera qué apellido tenía escrito. Mientras pronunciaba esas palabras, Ionela pensó que si había algún error, Ramona seguramente ya se habría percatado de ello para entonces y le habría telefoneado para decírselo. Lo más probable es que hayan escrito el apellido Stefan en los dos brazaletes, razonó.
Ramona se volvió hacia su madre, que tenía al bebé en brazos, y le pidió que revisara el brazalete del niño y le dijera qué decía.
—¡Neaga! —contestó la mujer, muy sorprendida—. ¡Dice Neaga!
Ionela alcanzó a oír la respuesta. Al principio Ramona no supo de quién era ese apellido, aunque conocía el de Ionela. En ese momento sólo intuyó que algo terrible había ocurrido.
—¡Dan! —gritó muy angustiada—. ¡Ven aquí, pronto!
Su esposo, un hombre robusto de cabello castaño y ojos azules, de 32 años, se encontraba en el jardín cuando oyó el grito. Sintiendo una punzada de temor en el estómago, subió la escalera corriendo y entró a la habitación donde estaban su suegra, Ramona y el bebé.
—¿Qué pasó? —preguntó con un jadeo—. ¿Se murió el niño?
Entonces se dio cuenta de que el bebé estaba bien.
Esa noche, las dos familias se dirigieron al hospital de maternidad.
—¿No ve que se parece a usted? —le dijo el neonatólogo a Ramona al mirar al bebé que llevaba en brazos.
—¡Yo sé bien qué bebé ayudé a dar a luz a la señora Neaga! —exclamó molesto el médico que le había hecho la cesárea a Ionela.
El personal médico tranquilizó a las dos madres, a sus esposos y a sus familiares reunidos en el hospital. Ionela se limitó a escuchar; no concebía que algo tan terrible como un cambio de bebés le hubiera ocurrido a ella. Todos volvieron a casa.
Ramona trató de convencerse de que el bebé que tenía entre sus brazos era su hijo. Al revisar fotos de cuando ella era niña, descubrió que había un parecido extraordinario entre su rostro en esas imágenes y el de su bebé. Pero en el transcurso de los días siguientes perdió el apetito; no le estaba dando el pecho al pequeño porque segregaba muy poca leche.
Ionela estaba más escéptica. Por más que quisiera que el bebé que llevaba en los brazos fuera suyo, sentía que no podría vivir con la duda. Solicitó una prueba de ADN. Le dijeron que debía hacer una cita en una oficina de Bucarest, y eso sólo era posible una semana después.
Mientras tanto, Ionela recordó que el bebé de Ramona había presentado reflujo gastroesofágico congénito, según le contaron, pero ese dato estaba anotado en el expediente de su hijo. También había observado de cerca al niño que Ramona sostenía en brazos y recordó que Razvan, su primogénito, se veía justo como él al nacer. En las fotos tomadas 13 años antes observó las mismas pestañas largas, los mismos ojos azules y el mismo hoyuelo en la barbilla. Todos estos pensamientos y la duda la atormentaban. Lo único que lograba distraerla era el hecho de que estaba segregando leche y debía alimentar al bebé que tenía en casa. Confiaba en que la prueba de ADN lo aclararía todo.
Ionela y su esposo viajaron en auto a Bucarest el 27 de mayo, una semana después de que a ella la dieron de alta. Una enfermera del hospital los acompañó. Un técnico de laboratorio les tomó una muestra de sangre a cada uno, y luego extrajo una muestra de tejido de la garganta del bebé con un hisopo. Les prometieron que les entregarían los resultados en un plazo de 10 días hábiles.
Para el 10 de junio, Ionela ya estaba perdiendo la paciencia. Cuando Gheorghe fue a recoger los resultados de la prueba a un servicio de mensajería de Onesti, ella se sentó junto al teléfono a esperar. Deseaba con todo su ser que el pequeño de tres semanas de nacido que dormía en la habitación contigua fuera suyo. Se había encariñado con él. Su esposo tenía la misma esperanza.
A las 5 de la tarde Gheorghe recibió el sobre, lo abrió y leyó el resultado. Se echó a llorar. El resultado era “cero”. El bebé no era suyo. Pensó que no podría darle la noticia a su esposa, así que telefoneó a Ancuta y le pidió que fuera a su casa y se lo dijera ella. Al ver el rostro de su ahijada cuando entró en la casa, Ionela lo comprendió todo. Lloraron juntas.
Ramona no quería ver a nadie. Sabía que ése era el día en que los Neaga recibirían los resultados de la prueba de ADN. Hacia las 5 de la tarde trepó a un cerezo a recoger fruta para hacer mermelada. Subió al árbol como si huyera del mundo, un mundo en el que tal vez descubriría que su bebé en realidad no era suyo. El teléfono sonó. Su padrino, Mihaita, la llamó a gritos para que contestara.
—Sea quien sea, ¡no voy a contestar! —gritó la joven.
Mihaita contestó. Era Gheorghe. Éste le dijo el resultado de la prueba, y añadió que su esposa y él se estaban preparando para ir al hospital a solucionar el problema. Allí esperarían a Ramona y a Dan.
Las dos parejas se reunieron en el hospital por segunda vez. Cuando los médicos y las enfermeras se enteraron del resultado de la prueba de ADN, ninguno se atrevió a insistir en que todo estaba bien, pero nadie admitió tampoco haberse equivocado. El hospital anunció que haría una investigación. Ionela aceptó las cosas; lo único que quería era recuperar a su hijo e irse a casa. Ramona, en cambio, se negaba a aceptar que el bebé no era suyo y que tendría que volver a casa con un niño al que no conocía. “¡Éste es mi bebé!”, gritaba. “¡Todo el mundo dice que se parece a mí!”
Al final comprendió que las cosas no iban a ser como ella quería, a menos que hiciera algo para salir de dudas en definitiva. Decidió hacerse la prueba de ADN también, junto con los dos bebés. Lo que la animó a seguir adelante fue pensar que los análisis demostrarían que habían confundido al bebé de Ionela con el de alguien más. Pero sólo otro bebé había nacido ese día en el hospital, y era niña.
Ramona pidió que las pruebas se hicieran con urgencia. Se habían enterado de que los resultados podían estar listos en menos tiempo si pagaban una tarifa mayor. Los gastos fueron facturados al hospital.
El 17 de junio, día en que los bebés cumplieron un mes, las dos familias viajaron a Bucarest para recoger los resultados de las pruebas. Las dos madres y los niños iban en el asiento trasero de un auto del hospital. Ionela, quien para entonces estaba segura de que su bebé era el que Ramona llevaba en brazos, quería tenerlo entre los suyos aunque fuera por unos instantes. Edi y Eli se parecían mucho; ambos eran rubios y de ojos azules. Ramona le permitió a Ionela tomar al pequeño y tratar de amamantarlo, pero el niño, acostumbrado a la leche en polvo, rechazó el pecho.
Dos días después, los resultados de las pruebas confirmaron que los bebés habían sido cambiados en el hospital. Por tercera vez, las familias Neaga y Stefan se encontraron allí.
Cuando concluyó la investigación realizada por el Comité Disciplinario del Hospital Municipal de Onesti, se aplicaron sanciones. La doctora Cornelia Camarasu, directora de neonatología, fue despedida, al igual que la jefa de asistentes, Luminita Antohi. A cinco de las enfermeras que atendieron a los bebés y que estuvieron en el hospital durante el cambio de turno el día en que los niños fueron cambiados se les descontó el 10 por ciento de su sueldo durante tres meses; a otra enfermera se le hizo un descuento salarial del 5 por ciento durante el mismo periodo, y a cuatro enfermeras más se les amonestó.
Ionela y Ramona consideran que estas medidas jamás compensarán la pesadilla que vivieron. El hecho de que cada una volviera a casa con su verdadero hijo el 19 de junio no puso fin al trauma. Ninguna de las dos estaba habituada a las necesidades de su propio bebé y no sabían cómo satisfacerlas. Durante una semana Ramona ni siquiera pudo acercarse a su hijo; fue su esposo quien lo cuidó día y noche. “Había bajado mucho de peso”, cuenta ella, “y no era capaz de sentir anhelo ni alegría”.
Ionela se adaptó más rápidamente a las necesidades de su bebé, pero la congoja no desapareció. Necesitó tiempo para salir de la depresión que le provocó la experiencia.
Las dos madres se veían tan a menudo como podían. A comienzos de septiembre de 2014 ellas y sus hijos pasaron juntos un día lleno de alborozo. Ionela fue a la cocina y sacó del refrigerador un pastel que había hecho para Ramona y Eli. Puso una rebanada grande en el plato de cada niño. Se hizo un silencio que no duró mucho. Al terminar el postre, los pequeños siguieron jugando y gritando juntos. Lionela y Ramona sonreían. Para entonces ambas estaban convencidas de tener más de un hijo.
“Cuando Eli se enoja y llora, entramos a la casa de Ionela y de inmediato se tranquiliza”, dice Ramona, muy complacida. Edi se ríe a carcajadas y extiende la mano hacia el niño que, por una dramática confusión, el destino puso en su vida.
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