Campo de sueños
Bucarest, un hombre formó un equipo de futbol… y una singular hermandad. En un terreno disparejo situado en la periferia de Bucarest, entre un campo cubierto de hierba y un estadio de futbol, 14...
Bucarest, un hombre formó un equipo de futbol… y una singular hermandad.
En un terreno disparejo situado en la periferia de Bucarest, entre un campo cubierto de hierba y un estadio de futbol, 14 hombres vestidos con camiseta y pantalón corto rojos, en su mayoría de entre 30 y 49 años, algunos barrigones y medio calvos, giran la cabeza y las caderas y menean las rodillas y los tobillos.
—¡Vamos, muévanse! —grita el jugador que dirige el calentamiento—. Cuando haga la señal, flexionen los tobillos… ¡Se equivocaron! ¡Están haciendo lagartijas!
Los hombres se echan a reír, disfrutando de este soleado sábado de primavera. El heterogéneo grupo está feliz. Es una grata sensación estar de nuevo en su cancha, jugando su adorado deporte, el futbol. El propietario del equipo, Constantin Zamfir, está fuera del campo de juego, preparando la parrilla para celebrar al final del partido.
De los 50 integrantes del club Fratia (“hermandad” en rumano), algunos son ex futbolistas, y otros jugaron balompié de niños y han vuelto a su antigua afición. Todos han encontrado un hogar en el equipo, y a ninguno le importa si en él hay un famoso flautista de la Orquesta Sinfónica de Bucarest, como el mediocampista Catalin Opritoiu, o un jornalero gitano, como el delantero Marin Florian.
Marin, de 36 años, quien tiene dos hijas, ayuda al dueño del equipo con todo lo que puede: empareja la cancha, repinta las líneas, limpia los vestidores, renueva el césped y lava los uniformes. Como retribución, sus compañeros le dan zapatos de futbol y espinilleras usados, así como obsequios para sus hijas.
Lo que importa es el espíritu de equipo y el amor por el juego.
Dos de los tres equipos del club juegan en la cuarta división de la liga de Rumania (el otro lo hace en la división de veteranos) y hoy, 22 de marzo de 2015, el A.S.F. Fratia se dispone a jugar su primer partido en casa en el campeonato de la cuarta división.
Ha sido una batalla ardua para los miembros del equipo, y también para su artífice: Constantin Zamfir.
Los rumanos están locos por el futbol. Hay más de 120,000 jugadores profesionales e incontables aficionados en todo el país. Zamfir no es una excepción. De niño, se mudó del pueblo de sus padres a Bucarest para convertirse en delantero de un equipo de tercera división. A finales de los años 80 jugó en la segunda división, y en los 90 se hizo entrenador y jugador del Vulcanul Bucuresti, un equipo de cuarta división propiedad de Vulcanul, una empresa fabricante de tanques industriales.
Sin embargo, tras la caída del comunismo en 1989, Vulcanul fue privatizada, y el equipo de futbol se disolvió en 2001. Fue entonces cuando Zamfir decidió hacer realidad un viejo sueño: fundar un equipo propio. Vendió su modesta casa, se mudó con su esposa y su hijo a la de sus suegros, y utilizó el dinero para comprar el campo deportivo de Vulcanul.
Llamó al equipo Fratia Bucuresti, en recuerdo de sus padres, campesinos sencillos que enseñaron a sus cuatro hijos a compartir siempre lo que tenían. A través del equipo de futbol, Zamfir quería demostrar que, “siendo hermanos, se puede triunfar”, y que “compartir el pan es la única manera de ser una familia”.
Pero hacer realidad su sueño no fue fácil ni barato. En dos años, acabó endeudado. La planta que suministraba electricidad al estadio lo obligó, como dueño, a pagar el servicio, un gasto que no pudo asumir, así que le cortaron la luz y el agua. Tuvo que pedir un préstamo al banco por el equivalente de 1,000 dólares para poder contar con un terreno de juego.
Todo lo que ganaba lo invertía en el estadio. Cuando se quedó sin dinero, pidió otro préstamo. Aunque luchaba día y noche para pagar los adeudos, trabajando de taxista y de cantante en bodas, jamás pensó en renunciar a su sueño. Dio la bienvenida a todos los jugadores, sin importar su edad o etnia. Sin proponérselo, terminó siendo el dueño de uno de los equipos más heterogéneos en la historia de la cuarta división, ya que reunía a jugadores gitanos, congoleños, jóvenes de los orfanatos cercanos y adolescentes aspirantes (entre ellos su hijo). Y un portero carente de un brazo.
Para Tudorel Mihailescu, de 49 años, no fue fácil llegar al Fratia. Nació con una malformación en el brazo izquierdo, y se lo tuvieron que amputar por debajo del codo. Desde que era un niño de 10 años, Tudorel suplicó a los especialistas en medicina deportiva para que le expidieran un permiso a fin de jugar con una mano. Pero en la Rumania comunista la vida pública estaba prácticamente vedada para las personas discapacitadas. A los 14 años por fin le dieron permiso de jugar en un equipo oficial; de esa forma pudo jugar en la tercera y cuarta divisiones. En 2013, él y Zamfir se conocieron en la división de veteranos. No sólo tenían en común el amor por el futbol, sino que los dos creían que podían lograr todo lo que se propusieran.
Todo parecía marchar bien para el equipo cuando de pronto surgieron otros problemas. En abril de 2014, un periodista británico asistió a uno de los partidos del Fratia y escribió un artículo en The New York Times sobre la diversidad de los jugadores y el ambiente familiar que el dueño había creado alrededor del equipo, que incluía la crianza de gallinas y cabras cerca del terreno de juego.
Cuando posteriormente se habló del Fratia en los medios informativos rumanos, el campo y los vestidores fueron saqueados, y no sólo una vez, sino tres. Los vándalos robaron el generador eléctrico, la podadora de césped, la alambrada, dos cachorros de rottweiler, las gallinas y las cabras, y mataron a uno de los perros callejeros que vigilaban la cancha.
Zamfir quedó devastado, pero decidió seguir adelante. Fratia empezó el campeonato de otoño sin agua caliente ni electricidad, y conforme se acercaba el invierno, más duro era para los jugadores ducharse con el agua del pozo. Tras la primera nevada, tuvieron que entrenar en canchas alquiladas para mantenerse en forma. Tudorel, Catalin, Marin y otros 30 jugadores estaban decididos a continuar juntos, pero uno de los entrenadores, un congoleño, abandonó el equipo, llevándose consigo a algunos de los jugadores más jóvenes.
Más adelante, a principios de 2015, cuando el club por fin estaba saliendo a flote y los jugadores ansiaban participar en el campeonato de primavera, la Asociación de Futbol de Bucarest notificó a Zamfir que no contaban con permiso para jugar los partidos oficiales en su cancha, a menos que el terreno estuviera cercado con una alambrada y hubiera luz y agua caliente en los vestidores.
Zamfir se sentía cansado, y otras cosas ocupaban su mente: a su hijo, de quien esperaba que siguiera sus pasos y mantuviera adelante al equipo, lo aquejaba una afección cardiaca, y todo el dinero de la familia se estaba usando para el tratamiento.
No obstante, Zamfir quería que el equipo tuviera una oportunidad más de sobrevivir. Alquiló una cancha cubierta y reunió al equipo. Más de 20 hombres lo rodearon en un pequeño vestidor, todos deseosos de jugar otra vez. El propietario estaba nervioso y con las mejillas encendidas cuando empezó a hablar.
—Como todos ustedes saben, lo he dado todo por el futbol y seguiré haciéndolo —señaló—. Mi hijo cayó desmayado en la cancha porque está enfermo del corazón. El saqueo del verano pasado nos costó mucho dinero. No pedí nada, pero la suerte me sonrió y un caballero me llamó para ofrecerme un generador.
—No necesitamos agua caliente. Podría dejarnos calvos —bromeó uno de los jugadores de más edad.
Pero Zamfir no le hizo caso.
—Necesito saber con certeza quién sigue siendo parte de este equipo y quién desea irse y jugar en otro —continuó—. Sin rencores.
—Es por eso que estamos aquí, jefe —le respondió Marin—. Queremos formar parte de este equipo.
Zamfir sintió alegría y un gran alivio. Explicó que con el fin de mantener unido al equipo y poder jugar los partidos oficiales, cada jugador tendría que aportar 55 euros (unos 60 dólares). El dinero reunido serviría para pagar a los árbitros y a los observadores oficiales, y también para mandar cercar el campo de juego y acondicionar debidamente los vestidores.
Todos los jugadores que acudieron a la junta sumaron fuerzas para mantener unida la organización y cumplir con las exigencias de la Asociación de Futbol de Bucarest. Con ayuda de Catalin, Tudorel programó los entrenamientos, reunió a los jugadores para recordarles pagar su cuota y les hizo préstamos a los que no tenían dinero en ese momento.
Durante todo ese tiempo, Zamfir entrenó con el resto del equipo en canchas de pasto artificial alquiladas. En el terreno de juego, era capaz de olvidarse de sus problemas. A sus 51 años, se mantiene en forma y sigue siendo competitivo; pelea cada gol. Creció en el campo de juego, y es aquí donde se siente realmente vivo.
Poco a poco empezaron a salir a flote. Con la ayuda de Marin, Zamfir repintó las líneas del campo, podó los árboles de las bandas, arregló la alambrada y pintó los vestidores. Por último, pocas semanas antes del comienzo del campeonato de primavera, la Asociación de Futbol les dio el permiso para jugar en su cancha. Luego de pagar a los árbitros y a los observadores, el equipo quedó listo para participar en el torneo de la cuarta división.
Y quedaron listos para jugar el primer encuentro como locales…
Pero en su primer partido oficial no les ha ido bien. Tras perder por cuatro goles a cero, los jugadores se reúnen en la banca. Quieren aprender algo de la derrota y permanecen juntos. “Es lo mejor que podemos jugar en estos momentos”, dijo uno de ellos. “En general, jugamos bien”, señaló otro. “¡La próxima vez les ganaremos!”, sentenció uno más.
Durante todo el partido, Zamfir ha estado ocupado haciendo que el generador funcione para tener agua caliente en las duchas, poniendo latas de jugo y cervezas en baldes de plástico llenos de cubos de hielo, y encendiendo la parrilla.
Por lo que a él respecta, no se trata de ganar, sino de jugar lo mejor que cada uno pueda, especialmente los futbolistas de más edad.
Una vez que los jugadores se han duchado y cambiado de ropa, y que el campo huele a rollos de carne molida asados, Zamfir corta el pan en rebanadas iguales. A cada jugador le da una rebanada de pan y una porción de carne aderezada con mostaza y sal. Todo el mundo está de buen humor otra vez, y cuando el dueño empieza a improvisar una canción sobre el equipo, los jugadores se le unen.
La hermandad continúa.