Carta abierta a las personas que me consolaron
Queridos extraños: los sigo recordando.
Hace 18 meses, cuando sonó mi celular, ustedes acababan de entrar a la tienda a hacer sus compras, al igual que yo unos momentos antes. Pero yo ya había abandonado el carrito repleto de víveres en el pasillo de entrada. Mi hermano había llamado para decirme que nuestro padre se había quitado la vida esa mañana.
Empecé a llorar y a gritar. Temblando, las rodillas se me doblaron y caí al suelo. Ustedes pudieron haber seguido su camino, sin hacer caso a mis alaridos, pero no lo hicieron.
Pudieron haberse detenido a mirar mi lastimera muestra de dolor, pero no lo hicieron. Al contrario, me rodearon mientras yo decía sollozando: “Mi papá se suicidó. Está muerto”.
Recuerdo que uno de ustedes tomó mi teléfono y me preguntó mi clave de acceso y a quién debía llamar. Necesitaban que les dijera el nombre de mi esposo para buscarlo en mi lista de contactos. Recuerdo que escuché cómo le dejaban un mensaje urgente a mi marido para que me llamara.
Me acuerdo que entre ustedes comentaban quién me llevaría a casa en mi auto y quién seguiría a esa persona para llevarla de regreso a la tienda. Aunque ustedes no se conocían, eso no importó. Se toparon conmigo, una desconocida, en el peor momento de mi vida, y me rodearon con un solo propósito: ayudar.
Aturdida, les dije que una amiga mía trabajaba en esa tienda, y uno de ustedes fue a buscarla. Y recuerdo que mientras estaba sentada junto a ella, uno de ustedes compró una tarjeta de regalo de la tienda para mí.
A pesar de que esa persona no me conocía, quería que yo supiera que estaría pensando en mí. Esa tarjeta de regalo ayudó a alimentar a mi familia cuando mis emociones no me permitían pensar siquiera en cocinar.
Nunca volví a verlos a ustedes, pero hoy tengo una convicción profunda: porque se acercaron a ayudarme, me ofrecieron un rayo de luz en el momento más devastador de mi vida. Ustedes tal vez no se acuerden de esto. Quizá no se acuerden de mí, pero yo jamás los olvidaré.