Castillo de Neuschwanstein: el delirio de un rey loco
Conoce las excentricidades de Luis II de Baviera, quien construyera este castillo, considerado uno de los más asombrosos que existen en el mundo.
Calificarlas de románticas no es suficiente: convendría decir que son fantásticas o fantasmagóricas.
De una fantasía excesiva, desmesurada. Como el espíritu de aquel que quiso erigir allí una construcción audaz y teatral, tan extraña y a la vez tan seductora, que no sorprende a nadie reencontrarla en las imágenes de los dibujos animados de Walt Disney.
Verdaderamente, ésta es la morada para una bella durmiente, para las hadas o para una reunión de enanos… Pero ¿para un rey?
Luis II, quien lo mandó construir, llevó a cabo sus fantasías volviendo irreal el mundo donde quería vivir. El decorado se presta a ello: los Alpes de Baviera son el grandioso telón de fondo de la escena, que permite a las brumas vestir la verticalidad fantasmagórica del castillo.
Con los acentos de la música de Wagner, el joven príncipe sintió vibrar en él esa fibra germánica que lo ha habitado desde siempre.
Hipersensible, solitario, frágil y pálido como un héroe romántico, Luis no abandonará esta pasión al subir al trono de Baviera, a los dieciocho años recién cumplidos. Y financiará generosamente la construcción del Teatro de Bayreuth.
Frente al castillo familiar de Hohenschwangau, a 965 m de altura sobre un espolón rocoso rodeado de bosque, manda erigir –a partir de 1869– un edificio neomedieval que toma más de la fantasía de un decorado teatral que de la arqueología.
Torres y torretas, campaniles y chimeneas suben al asalto del cielo, en una complejidad de formas que testimonian, quizás, los problemas mentales de quien las ha encomendado… La obra es dantesca.
¡Hay que dinamitar la montaña, trazar un camino y traer el agua, subir 465 toneladas de mármol y 400.000 ladrillos! Como Baviera está bajo la tutela prusiana, el joven monarca no tiene más ocupación que sus castillos y Wagner.
Duerme de día y vaga de noche, uno se inquieta: ¿la fantasía no se convierte en locura? Vanidad de vanidades, el joven rey no residirá más que ciento dos días en Neuschwanstein.
Allí se encuentra el 12 de junio de 1886, día de su detención: lo recluyen en el castillo de Berg. Unos días más tarde, lo encuentran ahogado en el lago de Starnberg con su psiquiatra.
El príncipe siempre como ausente. Una sensibilidad extrema y una homosexualidad, que ni su época, su entorno ni él pudieron admitir jamás, sacaron a Luis II de Baviera (1845-1886) de la “vida real”, que no podía soportar. A los 41 años, eligió la muerte.
“El lugar es santo e inaccesible, un templo digno para el amigo divino que llevó salvación y bendiciones al mundo”. Así describía Luis II a Wagner su visión del futuro castillo de Neuschwanstein.
A fuerza de acumulación y de referencias –antiguas, islámicas, medievales–, dieron a la sala del Trono un aspecto dramático. ¿No era acaso lo que deseaba Luis II para quien la vida no se concebía más que como un drama existencial representado en un decorado wagneriano?
De un profuso eclecticismo, la decoración interior del castillo multiplica las reminiscencias de tiempos antiguos recuperados por el romanticismo desenfrenado del rey loco.
En la sala del Trono, la decoración de la pared del ábside –que representa a Cristo (opuesto) y los seis reyes canonizados por la Iglesia– puede interpretarse como una evocación de la leyenda del Graal.
Extraído del libro: “Secretos de los lugares más extraordinarios del mundo”, Reader’s Digest