A veces, un amor otoñal necesita cocerse poco a poco, como un buen estofado.
Hace dos años conocí a un hombre que me atrajo al instante. Eric (así se llamaba) era divertido, amable, brillante, generoso y de trato fácil.
Teníamos mucho en común: una vida ajetreada en Nueva York, un dovorcio a cuestas e hijos adultos a los que adorábamos. Lo mejor de todo, como me quedó claro a las pocas semanas de empezar a salir, era que él me tenía en muy alta estima.
Cuando los árboles del Central Park empezaron a perder las hojas, me di cuenta de que me estaba enamorando. Notaba que Eric también, pero él se mostraba muy reservado: luego de dos meses de salir juntos, al final de sus e-mails seguía poniendo “Saludos, Eric”. Me parecía que hacerlo expresar lo que realmente sentía por mí exigiría algo especial; algo que disfrutáramos juntos, que lo conmoviera y lo hiciera sentirse feliz.
Decidí estofar un pecho de res. No es broma: un pecho de res bien estofado puede ser mucho más seductor que un negligé. Este guiso dorado, hecho con un corte vacuno oblongo, procede de Europa Oriental y llegó a Estados Unidos en la cubierta de tercera clase de los barcos. Se prepara con amor, se sirve a los seres queridos y es ideal para infundir bienestar.
Es un plato que se parece mucho a un romance otoñal: su éxito depende de una mezcla de paciencia, cariño y una pizca de esperanza (hay que marinarlo dos noches, dejarlo una tarde en el horno y bañarlo generosamente con su jugo durante la cocción para quitarle lo correoso y darle su suave consistencia). Sólo entonces algo que comenzó con un potencial mínimo
se vuelve extraordinario: tierno, exquisito, celestial. Algo casi mágico, que en realidad no esperabas que sucediera, sucede.
O eso me imaginaba. Puse en marcha mi plan un diciembre gélido, cuando Eric estaba por volver de un viaje de negocios de dos semanas. “Ven a cenar el próximo miércoles”, lo invité por correo electrónico. “Espero que vengas con apetito para una cena hecha en casa”. “Me parece perfecto”, respondió él al poco rato y, como siempre, al final escribió: “Saludos, Eric”. Me iba a costar trabajo.
Por suerte, tenía yo una ventaja: la cena caería en la Januká. Me crié en una familia mitad judía que ponía árbol de Navidad, pero Eric provenía de un hogar totalmente judío. La preciada receta de estofado de pecho de res de su familia había llegado al país cuando sus abuelos emigraron
de Letonia. Su madre, Thelma, deleitaba con ella a toda la familia, y a mí se me ocurrió hacerle el estofado precisamente a Eric.
Bañé el corte con una salsa hecha con el jugo de la carne y rodajas de arándano rojo, que se fundieron sobre él y lo fueron caramelizando poco a poco. Decenas de velitas parpadeaban en la mesa, cubierta con un impecable mantel y una menorá encendida en el centro. Paladeamos una botella de vino malbec. Hasta el aroma del estofado era embriagador. Toda resistencia resultó… inútil.
Al otro día recibí un mensaje electrónico que decía: “Gracias por la maravillosa cena y una velada muy especial. Te amo, Eric”.
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