Cómo aprendí a amar después de tanto dolor en mi infancia
Mis padres no eran cariñosos, y en casa había violencia física y verbal. Con ese ejemplo, ¿me atrevería yo a tener hijos algún día?
Mis padres no eran cariñosos, y en casa había violencia física y verbal. Con ese ejemplo, ¿me atrevería yo a tener hijos algún día?
En el primer cumpleaños de mi hijo David le regalamos una carreta de juguete con bloques de madera. Hoy día tiene dos años y medio y sigue jugando con ella. La usa para transportar piedras o montoncitos de arena, y aunque le pido que no lo haga, siempre se sube en ella.
Un día oigo un ruido fuerte y un llanto. Encuentro a David tendido boca abajo sobre las baldosas del jardín. Cuando lo levanto, veo una mezcla de lágrimas, mocos y sangre en su carita que me causa angustia y náuseas a la vez. Mi hijo está sufriendo. Lo abrazo, lo arrullo y beso su cabello rubio.
La herida es superficial. Le digo que es muy valiente, que mamá también lloró un poco y que cuando papá llegue a casa le dará un beso para calmarle el dolor. David quiere una tira adhesiva. Le pongo una, y luego salimos a jugar otra vez.
El incidente me recuerda algo que me ocurrió cuando era muy pequeña. Sucedió un hermoso día en el pueblo holandés donde crecí. Mi hermana y yo estábamos jugando en el jardín de la casa. Ella me había atado a la carriola de su muñeca, una cosa inestable que se ladeó y acabó en el suelo. Al caer me pegué en la cabeza. Primero sentí pánico, y luego un intenso dolor. Recuerdo haber llamado a mi mamá a gritos, y el sabor salado del moco sobre mis labios.
Pero a mis padres todo esto les pareció muy divertido.
—¡Trae la cámara! —gritó papá.
La Kodak estaba en el desván y primero tenían que ponerle un rollo. Yo estaba tendida en el suelo, llorando desconsolada y con las piernas torcidas porque aún estaba atada a la carriola. No creo que hayan pasado más de cinco minutos, pero a mí me parecieron horas.
Mis padres aún guardan las fotos, que ya se han puesto amarillentas. Años después le pregunté a mi mamá por qué no me había levantado del suelo ni consolado, y su respuesta fue: “Siempre estabas llorando, así que te dejamos hacerlo otro poco”.
No se nos permitía hablar cuando mi padre veía la televisión, lo cual era a diario, de las 7 a las 12 de la noche; incluso que alguien se riera en la cocina podía enfurecerlo. Los intempestivos accesos de ira de mi padre convertían la casa en una zona de guerra. A veces se enojaba por razones que nadie podía explicar. Mamá siempre rehuía las peleas. No nos consolaba y suspiraba mucho. Tal vez pensaba que era normal, pues su niñez no había sido más feliz que la nuestra.
Papá nos golpeaba. En una ocasión me pegó porque derramé un vaso de leche, cuando era pequeña; en otra, a los 16 años de edad, se abalanzó sobre mí y me golpeó en la cabeza y los oídos. Poco después me fui de casa para siempre. Por cierto, esa última pelea se debió a que mis padres se fueron de vacaciones un día antes de mi graduación del bachillerato. En verdad me habría encantado que estuvieran conmigo.
Por ese tiempo conocí a Jesse, un joven afable, simpático y tranquilo. Cuando le contaba los recuerdos de mi niñez, me abrazaba para consolarme. Entonces yo lloraba y reía al mismo tiempo porque sus rizos y su cuerpo tibio me hacían feliz.
Yo le decía que jamás tendría hijos. Muchas veces había leído que el maltrato infantil es una conducta hereditaria; sin embargo, Jesse quería tener niños, y su deseo chocaba con mis planes de una existencia sin ellos. Él anhelaba ser papá, y creía que yo iba a ser una mamá maravillosa.
Muy en el fondo, yo sabía que no era como mis padres. Lo que sentía por Jesse era una prueba de que podía amar. Entonces, ¿por qué no cuidar a un niño?
A pesar de todo, no lograba quitarme el miedo de llegar a ser una madre irritable, gritona y golpeadora. También temía que criar un bebé me evocara recuerdos tristes y eso me sumiera en la depresión.
Los años pasaron, y la presión de mi reloj biológico iba en aumento. Unos meses antes de cumplir 30 años empezó a ilusionarme la idea de tener un bebé, pero no me atrevía. “Entiendo tu miedo”, me decía Jesse. “Eres la persona más dulce que conozco, ¿por qué supones que te vas a convertir en un monstruo?”
Nada cambió hasta que una compañera del trabajo me mostró fotos de su bebé. Sentí envidia y un enorme deseo de ser mamá. Al final esto fue lo que me llevó a tomar una decisión. Me encerré en mi oficina y me puse a llorar. Tras un par de horas, me sequé las lágrimas y telefoneé a Jesse.
—Voy a dejar de tomar anticonceptivos —le dije, y lo imaginé con una sonrisa de felicidad.
Al cabo de dos mese estaba embarazada. Nueve meses después, cuando Anne nació, comprendí que habían sido en vano tantos años de angustia y duda. Me sentí desbordada de alegría al tener ese bultito de 3.2 kilos entre mis brazos; me deleitaba viendo sus rizos oscuros, sus ojos azules y sus deditos.
Tenía las facciones finas de Jesse y mi cara redonda. Pensaba yo que jamás lastimaría a esa criatura. ¿Cómo podría hacerlo? Era mi hija. No había ninguna madre agresiva ni histérica dentro de mí. Me pasaba horas abrazando y arrullando a Anne. Me hacía sentir llena de ilusión y de confianza en mí misma; la amaba con todo el corazón.
Cuidar a la niña nos hacía muy felices a Jesse y a mí. Nos resultaba imposible imaginar la vida sin ella. Pero una mañana de sábado, cuando Anne apenas tenía 10 semanas, enfermó gravemente. Murió de insuficiencia hepática dos días después.
Nunca se esclareció la causa de su muerte; su hígado simplemente dejó de funcionar. Cinco días después su cuerpo fue cremado. Nuestros familiares y amigos depositaron rosas sobre la urna de madera que contenía sus cenizas. Jesse y yo nos quedamos junto a la urna un largo rato, sin poder despedirnos para siempre de nuestra adorada bebé.
Unos días después de la cremación vi a Anne frente a mí, tan clara como la vida. No a mi hija muerta, sino a una niña risueña y feliz. Aunque mi dolor era profundo, empecé a darme cuenta de que su vida había tenido sentido. En dos meses y medio Anne me enseñó mejor que nadie que podía yo amar aunque jamás hubiera recibido amor. Me enseñó a ser madre, una mamá dulce y buena.
Mi instinto me decía que sólo había una forma de honrar sus enseñanzas: no rendirme ante el temor. Esta vez no era miedo a tener un hijo, sino a perderlo. Quería transmitir mi amor por Anne como si fuera un legado precioso. Otro bebé recibiría ese regalo. La muerte no ganaría. Quería yo abrazar la vida junto con Jesse.
Un año después nació David.
Mientras pienso en el pasado, David deja su carreta y empieza a arrancar flores. Jesse las había plantado con esmero, y no había reído desde la muerte de Anne, pero eso terminó con el nacimiento del niño.
—David, eso está mal —le digo, tratando de usar un tono severo, mientras me arrodillo junto a él.
Él se vuelve y me mira a los ojos, los cuales me delatan. No puedo ocultar que lo que verdaderamente quiero es reírme de sus deditos regordetes llenos de lodo. Le brillan los ojos. Me rodea el cuello con sus brazos cubiertos de tierra y, riendo, me dice:
—¡Mami, mami!
Tras el nacimiento de David, Brechtje y Jesse tuvieron otro bebé saludable, al que llamaron Daniel.