Azotado por el gélido viento del Báltico, Pedro el Grande, zar de Rusia, inspeccionaba el paisaje desolado que acababa de arrebatar a los invasores suecos. Empuñando una bayoneta, levantó cuatro terrones del suelo y, esparciéndolos de nuevo en forma de cruz, rugió: ?¡Aquí habrá una ciudad!?
Nadie sino él podía concebir una ciudad en aquella llanura fría, húmeda y pantanosa habitada por hombres que se alimentaban de lobos. Cuando los vientos helados soplaban desde el mar Báltico, el río Neva fluía en dirección contraria, inundando el delta y convirtiendo el río en una ciénaga.
Corría el año de 1703 y esta inhóspita región seguía estando prácticamente deshabitada. Pero ahora que el ejército de Pedro el Grande había tomado la última plaza fuerte sueca de Noteburg, el zar decidió trasladar su capital de Moscú a una ciudad de nueva construcción que se llamaría San Petersburgo y se alzaría en este páramo batido por los vientos.
Pedro el Grande, que gobernó entre 1682 y 1725, aborrecía Moscú, sus conspiraciones, sus costumbres profundamente arraigadas, sus supersticiones y sus intrigas de corte.
Y fue este lúgubre delta, situado en el extremo noroccidental de Rusia, el que despertó su entusiasmo. Lo veía como una ?ventana hacia Occidente?, el lugar que le ofrecía la tan ansiada salida al Báltico.
Pensaba que lejos de Moscú podría modelar una nueva y gallarda Rusia, inspirada en ese modelo Occidental que tanto admiraba.
Alentado por un impulso visionario, Pedro el Grande comenzó a construir una gran ciudad en la pequeña isla de Zayachy. El primer obstáculo era elevar el terreno.
Para ello se trajeron toneladas de tierra de las islas vecinas. Los trabajadores arrancaban la tierra con sus propias manos y, como no disponían de carretillas, la transportaban en sacos o en el interior de sus camisas.
El ambicioso proyecto del zar requería una enorme cantidad de mano de obra. Campesinos, convictos y soldados, fueron reclutados y obligados a establecerse en San Petersburgo; unos durante algunos meses y otros para toda la vida.
Los gobernadores provinciales quedaron obligados por decreto a proporcionar unos 40,000 trabajadores al año, que transportarían hasta las marismas las montañas de madera necesarias para construir los cimientos, nivelar el terreno y abrir calles.
Los trabajadores vivían miserablemente en sórdidos barracones, o incluso dormían a la intemperie con tan sólo una fina manta por abrigo.
Su dieta era muy pobre y su paga insignificante. Pese a ello, la primera fase de la construcción se terminó en 1710, y en 1712 el zar proclamó San Petersburgo capital de Rusia.
Durante los primeros años la vida era muy dura. El río se desbordaba todos los otoños, diezmando o arrasando las cosechas. San Petersburgo no habría podido sobrevivir sin las reservas que llegaban del exterior, y el sueño del zar no se hubiera hecho realidad.
La ciudad tenía poco menos de 35,000 habitantes y casi todos querían irse de allí. Pero el zar estaba contento. Había escapado al fin de la sofocante atmósfera moscovita y había desestabilizado a la nobleza con este desarraigo forzoso, fortaleciendo así su control del país.
Una soberbia ciudad surgió a medida que los palacios comenzaron a cubrir las orillas del Neva. Medio rusa, medio europea, San Petersburgo era una ciudad de agujas y cúpulas doradas, de obeliscos de granito, de galerías y palacios.
La corte imperial de San Petersburgo se convirtió en la patria de la música, la literatura y la poesía rusas, en la ciudad de Pushkin, de Dostoievski y de Diaghilev. Tras el estallido de la guerra, en 1914, la capital pasó a llamarse Petrogrado y, en 1924, fue rebautizada como Leningrado.
Tras la caída del régimen comunista, en 1991, recuperó su nombre original, el único apropiado para una ciudad que debe su existencia a la indoblegable voluntad de un hombre.
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