Durante la primavera, en la edad media, la gente acudía a las barberías de los pueblos y ciudades no necesariamente a cortarse el pelo o afeitarse, sino también para que le arrancaran una muela o le sacaran sangre.
La gente creía que el desequilibrio de los humores (sangre, flema, bilis y atrabilis) era perjudicial para la salud, y que la extracción del exceso de sangre cada primavera (la época de la renovación) era la forma de restaurar ese equilibrio.
“Sacando la sangre, se saca la enfermedad”, era el principio en el que se basaba esta práctica que, pese a su potencial peligrosidad, fue el tratamiento más popular para muchas enfermedades graves durante siglos.
La tarea de extraer sangre había sido realizada tradicionalmente por personas con escasos conocimientos médicos, bajo la supervisión de algún cirujano. Durante el siglo XIII los barberos comenzaron a ocuparse de esta operación, y poco a poco formaron un gremio y ampliaron sus servicios hasta abarcar intervenciones de cirugía menor tales como sajar diviesos, vendar úlceras y extraer muelas.
Algunos barberos se especializaron en operaciones más serias, llegando a tratar cataratas o hernias. En los pueblos pequeños llevaban a cabo operaciones relativamente complejas, como por ejemplo reducir fracturas o realizar trepanaciones (cortar una porción del cráneo para aliviar la presión sobre el cerebro).
Al principio cualquiera podía establecerse sin licencia como cirujano, pero hacia el siglo XIV, en algunos lugares de Europa, las universidades y los gremios comenzaron a regular la práctica de la medicina.
Locales comerciales
La mayoría de los barberospracticantes realizaban su trabajo en un establecimiento público, y solían anunciar sus servicios con un cartel que representaba una mano levantada, de la que goteaba sangre, y una sangradera para recogerla. Las sangraderas eran de barro cocido, peltre o plata, y solían tener unas marcas en el interior para señalar la cantidad recogida.
Antes de sacar la sangre, el barbero sumergía la mano del paciente en agua caliente para que se hincharan las venas y fueran más fáciles de ver. Luego ponía un torniquete alrededor del brazo del paciente y, con la sangradera preparada, decidía en cuál de las cinco venas mayores (cada una de las cuales se asociaba a un órgano vital) haría la punción.
Sujetando firmemente la mano del paciente con un trapo alrededor, el barbero abría una cisura en la vena con una lanceta de doble hoja. Cuando ya había extraído suficiente sangre, el barbero vendaba ligeramente la herida y enviaba al paciente a casa.
El oficio se transmitía de generación en generación, de modo que un aspirante a barbero comenzaba de aprendiz con un maestro (habitualmente su propio padre) e iba adquiriendo el conocimiento de todos los secretos del oficio. En las grandes ciudades, sin embargo, los aprendices podían asistir a las mismas clases de anatomía que los estudiantes de medicina.