En la primavera de 1884 Pasteur se concentró en su trabajo de investigación en el bosque de Meudon, cerca de París, donde tenía 50 perros rabiosos enjaulados. Allí inició una serie de experimentos que transformarían la medicina.
Todos los años, la rabia, producida por un virus que se transmite por medio de la saliva de un animal infectado, causaba la muerte lenta y dolorosa de cientos de seres humanos en toda Europa.
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Con frecuencia, irónicamente, las víctimas morían como consecuencia del único tratamiento disponible: la cauterización de las heridas con hierros candentes o ácido fénico.
Pasteur había estado inoculando a conejos saliva y masa encefálica de perros (y seres humanos) infectados, desde que comenzara sus investigaciones en 1881. Posteriormente, en el otoño de 1884, puso a secar fragmentos de la médula espinal de los conejos infectados en unos frascos que contenían potasa cáustica.
A continuación inyectó a unos animales de laboratorio una emulsión de la sustancia seca, que amortiguó considerablemente la enfermedad. Más adelante descubrió que ese tejido cerebral emulsionado era en sí mismo una vacuna que podía salvar la vida de las víctimas de mordedura que todavía no habían desarrollado los síntomas.
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La oportunidad de demostrar su teoría en público le llegó en julio de 1885, cuando un pastor de nueve años llamado Joseph Meister llegó con su madre a la clínica de Pasteur en París. Joseph había sido atacado brutalmente por un perro rabioso en un pueblo de Alsacia, y sus piernas, muslos y manos presentaban numerosas mordeduras profundas. Horrorizado por las heridas, Pasteur inoculó a Joseph la nueva vacuna, preparada a partir de los tejidos espinales de un conejo que acababa de morir de rabia.
Pasteur buscó alojamiento a los Meister y sometió a Joseph a un tratamiento de una inyección diaria durante dos semanas, reforzando la vacuna en cada ocasión. Todos los días, recordaba Pasteur más tarde, temía escuchar que había sucedido lo peor, y que el pequeño Joseph había muerto. Pero, transcurridas las dos semanas, se recuperó por completo, y Pasteur fue aclamado como su salvador.
Alrededor de 59.000 personas mueren cada año de la rabia que transmiten los perros: unas 160 al día, en promedio. Esto sucede especialmente en las zonas más pobres del mundo.
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