Las pisadas del artista resonaron en el refectorio mientras se dirigía al andamio montado frente al mural inacabado de la pared del fondo. Subió al andamio, escogió un pincel y, después de dar una sola pincelada, descendió. Sin pronunciar una palabra ni mirar a nadie, se marchó por donde había venido.
Leonardo da Vinci –pintor, arquitecto e ingeniero– había adquirido reputación de genio en Italia entera. La Última Cena, para el monasterio de Santa Maria della Grazie de Milán, no era la única obra que estaba realizando en la ciudad.
Desde que había comenzado a pintarla el año anterior, en 1495, sus métodos de trabajo se habían hecho célebres. Algunos días pintaba desde el alba hasta el anochecer, sin detenerse siquiera a comer o a beber. Después podían pasar varios días sin que volviera a tocar la obra.
Luego quizá hiciera un par de modificaciones menores en sendas sesiones de pintura. Pero todos los días pasaba largas horas contemplando la obra en silencio.
La última cena que celebró Jesucristo con sus discípulos era un tema común en los comedores monásticos. Pero Leonardo dio su toque genial a esta obra de 9 metros, saltándose las rígidas normas de la perspectiva renacentista.
Las paredes de la estancia que acoge a Jesús y a sus discípulos no se ajustan a la perspectiva lineal y el ángulo de la mesa está sesgado, de manera que los comensales parecen estar dentro del propio refectorio del monasterio. Gracias a este efecto, los monjes debían experimentar la impresión de compartir la mesa con Jesucristo.
Leonardo utilizó una técnica nueva para La Última Cena. En lugar de pintarla al fresco sobre escayola fresca con pinturas al agua, empleó una mezcla de aceite y témpera sobre el muro seco.
La pintura al fresco requiere decisión y rapidez de ejecución, puesto que cada sección de la obra debe completarse antes de que la escayola se seque, por lo general al cabo de un día. Pero Leonardo prefería tomarse su tiempo para ir añadiendo pequeñas mejoras poco a poco.
Cuando se concluyó, en 1497, el mural era una obra maravillosa, de tonos radiantes. Si Leonardo lo hubiera pintado al fresco, se habría conservado intacto. Pero en 1517 ya estaba muy deteriorado y a lo largo de los años sufrió diversas restauraciones.
El que vemos hoy no es ni la sombra del original. Por fortuna, algunas copias realizadas por sus discípulos se han conservado bien, así como algunos de los bocetos del maestro.
Muchos historiadores del arte la consideran como una de las mejores obras pictóricas de todo el planeta. Esta pintura fue declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco en el año 1980.
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