Cómo un trasplante le dio un vuelco a mi vida

Recibir un nuevo páncreas no fue nada fácil, pero al final fue mi salvación.

No me agradan los grupos de apoyo. Si hay algo que me incomoda más que ventilar mis sentimientos es escuchar a otras personas hablar sobre los suyos. Aun así, la mañana de un sábado de marzo de 2013, me uno a un grupo de apoyo sobre trasplante de órganos en la sala 6104 del Centro Médico de la Universidad de Cincinnati. 

Todos aquí conocen bien la enfermedad. Hablan de estreñimiento y de catéteres como si fuera lo más natural del mundo. Dos de nosotros estamos esperando un trasplante, y prácticamente no hablamos.

No quiero saber nada sobre momentos difíciles ni dudas. Quiero dejar de ser diabético. Quiero leer libros, dar paseos a pie con mi esposa y ver a nuestra hija Lucy, que tiene apenas siete años, el día de su boda. No me interesa la verdad, pero está sentada justo delante de mí: tiene un largo cabello castaño, la piel macilenta y un aspecto muy cansado.

Dice que lleva más de un año en la lista de espera para recibir un páncreas. Transcurridos 365 días, uno tiene que volver a hacer todos los trámites para seguir en esa lista, lo que implica más exámenes médicos y nuevos dictámenes. Acaban de poner a esta mujer en “aplazamiento” porque su corazón se ha debilitado demasiado. En lo único que puedo pensar es que es una persona menos que espera un páncreas antes que yo. Ni siquiera sé cómo se llama.

Mi decisión de buscar un trasplante empezó con los cálculos que suelen hacer las personas enfermas: si John es un hombre casado de 48 años, tiene cuatro hijos y ha vivido con diabetes tipo 1 durante tres décadas, ¿cuántos años de vida le quedan?

Comencé a hacerme esta pregunta después de cumplir 20 años, y me la hice con más vehemencia a los 30, cuando me casé con Laura y empezamos a tener hijos. Conforme los niños iban creciendo, mis inquietudes se volvían más concretas. ¿Podré hacer brindis cursis cuando se casen? ¿Podré cuidar a mis nietos? ¿Cuándo me volveré una carga para mi familia? Las respuestas empezaron a molestarme. La aritmética ya no funcionaba. Entonces tomé la decisión: quería un trasplante de páncreas.

Cursaba yo el primer grado de bachillerato cuando de pronto empecé a sentirme cansado y sediento y tenía que orinar todo el tiempo. Un médico me diagnosticó diabetes juvenil; dijo que mi organismo había dejado de producir insulina, y que yo podría llevar una vida “normal” hasta los 30 años, más o menos.

Hice todo lo que estuvo a mi alcance para controlar la enfermedad. Pasé 22 años inyectándome insulina, y en los 12 siguientes usé una bomba en lugar de una jeringa. Cada vez que iniciaba una nueva década de vida, le pedía a Dios que me dejara vivir otros 10 años buenos. Mi mayor deseo era demostrarle a ese médico que se había equivocado.

Sabía que tendría complicaciones. La tasa de mortalidad por apoplejía y cardiopatías entre los diabéticos es casi dos veces mayor que entre los no diabéticos. Un 60 por ciento de las amputaciones de piernas y pies no relacionadas con lesiones se deben a la diabetes, y ésta es también la principal causa de ceguera. Cuando pensaba en mi futuro, veía un hombre ciego y sin un pie al que le daba un ataque de apoplejía.

Al cumplir 40 años, me pinchaba un dedo 10 veces al día para extraerme sangre y medir el nivel de glucosa. Me alimentaba bien y hacía ejercicio a menudo. En una persona sana, el nivel de glucosa en la sangre debe ser de entre 70 y 99 miligramos por decilitro. Mi concentración a veces bajaba a 30 o 40 mg/dl, y subía abruptamente hasta 250 mg/dl.

Cuando el nivel era bajo, tendía yo a actuar de modo irracional y “difícil”, por usar un eufemismo. El segundo de mis hijos, Theo, era el que más resentía mis estados de ánimo. Miraba a su madre con disimulo y le susurraba: “¿A mi papá le bajó el azúcar?” El peligro era mayor cuando tenía muy bajo el nivel de glucosa, ya que podía perder el conocimiento y luego no recordar nada. Muchas veces me llevaron de urgencia al hospital.

La única forma de dejar de ser diabético es recibir un páncreas donado. La tasa de rechazo de un páncreas trasplantado es de alrededor de 10 por ciento en el transcurso del primer año. No me importaba. Después de la operación hay que tomar medicamentos inmunosupresores por el resto de la vida. Tampoco me importaba.

A principios de 2012, el diario The Cincinnati Enquirer contrató a mi esposa como jefa de redacción, y a mí como reportero, así que nos mudamos de Phoenix, Arizona, a Cincinnati, Ohio.

La doctora Marzieh Salehi, del Centro Médico de la Universidad de Cincinnati, intentó controlar mi glucosa sanguínea, pero fue en vano. Le dije que quería un trasplante. 

En diciembre de 2012 acudo al doctor Tayyab Diwan. Dice que todas las operaciones implican riesgos, y que un trasplante es un procedimiento largo y muy complicado. Se ofrece a disipar mis dudas.

—Si alguien de su familia estuviera en mi situación, ¿le recomendaría el trasplante? —le pregunto.

—Sí, lo haría —responde.

—¿Le aconsejaría que se sometiera a la operación aquí?

—Hay varios lugares que recomendaría. Éste es uno de ellos.

Con eso me basta. Quiero un trasplante de páncreas, y quiero que este hombre lo haga.

Antes de que puedan declararme apto para el trasplante, los médicos deben evaluar mi corazón, circulación, pulmones y hasta mis dientes. Para ser receptor de un órgano donado, uno debe estar lo bastante enfermo para requerir una operación tan drástica, y tener la fuerza suficiente para resistirla. El equipo de trasplantes del Centro Médico de la Universidad de Cincinnati emitirá el dictamen. Pasan las fiestas navideñas. La espera es insoportable. El 10 de enero de 2013 recibo un aviso por teléfono: estoy en la lista.

Empiezo a hacer cálculos de otro tipo. Para recibir un páncreas, alguien debe morir primero, y tiene que ser una persona sana que muera de repente. Todas las probabilidades apuntan a que sea una víctima de un accidente automovilístico.

Otros factores esenciales son la compatibilidad de tejidos y tipos de sangre. El donador debe haber expresado su voluntad de regalar vida y hallarse cerca del receptor. El proceso comprende tantas variables, cada una tan independiente de las otras, que el asunto parece ser puro azar.

En la mañana del 13 de mayo suena el teléfono de mi oficina. Del otro lado de la línea, una voz me dice:

—Tenemos un páncreas para usted.

Laura y yo corremos a casa y empacamos una mochila. Ya en el hospital, cuando están a punto de llevarme en camilla al quirófano, el doctor Diwan se aparece y me hace saber que no le gusta el páncreas donado porque tiene una arteria dañada.

—No lo hagamos —me dice—. Esperemos un órgano bueno.

Recorro el cuarto con la mirada, y veo a mi esposa, a las enfermeras y los aparatos. Voy a tener que vestirme para regresar a casa.

Desde ese día estoy ansioso. Cada vez que suena el teléfono, imagino distintas rutas para llegar al hospital. También me siento atado; tendré que llegar al hospital menos de una hora después de que me avisen que hay
un páncreas para mí.

Me pierdo la fiesta que le ofrecieron a mi padre en Massachusetts por su 80 cumpleaños. No podemos irnos de vacaciones con los niños. Siento la soga muy apretada.

Peor aún, me he vuelto un padre ausente. Siempre pensé que ser un buen papá sería fácil; sólo hay que estar presente y poner atención. Pero ya no estoy haciendo eso como debería. Siempre estoy preocupado.

Aunque deseo con desesperación que suene el teléfono, siento culpa. Sé que alguien tiene que morir para que yo consiga un páncreas.

Puedo imaginarme a la familia del donador. Su teléfono va a sonar, y un desconocido les avisará de un choque de autos, un ataque de apoplejía o un suicidio consumado. Sé bien cómo son esas llamadas porque un día recibí una. Mi hermana Maura murió en un accidente automovilístico cuando yo empezaba la universidad. Se había ido a vivir un año a Europa, y en una tarjeta había anotado mis datos como contacto de emergencia.

Por eso fui yo quien recibió una llamada del Departamento de Estado para avisarme que mi hermana había fallecido, y luego tuve que telefonear a mi padre. Ha sido lo más difícil y doloroso que he tenido que hacer jamás. Ahora, todos los días espero que alguien reciba una llamada así. Estoy perdiendo mi humanidad.

Pasa el verano. Le digo a Laura que cuando transcurra un año y llegue la hora de que me hagan más pruebas, me negaré. Estoy harto.

El viernes 1 de noviembre suena el teléfono. Son las 10 de la noche. Laura está arriba, acostando a Lucy, y yo estoy en la cocina con Theo y Luke. Henry salió con sus amigos. Seguramente es él quien llama.

Contesto el teléfono, y una mujer me dice con voz tranquila:

—Tenemos un páncreas para usted.

Me pregunta cómo me siento, y le digo que bien; quiere saber si tengo fiebre, y le contesto que no.

Theo y Luke han escuchado cada telefonema que he recibido en los últimos 11 meses. Me preguntan:

—¿Llegó la hora, papá? ¿Te están llamando del hospital?

Asiento con la cabeza y trato de concentrarme en la mujer del teléfono, quien me dice que acuda cuanto antes a la sala de urgencias.

—Vayan a avisarle a su madre —les pido a los chicos.

Laura y yo llegamos corriendo al hospital, y luego esperamos. No puedo comer ni beber nada, y las enfermeras están batallando para colocarme una sonda intravenosa. Estoy irritable y me duelen los brazos. Una enfermera nos dice que el donador está “abajo”. Ya no estoy de mal humor; eran sólo mis nervios.

Al otro día Kathy Daley, trabajadora social de la unidad de trasplantes, entra a mi cuarto. Resulta que éste es el primer sábado del mes y hay una reunión del grupo de apoyo. La familia de un donador previo asistirá a ella.

Arrastrando el aparato de venoclisis, recorro el pasillo hasta la sala 6104. Una pareja de mi edad está sentada en un extremo de la mesa. Empiezan a contar la historia de su hija, quien murió hace cinco años en un accidente automovilístico. Se llamaba Ellie y tenía 10 años de edad. Ellos donaron sus órganos porque les pareció que era lo correcto.

—Eso es lo que Ellie habría querido —musita la madre.

Uno a uno nos acercamos para darles las gracias. Es el mismo grupo de la vez anterior, pero sin la mujer que estaba en “aplazamiento”. Me pregunto qué habrá pasado con ella.

Cuando llegue mi turno de hablar, quiero que esta pareja sepa que tengo cuatro hijos y una esposa; quiero decirles lo que su regalo seguramente ha significado para una persona como yo. Pero no me salen las palabras: digo “gracias” y me quedo mudo. No quiero llorar delante de ellos; quiero que se sientan bien.

Me pongo de pie, camino hasta la puerta y, antes de salir, le doy las gracias a la pareja una vez más.

A las 10 de la noche en punto, me llevan en camilla al quirófano.

Dos días antes, a las 4:40 de la madrugada, una mujer de 27 años acababa de subir a su auto, un Nissan con 14 años de uso. Conducía sola y se dirigía a la oficina de correos, donde trabajaba en el primer turno. Había recorrido apenas 800 metros cuando la parte trasera del coche empezó a patinar; el pavimento estaba mojado y los neumáticos eran viejos. Aunque la mujer llevaba puesto el cinturón de seguridad, no pudo evitar estrellarse contra un poste de luz.

Doce horas después, los médicos declararon que tenía muerte cerebral. Era una mujer sana y fuerte con una herida letal en la cabeza: un donador de órganos perfecto. Estaba casada y era madre de cuatro niños.

Veo una luz y oigo ruidos. No sé dónde estoy. Vuelvo a dormirme y luego despierto nuevamente. Esta vez distingo voces y sonidos de aparatos. Me encuentro en el hospital.

Sólo quiero saber una cosa: ¿salió bien el trasplante?

—Sí —dice Laura—. Salió bien.

Por primera vez en 35 años, no soy un enfermo diabético.

A la mañana siguiente estoy en la unidad de terapia intensiva quirúrgica. Tengo una sonda en el cuello, otra en un brazo, un catéter en el pene, un tubo en la nariz y una cánula que sale del estómago. Veinte grapas de metal mantienen cerrada la incisión que me hicieron. La enfermera pide que me ponga de pie.

—Tiene que caminar —me dice.

Saludo muy sonriente a todas las personas que encuentro en el pasillo como si fuera el día más esplendoroso del año. Estoy caminando y ya no tengo que inyectarme insulina; es así de sencillo.

No debo comer ni beber nada en los primeros seis días después de la operación. Una sonda me suministra líquidos y medicamentos. Me siento cansado, pero bien.

El doctor Diwan me visita a diario y siempre me pregunta cómo estoy. El tercer día le digo que me siento de maravilla, que ya no soy diabético. Me echo a llorar, y me sonrojo de vergüenza. El médico mira a Laura, luego a mí, y finalmente dice:

—Lo que sigue va a ser difícil.

Laura les ha advertido a los niños que estoy enfermo, que tengo tubos insertos en el cuello, la nariz, en un brazo y en el estómago, y que no soy el papá de siempre. Henry, de 15 años, no viene a visitarme el primer día; creo que no quiere verme en el estado en que me encuentro.

Theo, de 12, no quiere mirarme, pero sí estar cerca de mí. Se para junto a la cama, pone una mano sobre mi cabeza y mira hacia otro lado.

Luke, de 11, se abraza a mí. Hago todo lo posible por no llorar.

Lucy, de 7, me mira, examina el cuarto y comienza a hacerle preguntas a la enfermera. ¿Qué es esa cosa azul? ¿Qué hay en ese tubo? ¿Dónde está el páncreas viejo de mi papá?

Los médicos me están llenando de fármacos inmunosupresores para que mi organismo no rechace el órgano trasplantado. Después de tres o cuatro días, empiezo a sentirme extenuado por la falta de alimento, por dormir mal y por el aluvión de medicinas. Le digo a Laura que tal vez cometí un error, y de nuevo me echo a llorar. El doctor Diwan me asegura que son efectos secundarios normales.

Laura abre su computadora portátil y comienza a leerme los mensajes electrónicos y lo que nuestros amigos publican en Facebook. Muchos de ellos me saludan y me dicen palabras de aliento. Y rezan, pero de verdad. Rachel Greene le pidió a una amiga suya que estaba de viaje en Israel que anotara mi nombre en un papel y metiera éste en una grieta del Muro de los Lamentos de Jerusalén. Tom O’Hara, un sacerdote que es amigo nuestro desde hace muchos años, pronunció una oración por mi salud durante una misa en la Basílica de San Pedro, en el Vaticano. Y los hijos de las familias Goodykoontz, Pichler y Fleury rezan por mí antes de dormir.

Aunque nunca he sido una persona de mucha fe, los rezos me hacen sentir protegido, aliviado. No sé cuánto tiempo más voy a necesitar las plegarias de todos esos amigos. 

Mis padres han venido a visitarme al hospital y parecen muy preocupados. Pido un espejo para ver cómo me veo (supongo que terriblemente). Los niños vienen todas las noches. Henry se muestra cariñoso, pero está callado y un poco nervioso. Mi aspecto es peor del que esperaba: estoy pálido y he perdido mucho peso.

Tras la visita Laura lleva a los chicos a casa, y luego regresa. Está siempre aquí, sentada en mi cama, haciendo todo lo que puede por disimular su preocupación. Está pendiente de todo. La necesito.

Comienzo a notar avances. El jueves me quitaron el tubo de la nariz y pude beber algo; el viernes me dieron caldo de pollo, y el sábado, comida de verdad. Pedí una omelette de jamón y queso, y estaba deliciosa.

Una semana después de la operación, el doctor Diwan me avisa que me dará de alta al día siguiente. Dice que el páncreas está funcionando y que mi cuerpo asimila bien los fármacos. Le hago ver lo mal que me siento, y me responde que es normal para una persona que se sometió a una cirugía mayor y que se encuentra bajo un nuevo régimen de medicamentos.

Al otro día dejo el hospital. Hace un aire fresco y el sol brilla. Me pone nervioso volver a casa, pero a la vez me llena de emoción. Lucy baja la escalera para recibirme. Los médicos me advirtieron que no debo levantar nada que pese más de cuatro kilos en un lapso mínimo de seis semanas. No puedo alzar a la niña, pero ella se para en la escalera y yo me arrodillo y la abrazo. Trato de llorar en silencio, pero Lucy se da cuenta y mira con aprensión a su madre. Laura le dice que son lágrimas de alegría.

Mientras como unos macarrones con queso, veo futbol con los chicos, y luego llevo a Henry a una fiesta que ofrece la escuela donde cursa el bachillerato. Me siento de perlas. Al día siguiente, lunes, estoy aún mejor. Me corto el pelo y hago las compras.

A lo largo de los primeros meses tendré que ir a la clínica de evaluación postrasplante tres veces por semana. Me hacen análisis de sangre y me pesan. Hablo con las enfermeras, los médicos, los trabajadores sociales y con el farmacéutico. El primer día los resultados parecen buenos.

Dos días después, el miércoles 13 de noviembre, me siento débil y cansado. Supongo que es porque he perdido 7.2 kilos en 11 días después del trasplante. Tengo náuseas y no quiero comer. Quizá me estén afectando los medicamentos también.

Tras la extracción de sangre, me dejan volver a casa. Por la tarde recibo una llamada telefónica del doctor Gautham Mogilishetty.

—Su médula ósea está despertando —me dice—. Empieza a producir células que podrían crear anticuerpos para proteger el páncreas.

Y añade algo que no quiero oír: 

—Esto es el inicio del rechazo.

Por último, me pide que regrese de inmediato al hospital.

Son las noticias que temía yo y que al mismo tiempo esperaba.

En el hospital aprendo que en el campo de la medicina hay palabras dobles. El doctor Mogilishetty dice que estoy experimentando “rechazo”, pero que no se trata estrictamente de un “rechazo rechazo”. Agrega que tendré que someterme a un tratamiento intensivo con fármacos.

El tratamiento comienza con una plasmaféresis, que consiste en extraer la porción de plasma sanguíneo donde se encuentran los anticuerpos. Después me darán una combinación de dos fármacos —rituximab y bortezomib— para combatir el rechazo a nivel celular. El doctor dice que es una forma de quimioterapia, pero que no es “quimioterapia quimioterapia” en términos estrictos.

No tardaré en darme cuenta de que esos medicamentos me hacen sentir “muy mal muy mal”.

Mi organismo está tratando de traicionarme. Tengo un catéter inserto en el pecho y estoy conectado a una máquina parecida a las que se usan para diálisis. Y, en efecto, lo es. Observo cómo la sangre sale de mi cuerpo y luego vuelve a entrar. Tengo miedo, pero estoy cansado y pronto me quedo dormido.

Al día siguiente me dan de alta otra vez. El tratamiento antirrechazo consta de cuatro sesiones en un lapso de nueve días, y los médicos me advierten que los efectos secundarios se acumularán. Para el viernes, no puedo comer, leer, ni dormir, y Lucy tiene un recital de violín. Recibí el trasplante de páncreas para poder estar con ella, así que la llevaré.

El recital es en un edificio del campus de la Universidad de Cincinnati y no sé en cuál. A Lucy la angustia llegar tarde, y yo estaciono el auto en el sitio incorrecto del campus. Corremos hasta el edificio, y yo sudo a mares. Lo logramos, pero apenas. Me aterra pensar lo limitado que estoy.

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