Un soleado día de noviembre en Charlotte, Carolina del Norte, Jordan van Druff les sacaba una cómoda ventaja a los mejores corredores de fondo de 13 y 14 años del sur de Estados Unidos. Mientras tomaba el tramo final de la carrera de cinco kilómetros, en bajada, una figura de largo cabello rubio apareció detrás de él. Ese corredor aceleró, con los ojos puestos en la espalda de Jordan.
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—¡Es una chica! —dijo uno de los entrenadores.
Se trataba de Amaris Tyynismaa, de 13 años, quien vestía en tonos vivos de rosa y naranja. Sus zancadas parecían hacerse cada vez más largas y ágiles. Lo más extraño es que sonreía, a pesar de que una carrera de fondo es extenuante. Varios de los varones a los que dejó atrás la alentaron a gritos.
Cuando Amaris cruzó la línea de meta, 12 segundos detrás de Jordan y muy por delante de los demás, miró el reloj: 16:57 minutos. Era uno de los mejores tiempos del país entre las chicas de bachillerato en 2014, salvo que Amaris aún cursaba la secundaria. Es más, apenas llevaba un año compitiendo.
Amaris ya cumplió 15 años, y sus entrenadores creen que tiene todas las aptitudes para volverse una campeona universitaria, y quizá incluso olímpica. Saben bien lo arriesgado que es decir eso de una corredora tan joven. Los tobillos y las espinillas pueden romperse, la motivación decae y el cuerpo se transforma. Y esta chica tiene otro serio desafío que superar.
Cuando Amaris tenía tres años, sus padres a veces la encontraban en el suelo, con los músculos contraídos, los ojos muy abiertos y la cara enrojecida por aguantar la respiración. Minutos después, se ponía de pie y seguía jugando como si nada. Al cabo de un año de consultas, estudios y tratamientos, un médico le diagnosticó el síndrome de Tourette, o ST.
Cuando Amaris tenía tres años, sus padres a veces la encontraban en el suelo, con los músculos contraídos, los ojos muy abiertos y la cara enrojecida.
Si bien el cine ha representado el ST como la enfermedad de las palabrotas, Amaris, al igual que 9 de cada 10 personas que tiene este trastorno, nunca profiere obscenidades de manera incontrolable. En cambio, siente la necesidad irresistible de mover partes del cuerpo de una forma específica y a veces de hacer leves ruidos guturales, lo que se conoce como tics. Hace unos años los tics eran tan abrumadores, que la sacaban del pupitre dando tumbos. “Es como llevar en el hombro un pequeño demonio que te dice que hagas ciertas cosas, y tú tienes que luchar para no hacerlas”, afirma.
En la escuela, cuando nadie la miraba, movía las caderas de un lado al otro, abría la boca lo más que podía o sacudía el cuello sin parar. La mayor parte del tiempo, sin embargo, batallaba para contener los tics. Al acabar las clases, estaba hecha polvo. “Me metía en el auto de mamá, y estaba exhausta y muy enojada”, recuerda. “Hacía un berrinche, dejaba salir todos los tics y lloraba”.
Las cosas empezaron a cambiar cuando su padre, Mike, piloto de la Fuerza Aérea, fue enviado a una base en Lakenheath, Inglaterra. En la Escuela Primaria Feltwell, donde cursaba el tercer grado, Amaris escondía sus tics lo mejor que podía.
Luego su madre, Kristen, la animó a entrar al equipo de fútbol del pueblo. Amaris era buena para el juego y lo disfrutaba, pero, más que eso, descubrió que podía olvidarse del ST por un rato. Cuando el entrenador la colocó como mediocampista, posición que exige correr constantemente, casi no tenía tics. La sensación de control le resultaba tan nueva y estimulante, que no quería que acabara nunca. “Me sentía libre en la cancha”, dice.
Algunos deportistas que padecen el ST le atribuyen poderes casi mágicos. Tim Howard, portero del equipo de fútbol de Estados Unidos en el Mundial de 2014, afirma que el ST le ha dado una visión y unos reflejos que otros jugadores no tienen. Una razón es que las personas aquejadas del síndrome suelen tener también el trastorno obsesivo compulsivo (Amaris incluida): necesitan repetir comportamientos hasta dominarlos.
Estudios realizados por la Universidad de Nottingham muestran que quienes padecen el ST tienen el cerebro físicamente distinto al del resto de las personas, producto de años de funcionamiento bajo una presión mucho mayor de lo normal, y tienen un mejor dominio del cuerpo.
Los neurólogos de la Asociación de Síndrome de Tourette no pueden afirmar aún que hay un vínculo entre el ST y un mayor rendimiento deportivo. Prefieren decir que los aquejados suelen presentar menos síntomas cuando practican deportes o participan en una actividad que les permite apartar su atención de los tics.
El fútbol silenció el ruido en la cabeza de Amaris, que empezó a tener menos tics fuera de la cancha; además, le iba mejor en la escuela. En su último partido en Inglaterra, anotó tres goles, y las otras niñas la pasearon en hombros por la cancha. Luego se mudó con su familia a Alabama.
Los tics de Amaris se acentuaron con el estrés y la ansiedad de tener que adaptarse a una nueva base aérea, una casa distinta y una escuela sin amigos. Pero Inglaterra le había dejado lecciones, y decidió unirse a dos equipos de fútbol y a uno de natación.
Mike y Kristen pronto empezaron a enterarse de las proezas de su hija en el atletismo; por ejemplo, Amaris, que cursaba ya el sexto grado de primaria, había corrido 1,600 metros en la escuela en menos de seis minutos.
En la base aérea había una pista de atletismo reglamentaria, así que un día Mike y Kristen llevaron allí a su hija. Amaris dio la primera vuelta a la pista en muy buen tiempo. “No estaba seguro de que pudiera aguantar”, admite su padre. Pero luego la chica aceleró y completó las cuatro vueltas en 5:36 minutos. “Entonces nos dimos cuenta de lo buena que era”, añade Mike.
Esa carrera resultó muy oportuna. Amaris empezaba a aburrirse ya del fútbol. En su último equipo era por mucho la más joven, y le daba tanto miedo pensar en lo que las otras chicas pudieran decir sobre su manera de jugar, que perdió el disfrute por el fútbol a pesar de sus beneficios. Y la natación le parecía un deporte demasiado solitario; formar lazos con el resto del equipo es difícil cuando se está bajo el agua todo el tiempo.
Correr, por otro lado, le encantaba. “Es lo mío”, suele decir. Nunca parece que quisiera ir a todo galope; hay que fijarse en el entorno para apreciar lo mucho que recorre. Nunca pierde el equilibrio; cada lado de su cuerpo carga exactamente con el mismo peso mientras alterna zancadas, y parece estar más en el aire que sobre el suelo.
Me contó sobre una sesión de práctica reveladora. “Fue un entrenamiento realmente duro”, dijo. “Al final teníamos que hacer dos intervalos de 400 metros. Me sentía feliz en la pista. No sé por qué, pero todo me resultó muy fácil. Y mientras corría, gritaba: ‘¡Estoy en un completo estado de gracia!’”
Amaris corre 56 kilómetros todas las semanas, en carreras de fondo que combina con ascensos de pendientes, acelerones y algunos ejercicios de fuerza. Su entrenador en la escuela de bachillerato, Kevin Madden, dice: “Acaba de terminar el primer grado y ya tiene 14 campeonatos estatales. ¡Es increíble!” En las prácticas, Amaris siempre está cerca de al menos un miembro del equipo. Había tenido amigos, pero nunca había pertenecido a un grupo grande de personas. Se refiere a ellas como su familia, y ellas le dan un trato de igual a igual.
Pero Amaris es diferente. Es una de las mejores corredoras jóvenes del país, lo que significa que la observan y analizan todo el tiempo. En una carrera a campo traviesa, un entrenador comentó que alguien debería darle un sándwich a Amaris, que está delgada porque el síndrome la hace quemar muchísimas calorías.
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Recibir tanta atención desconcertaría a cualquier adolescente; además, los estudios han revelado que cuando las personas aquejadas de ST sienten ansiedad, nerviosismo, estrés o soledad —emociones que suelen acompañar a la fama y al alto rendimiento en el deporte—, sus tics se agravan.
Lo que Amaris ha hecho es mimetizarse lo más posible. Su mayor temor es que otros piensen que es rara o diferente. Dedica mucho tiempo a ver tutoriales de maquillaje en Internet, y muestra interés por los muchachos. No ha tenido tics notorios en varios meses, y está convencida de que ha logrado superar el síndrome. Pero el cerebro no cambia por un milagro. “El trastorno obsesivo compulsivo ya se ha manifestado y está muy presente en ella”, dice Kristen.
“Es como llevar en el hombro un pequeño demonio que te dice que hagas ciertas cosas, y tú tienes que luchar para no hacerlas”.
Amaris aún se lava las manos hasta que se le agrietan, pero no tan a menudo como lo hacía antes. Cuando leyó La noche, de Elie Wiesel, no dejó de hablar sobre los horrores del Holocausto durante semanas. A veces, dice Kristen, las cosas la consumen.
Cuando le pregunté a Amaris cómo sobrellevaba las expectativas de todos respecto a su desempeño en las carreras, respondió: “Los cuerpos de algunas personas no cambian tanto, pero los de otras sí, y eso es lo que Dios quiere que les suceda. Así que, ¿quién sabe? Las cosas pasan”. El año pasado Amaris dio un estirón: aumentó unos 10 centímetros de estatura y casi 7 kilos de peso.
A sus padres tampoco les preocupa el futuro de Amaris en el atletismo. Más bien temen que las exigencias que acarrea ser una de las mejores corredoras del país la abrumen.
En la primera competencia al aire libre de la temporada 2015, Amaris corrió 1,600 metros contra un grupo de chicas entre las que estaba Kaitlin York, una de las pocas personas en el estado que puede aguantarle el ritmo. En las primeras dos vueltas iban casi a la par, zancada tras zancada. En la vuelta final Kaitlin se quedó atrás unos nueve segundos, y el resto de las competidoras se rezagó aún más. En el rostro de Amaris no se veía ninguna señal del esfuerzo que había hecho al correr; estaba en su elemento.
Su entrenador anterior en la escuela de bachillerato, John Terino, que ya no trabaja en la escuela, se refirió a la expresión de Amaris en estos términos: “La felicidad de recorrer la tierra con su propia fuerza y bajo su propio control”. Amaris sigue siendo la corredora más talentosa a la que haya entrenado jamás, reconoció.
De camino a casa pasamos por una tienda departamental y Amaris le preguntó a Mike si podía bajar a dar una vuelta. Una vez dentro, se abrió paso entre la gente hasta llegar a la sección de ropa de mujer. Examinó una blusa tejida de color verde, más larga en la parte trasera y con agujeros del tamaño de una moneda dispuestos en un patrón regular.
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—Es tan rara —dijo—. Me encanta.
Mike le preguntó qué le parecía una camiseta estampada con una calavera bigotuda adornada con lentejuelas.
—No —repuso ella—. ¡Está fea!
Varias otras prendas fueron rechazadas tajantemente por la joven.
Amaris seguía pensando en la blusa tejida con agujeros, y muy decidida fue a buscarla para comprarla.
—Es tan rara —señaló finalmente—. Es justo como yo.
Amaris ocupa el puesto número 1 en pistas cubiertas entre las estudiantes de primer grado de bachillerato de Estados Unidos. En junio pasado quedó en segundo lugar en la New Balance Freshman Mile, una competencia nacional; corrió los 1,600 metros en 5 minutos y 6 décimas de segundo.
“Fue muy buen tiempo, pero no su mejor marca, lo que habla de su inmenso potencial”, dice Madden. “Aún es una niña y le falta mucho por recorrer”.
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