—¡Más rápido! —nos ordenó el cabo instructor, y corrió sin ningún esfuerzo hasta el final de la fila de hombres jadeantes—. ¡Vamos, no se retrasen!
Yo trotaba en medio de la fila, sin saber cuánto tiempo más podría aguantar. Un veterinario rural, sobre todo en los valles de Yorkshire, Inglaterra, jamás pierde la condición física: siempre está activo, forcejeando con animales grandes; camina mucho, y es fuerte y resistente. O eso creía yo.
De pronto pensé en Helen. Los meses que llevaba casado con ella habían sido un deleite. Mi esposa era una magnífica cocinera, y yo, un admirador fiel de su arte. Llevaba yo tres días lejos de Darrowby, pero la mitad de mí seguía con Helen. Y aquel día, mi tercero en la Real Fuerza Aérea, las cosas aún no me quedaban claras.
—¡Otra vuelta! —gritó el cabo.
Un pensamiento amargo me asaltó al reanudar la marcha: Dejaste una esposa amorosa y un hogar feliz para servir al Rey y a la patria, y así es como te tratan.
La noche anterior había yo soñado con Darrowby. Estaba de vuelta en el establo de vacas del señor Dakin. Los ojos del alto, viejo y paciente granjero se posaron en mí.
—Parece que todo acabó para la vieja Blossom —dijo, rozando con la mano el lomo de la vaca.
Sequé la aguja y la puse en la caja de metal donde llevaba mis materiales de sutura, escalpelos y navajas.
—Depende de usted, señor Dakin, pero ésta es la tercera vez que tengo que coserle las ubres y me temo que va a seguir pasando —repuse.
Ése era el mayor problema de las vacas viejas. Las ubres les colgaban tanto que, al echarse en el establo, esos órganos productores de leche entorpecían el paso de los animales vecinos.
Si Mabel no los pisaba a la derecha, Buttercup lo hacía en el lado opuesto.
—Está bien —dijo el señor Dakin—. Creo que esta vieja muchacha no me debe nada. Recuerdo la noche en que nació, hace 12 años. La parió la vieja Daisy, y yo la saqué de este establo en medio de una fuerte nevada. Desde entonces, no sé cuántos miles de litros de leche me ha dado; aún da cuatro litros al día. No, no me debe nada.
Resignado, el granjero añadió:
—Bueno, no hay nada que hacer. Le diré a Jack Dodson que pase por ella el jueves. Estará un poco dura para comer, pero creo que servirá para hacer un par de pasteles de carne.
El señor Dakin trataba de bromear, pero no sonreía.
El jueves siguiente me llamaron de nuevo a la granja para que hiciera otro trabajo; me encontraba en el establo cuando el arriero Dodson llegó para llevarse a Blossom.
—¡Camina! —le ordenó, golpeando la grupa de la vaca con una vara.
—¡No le pegues! —lo detuvo con un grito el señor Dakin.
Dodson lo miró, sorprendido.
—Nunca les pego —repuso—, usted lo sabe. Sólo las azuzo un poco.
—Lo sé, Jack, pero con ésta no hace falta. Irá a donde quieras.
El granjero y yo nos quedamos mirando a la vaca, que salió sin prisa del establo. Hombre y bestia empezaron a subir una ladera y pronto se perdieron de vista, pero el señor Dakin seguía atento al ruido de las pezuñas.
Cuando el sonido se apagó, se volvió hacia mí y me dijo:
—Bien, señor Herriot, continuemos con nuestro trabajo.
Cuando concluimos la tarea y abrimos la puerta del establo, en medio de un silencio casi asfixiante, el señor Dakin se detuvo y dijo:
—¿Qué es eso?
Procedente de la ladera, el golpeteo de unas pezuñas contra el suelo nos llegaba a los oídos. De pronto una vaca rodeó un promontorio rocoso y se dirigió hacia nosotros.
Era Blossom, bajando a trote veloz, con las enormes ubres bamboleándose y los ojos clavados en la puerta abierta del establo.
—¿Qué…? —exclamó el señor Dakin cuando la vieja vaca pasó junto a nosotros y se metió al habitáculo donde había vivido tantos años.
El granjero la siguió con ojos inexpresivos, pero su pipa arrojó el humo de varias bocanadas rápidas.
De repente se oyó el ruido de unas botas pesadas, y Jack Dodson entró jadeando por la puerta.
—¡Ah, aquí estás, bribona! —bufó—. ¡Pensé que te había perdido!
Se volvió hacia el granjero.
—Lo siento, señor Dakin —le dijo—. Debe de haber bajado la ladera por el otro sendero. No la vi irse.
Luego se acercó a Blossom.
—Ven, muchacha —musitó—, voy a sacarte de aquí otra vez.
Pero el granjero lo detuvo. Dodson y yo miramos sorprendidos al señor Dakin, que contemplaba a la vaca. Había una dignidad conmovedora en aquel viejo animal, parado allí con paciencia, una dignidad que superaba la fealdad de sus pezuñas torcidas, sus costillas descarnadas y sus ubres que casi rozaban el suelo.
—Lamento haberte hecho perder el tiempo, Jack, pero tendrás que irte sin ella —le dijo al arriero—. La vieja muchacha ha vuelto a casa.
Dodson asintió y se fue.
—Se me ocurre algo —señaló el anciano—. En vez de ordeñarla, puedo ponerla con dos o tres terneros. El establo viejo está vacío, así que podrá vivir allí sin que nadie la pise.
—Hará bien, señor Dakin —contesté, riendo—. La vaca estará a salvo allí y podrá amamantar sin problema a los terneros. Así pagará su sustento.
—Bueno, eso no importa. Luego de tantos años, no me debe nada —repuso, contento—. Lo importante es que ha regresado a casa.
Alcanzaba yo a ver la cara risueña del cabo; estaba claro que era un sádico. Al empezar la última serie de ejercicios, de pronto me acordé por qué había soñado a Blossom: yo también quería volver a casa.
En la Real Fuerza Aérea, la impresión de que me habían arrojado a un mundo muy rudo se agudizaba cada mañana. No eran las palabrotas y los chistes obscenos lo que más me afectaba, sino los estridentes ruidos abdominales que salían de los oscuros cuartos.
Me recordaban a mi paciente Cedric, y en unos instantes estaba yo de vuelta en Darrowby, contestando el teléfono.
—Señor Herriot, le agradecería que viniera a ver a mi perro —me dijo una mujer, sin duda de clase alta.
—Claro. ¿Qué problema tiene?
—Bueno…, eh…, creo que Cedric padece de algo de flato.
—¿Perdón?
—Tiene flato excesivo… supongo que se llama… ventosidad.
—¿Se refiere al estómago?
—No, no es el estómago. Cedric expele… eh… una cantidad considerable de aire… por el… por el…
Todo me quedó claro. Le pregunté a la mujer su dirección.
—Soy la señora Rumney, de la finca Los Laureles.
La señora Rumney abrió la puerta de su casa cuando llegué allí, y su aspecto me sorprendió. Rondaba los 40 años, pero parecía una heroína de novela victoriana: alta, esbelta, etérea. De inmediato comprendí su vacilación al teléfono. Todo en ella sugería delicadeza y remilgos.
—Cedric está en la cocina —dijo—. Pase usted, por favor.
Me llevé otra sorpresa al ver a Cedric. Un enorme boxer se lanzó hacia mí y se me subió al pecho. Traté de quitármelo de encima, pero, alborozado, él me echaba su aliento a la cara y movía las ancas enteras.
—¡Sentado! —ordenó la dama, y entonces, como el perro no le hacía caso, se volvió hacia mí, nerviosa, y señaló—: Es tan amistoso.
Por fin logré sacudirme al animal y me refugié en un rincón.
—¿Con qué frecuencia ocurre esa flatulencia excesiva? —inquirí.
Como respuesta, un sulfuroso olor casi palpable emanó del perro y me envolvió.
Yo estaba contra la pared y no pude obedecer al instinto de huir, así que me cubrí la cara con la mano por un minuto antes de hablar.
Resultó que Cedric estaba comiendo mucha carne, así que prescribí que le dieran menos proteínas y más carbohidratos. Receté una mezcla de antiácidos y me fui tranquilo. Pero una semana después, la señora Rumney volvió a telefonearme.
Tenía yo un día ajetreado, y eran más de las 6 de la tarde cuando llegué a Los Laureles. Había varios autos frente a la puerta y, cuando entré a la casa, vi que la dueña tenía invitados; eran gente como ella, de clase alta y de refinamiento patente.
La señora Rumney estaba a punto de guiarme a la cocina cuando la puerta se abrió de golpe, y Cedric irrumpió gozoso en medio del grupo. En cuestión de segundos, un elegante caballero se agitaba frenéticamente para repeler el ataque, lo que le costó dos botones del chaleco, y el boxer volcó su atención en una de las damas.
Entonces me di cuenta de que un elemento aún más insidioso había entrado en escena. La atmósfera se saturó de un efluvio inconfundible: era evidente que el padecimiento de Cedric se había exacerbado.
Casi todos los perros sufren este trastorno de vez en cuando, pero en Cedric era crónico. Y, con cada emanación, se miraba el trasero con curiosidad, y entonces corría por toda la sala como si pudiera ver con claridad el escurridizo tufo y estuviera decidido a atraparlo.
Después de esa noche, me lancé en auxilio de la señora Rumney. Pensé que necesitaba ayuda con urgencia, así que visité a Cedric muchas veces y probé mil remedios; sin embargo, no hubo mejora alguna.
El boxer tenía al menos un admirador, Con Fenton, un jornalero retirado que iba tres días a la semana a Los Laureles a arreglar el jardín. Después de una de mis visitas, Cedric echó a correr como loco por todo el jardín, y aquel hombre lo observó sin disimular su admiración.
—¡Ese perro sí que es bueno! —dijo.
—Sí, Con, es cierto —repuse.
Y lo dije en serio. Cedric emanaba un halo constante, no sólo de miasmas nocivos, sino de gallardía.
—¡Mire qué zancas! —exclamó Con, mirando las musculosas piernas del boxer—. ¡Éste sí es un perro!
De pronto pensé que quizá Cedric le gustaba tanto porque se parecía mucho a él: fuerte como un buey, de hombros potentes, no muy listo y con una cara grande y sonriente.
Pocas semanas después, fui a Los Laureles otra vez.
—Quizá piense que no es asunto mío —le dije a la señora Rumney—, pero no creo que Cedric sea el perro ideal para usted. Debería conseguir otro, uno más pequeño.
—Pero por ningún motivo pondría a Cedric a dormir, señor Herriot —replicó, con ojos llorosos—. Lo quiero mucho, a pesar de… todo.
—¡No, no, claro que no! —repuse—, pero tengo una idea: ¿por qué no se lo da a Con Fenton? Admira mucho a Cedric, y este grandulón viviría muy bien con él. El viejo tiene unos campos detrás de su cabaña. Cedric podría correr a sus anchas allí, y Con lo traería a Los Laureles cuando viniera a arreglar el jardín. Vería usted al perro tres veces por semana.
Unos días después, la señora Rumney me llamó. Con había aceptado gustoso adoptar a Cedric y, al parecer, estaban felices juntos. Ella también decidió seguir mi consejo y se compró un cachorro de poodle.
No vi al cachorro hasta que tenía casi seis meses, cuando su ama me pidió ir. La cabaña de Con Fenton estaba a 800 metros de mi casa y, en un arranque, me detuve en su puerta.
Apenas había entrado en la sala cuando un bulto peludo se abalanzó sobre mí y tuve que luchar con él para poder sentarme en un sillón. Con se sentó frente a mí, y cuando el boxer saltó para lamerle la cara, él le dio un coscorrón amistoso.
—Échate —le ordenó, y encendió su pipa. Luego me dijo—: Señor Herriot, le agradezco mucho por conseguirme este magnífico perro. Nadie podría tener un amigo mejor.
En ese instante un hedor conocido se materializó entre las volutas de humo de la pipa. Con no parecía percibirlo, pero a mí me abrumó.
—Ah, qué bien —repuse, asfixiándome—. Sólo pasé un momento a ver cómo estaban. Ya me voy.
Me levanté de un salto y me dirigí hacia la puerta. Al pasar junto a la mesa vi un ramo de claveles en un florero, así que enterré la nariz en él para aspirar su aroma.
Con me observó complacido.
—Son preciosas esas flores, ¿verdad? —dijo—. La señora Rumney me deja traer aquí las que quiera, y creo que los claveles son mis favoritos. Sólo hay un problema —añadió—: no puedo disfrutar del todo las flores. Cuando era un muchacho me operaron de adenoides, y algo salió mal…
—¿Se refiere a que…?
—Sí —contestó con gesto triste—, perdí el sentido del olfato.
Estábamos sentados en la barraca, y el joven aviador se reía. Me había contado sobre su empleo como civil, y cuando yo le hablé de mi horario y condiciones de trabajo, no podía creerlo.
—Hay que ser un poco tonto para ser veterinario rural —dijo.
Hubo una ocasión en que habría estado totalmente de acuerdo con él. Conducía a casa tras haber atendido un parto difícil, con la cara helada y sintiendo como si un grupo de bandidos me hubiera pateado toda la noche.
Casi me ahogaba en autocompasión cuando llegué al pueblo de Copton. En verano es un lugar idílico, pero esa noche estaba oscuro y vacío por una lluvia que azotaba las casas cerradas a cal y canto, salvo por el tenue fulgor de la taberna local.
Detuve el auto frente al letrero oscilante del bar, dispuesto a tomar una cerveza. Un calor agradable me recibió al entrar. Había una docena de hombres bebiendo cerveza en tarros. Reconocí algunas caras, en especial la del viejo Albert Close, un pastor jubilado que noche tras noche se instalaba en el mismo rincón de la taberna, cerca del fuego de la chimenea.
Como siempre, tenía las manos apoyadas en el largo bastón que llevaba cuando pastoreaba ovejas, y tenía la mirada perdida. Echado junto a sus pies estaba su perro Mick, viejo y retirado como él. Era evidente que el animal estaba en medio de un sueño vívido, ya que movía las patas como si corriera, torcía los labios y las orejas y, a veces, soltaba un ladrido apagado.
¿Qué miraban los ojos extraviados de Albert? Podía imaginarlo de joven, pastoreando en las borrascosas tierras altas y recorriendo kilómetros de brezales pedregosos. No había hombres más en forma que los pastores de los valles, que viven a campo abierto, haya calor, frío o lluvia.
Albert ahora era un anciano artrítico ataviado con una boina vieja que miraba inexpresivamente. Al ver que se había acabado su bebida, atravesé el local y lo saludé:
—Buenas noches, señor Close.
Ahuecó la mano junto a la oreja y me miró, parpadeando.
—¿Eh? —repuso.
Alcé la voz hasta casi gritar.
—¿No gusta otra cerveza?
—Sí, gracias —contestó, señalando su tarro con el dedo—. Sírvame ese trago aquí, joven.
Le hice una seña al tabernero.
El viejo pastor alzó el tarro nuevamente lleno y me miró.
—A su salud —dijo.
Estaba yo a punto de volver a mi asiento cuando el perro viejo se sentó y me miró.
Me estremecí al verlo: tenía los ojos enfermos. De hecho, apenas podía abrirlos; parpadeaba dolorosamente con las pestañas apelmazadas de pus.
Toqué el hombro de Albert y le dije:
—Mick tiene muy mal los ojos.
—Ah, sí —repuso el anciano—, es un poco de catarro. Siempre le da eso, desde que era un cachorro.
—No, es algo peor que catarro. Mick tiene los párpados volteados. Necesita una operación.
—Sí, joven —dijo, y tomó un trago de cerveza—. Es sólo un poco de catarro. Desde que era un cachorro…
Regresé a mi silla. Ted Dodson, un vaquero fornido, se acercó y me preguntó qué tenía el perro.
—Bueno, es algo desagradable —le respondí—. Los párpados se voltean y las pestañas rozan el globo ocular. Causa dolor, a veces ulceración, e incluso ceguera. Hasta los casos leves son terriblemente molestos.
—Pobre —dijo Ted—. Supongo que cuesta mucho curarlo, ¿o no?
—Solemos cobrar alrededor de una libra —contesté.
Un cirujano de humanos se reiría de esa suma, pero para Albert sería demasiado. Una libra equivalía a medio mes de su pensión de jubilado.
El vaquero se acercó al viejo.
—¿Entendiste lo que te dijo el señor Herriot, Albert? —le gritó.
—Sí. Mick tiene un poco de catarro en los ojos.
—¡No, viejo malvado! —exclamó Ted, exasperado—. Escucha esto: tienes que llevar al perro…
Pero el anciano estaba muy lejos.
—Desde que era un cachorro…
Varios días después Ted entró a mi consultorio con gesto decidido y alegre, y fue al grano:
—¿Operaría al viejo Mick, señor Herriot? Los muchachos de la taberna le pagaremos con dinero del club.
Ahorramos un poco cada semana para ir de excursión en el verano, pero no vamos a echar de menos una libra. ¿La noche del miércoles está bien?
Al llegar la noche del miércoles, estaba claro que la operación de Mick se había convertido en todo un acontecimiento. La camioneta que le habían prestado a Ted estaba llena de clientes de la taberna, y otros habían llegado en bicicleta.
En el quirófano presencié el insólito espectáculo de varias hileras de rostros que me observaban con expectación. Bajo la lámpara, examiné a Mick por primera vez. Era un bello animal, salvo por aquellos ojos enfermos.
Echado allí, los abrió un poco y me miró con fijeza antes de cerrarlos nuevamente para protegerse de la intensa luz. Suministrarle el sedante fue como hacerle un favor.
Una vez que el perro se quedó dormido sobre un costado, le revisé los ojos y los párpados.
—Esto está muy mal, pero no creo que el daño sea irreparable —dije.
Los hombres no aplaudieron, pero charlaban y se reían. Cuando tomé el escalpelo, pensé que jamás había operado en un sitio con tanto ruido.
Empecé por el ojo izquierdo. Hice una incisión paralela al borde del párpado superior, y luego, un movimiento en semicírculo para cortar un centímetro de tejido arriba del ojo.
Corté menos piel del párpado inferior, y después seguí con el otro ojo. Justo en ese momento me di cuenta de que el ruido había cesado. Alcé la mirada y vi a Ken Appleton, caballerizo de la Finca Laurel; era muy alto y fuerte como un toro.
—Qué calor hace aquí —murmuró, con el sudor bañándole la cara.
Estaba tan absorto en la tarea, que no me di cuenta de que Ken no sólo sudaba a mares, sino que estaba mortalmente pálido. Mientras recortaba yo la piel del párpado de Mick, oí un grito:
—¡Sosténganlo!
Los amigos del hombrón lo sostuvieron mientras se deslizaba hasta el suelo. Y allí quedó, dormido y en paz, hasta que hice la última sutura. Luego, Ken recobró la conciencia, y sus compañeros lo ayudaron a ponerse de pie.
Concluida la operación, la fiesta se reanudó, y Ken fue blanco de algunas bromas, si bien su rostro no era el único que estaba pálido.
Me llevaron a Mick a los 10 días para que le quitara los puntos, pero no vi el resultado de mi trabajo hasta un mes después. Iba en coche a casa, luego de una consulta nocturna en Copton, cuando vi la entrada iluminada de la taberna del pueblo. Entré y me senté entre mis conocidos.
Todo estaba como la vez anterior: el viejo Albert en su rincón de siempre, y Mick echado junto a sus pies. Crucé el local y llamé al perro. Contuve el aliento mientras la cabeza peluda se volvía hacia mí.
Entonces, con asombro y alegría, contemplé los ojos limpios y brillantes de un perro sano. Le acaricié la cabeza, y cuando el viejo animal empezó a mirar alrededor con ansias, fue un placer inmenso verlo disfrutar del nuevo mundo que se había abierto frente a él.
—Señor Close, ¿no gusta una cerveza? —le pregunté al viejo.
—Sí, sírvame un poco aquí, joven —respondió.
—Los ojos de Mick ya están mucho mejor —le dije.
Albert alzó su tarro y contestó:
—Sí, era sólo un poco de catarro. Desde que era un cachorro…
Había muchos gritos en la Real Fuerza Aérea. Los suboficiales vociferaban todo el tiempo, muchos de ellos con estridencia, pero ninguno le ganaba en volumen al granjero Len Hampson.
Conducía yo hacia la granja de Len, y de pronto detuve el auto a la orilla del camino para descansar un poco. Era un caluroso día del final del verano. Entonces, aunque la granja estaba a dos campos de distancia, oí la voz de Len. No estaba arreando a sus animales, sino charlando con su familia, como siempre.
Cuando llegué a la granja, bajé del coche y saludé.
—Buenos días, señor Hampson.
—Buenos días, señor Herriot —me contestó con su vozarrón—. Es una hermosa mañana, ¿no cree?
El fuerte retumbo de su voz me hizo dar un paso atrás, pero sus tres hijos sonreían como si nada; sin duda estaban acostumbrados. Sin acercarme a él, le pregunté:
—¿Me llamó porque quiere que revise un cerdo?
—Sí, un buen cerdo de engorda. Se puso mal. No ha comido nada desde hace dos días.
Entramos a la porqueriza. La mayoría de los ocupantes echó a correr al ver a un desconocido, pero uno se quedó quieto en un rincón. El animal tenía un aspecto desolador.
—¿Se enfermó de repente? —le pregunté a Len.
—¡Muy de repente! —repuso a todo volumen—. El lunes estaba fresco como una lechuga, y el martes amaneció así.
Palpé el abdomen del animal.
—Este cerdo tiene ruptura de intestino —dije—. Eso ocurre cuando pelean o forcejean. Las probabilidades de que se recupere son pocas.
—¿No hay nada que se pueda hacer? —bramó—. Intentémoslo.
—Está bien —me rendí—. Le dejaré un poco de medicina.
Le di un paquete de sulfonamida en polvo. A mí me había curado, pero no esperaba que aliviara al cerdo.
Era muy raro pasar del granjero más gritón al más callado. Toda la comunicación de Elijah Wentworth era en voz baja. Llegué a su granja cuando estaba lavando con manguera el establo de vacas. Volteó y me miró con la expresión seria de siempre.
—Señor Herriot, le tengo un mal caso —susurró, como si lo que fuera a decir fuese secreto y muy grave—. Un buey grande y fino está cada día peor… Creo que es tuberculosis.
Entonces hizo una seña y lo seguí hasta un corral. El buey, una cruza de Hereford que tendría que pesar media tonelada, estaba muy flaco. Me acerqué a él con cuidado.
—Creo que tiene parásitos en el hígado, señor Wentworth —le dije—. Tomaré una muestra de estiércol y la llevaré a analizar, pero quiero atenderlo de inmediato.
—¿Parásitos en el hígado? ¿De dónde los habrá sacado?
—Por lo común, del pasto mojado.
—Ya sé quién tiene la culpa. Es el dueño de la finca. No quiere hacer nada por mí —musitó—. Lleva años diciendo que va a drenar este campo, pero no hace nada.
Me aparté de allí. Quería atender al buey de inmediato. Fui al auto por un poco de hexacloroetano, lo mezclé con agua y se lo di al animal.
Alrededor de un mes después, en un día de mercado, andaba yo paseando entre los puestos que cubrían el suelo empedrado. El grupo habitual de granjeros conversaba a la entrada de la taberna.
—¡Oiga, señor Herriot! —Por el vozarrón supe al instante que era Len Hampson. Estaba alegre y rozagante—. ¿Se acuerda del cerdo al que fue a curar a mi granja?
Era evidente que había bebido algunas cervezas, y su voz retumbaba. Los granjeros aguzaron el oído. Nada los intriga más que los achaques de los animales de otro granjero.
—Por supuesto que me acuerdo, señor Hampson —le respondí.
—¡Pues nunca se alivió! —Los granjeros se animaron. Les resulta todavía más interesante cuando las cosas salen mal—. No mejoró. Jamás he visto a un cerdo irse a pique tan rápido. ¡La carne se le derritió!
—Lo siento, pero, si recuerda usted, yo más bien esperaba que…
—¡Se quedó en los puros huesos!
Un rugido de asombro dio la vuelta al mercado. Miré a mi alrededor con palpable nerviosismo.
—Bueno, señor Hampson, yo le advertí que…
—No sé qué eran esos malditos polvos que le dio, ¡pero no le sentaron nada bien! ¡El pobre acabó como un perro famélico! Bueno, señor Herriot, que tenga un buen día.
Entonces se dio vuelta y se alejó.
Estaba yo a punto de irme de allí cuando sentí una mano posarse sobre mi brazo. Era Elijah Wentworth.
—Señor Herriot —dijo en susurros—, quería hablarle del buey…
Lo miré a los ojos, sorprendido por la coincidencia. Los granjeros nos clavaron la vista, curiosos.
—Dígame, señor Wentworth.
—Pues le diré. —Se acercó un poco para hablarme al oído—. Fue como un milagro. Mi animal empezó a aliviarse en cuanto usted lo atendió.
Di un paso atrás.
—¡Qué bien! Pero hable más fuerte, por favor. No lo oigo —repuse, con la esperanza de que alzara la voz, pero él se acercó de nuevo a mí y, delante de los demás granjeros, literalmente apoyó la barbilla en mi hombro.
—Sí, no sé qué le habrá dado, pero obró maravillas —musitó.
—Por favor, señor Wentworth, hable un poco más fuerte —le dije con un gesto de impaciencia.
—El buey ahora está gordo como un cerdo. —El murmullo casi inaudible revoloteaba por mi mejilla—. Estoy seguro de que obtendrá la calificación más alta en la subasta.
Los demás granjeros no habían alcanzado a oír nada y su interés se esfumó. Entonces, mientras ellos se ponían a charlar, el señor Wentworth me hizo otro comentario al oído:
—Fue la cura más brillante y asombrosa que he visto nunca.
Por desgracia, antes de que la guerra terminara, me sometí a una operación que me inhabilitó para seguir en el servicio militar y tuve que dejarlo. Me quitaron el uniforme azul y me dieron un “traje de desmovilización”, una fea y rígida prenda de serga que me hacía parecer un gángster de antaño.
En el último tramo a casa viajé en el mismo autobús traqueteante que me había llevado a mi primer trabajo años atrás. Sentí que no había pasado el tiempo al ver las granjas conocidas, las laderas cubiertas de hierba y los árboles a la orilla del río.
Llegamos al mercado de Darrowby a media mañana. El sol estaba alto y calentaba los techos de los puestos de los vendedores. Bajé del autobús, que siguió su camino, y me quedé allí de pie, junto a mi maleta.
Todo estaba igual que antes. El aire fresco, la plaza empedrada y desierta, salvo por los ancianos que estaban sentados alrededor de la torre del reloj. Uno de ellos me saludó.
—Qué tal, señor Herriot —dijo como si apenas me hubiera visto ayer.
Mis únicas posesiones en ese entonces eran una maleta vieja y el traje que llevaba puesto. Ahora tenía lo mismo, más dos maravillas: Helen, mi esposa, y Jimmy, mi hijo recién nacido.
Ellos lo cambiaban todo. No tenía yo dinero, ni siquiera una casa propia, pero cualquier techo que cubriera a mi familia era especial. Helen y Jimmy se encontraban en las afueras del pueblo.
Era un buen trayecto a pie a donde estaban. Me miré las botas. En la Real Fuerza Aérea había aprendido a marchar, y andar unos kilómetros no me molestaba. Agarré con decisión mi maleta y tomé, a paso redoblado, el camino a casa.
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