Una paciente estaba sentada en una camilla en la sala de urgencias y yo mecanografiaba frente a ella.
Una pacientes estaba sentada en una camilla en la sala de urgencias y yo mecanografiaba frente a ella. Acababa de describir el dolor abdominal que la aquejaba, cuando ella me hizo una pregunta que jamás me había hecho un enfermo:
—Doctora, ¿me permitiría ver lo que está escribiendo?
En ese tiempo yo era residente de cuarto año en Boston. En esa sala de urgencias, por sistema escribíamos el informe sobre el paciente, pedíamos medicinas y material, y revisábamos la historia clínica en el cuarto del enfermo. Para poder mirarlo a los ojos, nos poníamos frente a él, con la computadora en medio.
Sin embargo, nada impedía que nos pusiéramos del mismo lado de la pantalla. Me senté junto a la mujer y le enseñé lo que había escrito. Ella me señaló algunos errores; por ejemplo, que el dolor le había comenzado hacía tres semanas, no una. En su hoja constaba que era alcohólica en rehabilitación; admitió que estaba sometida a muchas presiones y que hacía dos meses había recaído.
Mientras hablábamos llegué al diagnóstico: pancreatitis por consumo de alcohol. Me pregunté por qué nunca les había mostrado mis informes a los pacientes. En la facultad de medicina se enseña que los expedientes sirven para que los doctores intercambien información. Nadie habla allí de los beneficios de dárselos a conocer a los enfermos.
Antes de 1996, año en que la Ley de Transferibilidad y Responsabilidad de los Seguros Médicos entró en vigor en Estados Unidos, los pacientes normalmente debían presentar una demanda para ver sus expedientes. La ley defiende el derecho del paciente de ver su información médica, pero los trámites para obtenerla era tan engorrosos, que pocas personas los iniciaban.
En 2010 el internista Tom Delbanco y la enfermera e investigadora Jan Walker emprendieron el estudio OpenNotes (“Notas abiertas”), en el que se dejaba a los pacientes leer lo que sus médicos generales escribían sobre ellos. Los autores suponían que dar a los pacientes acceso libre a las notas los haría participar más en su tratamiento.
Muchos médicos se oponían. El hecho de que los expedientes fueran abiertos ¿no inhibiría lo que ellos pudieran escribir sobre asuntos delicados, como el abuso de sustancias? Si se malinterpretaban las notas, ¿eso no acarrearía demandas? En todo caso, ¿qué harían los pacientes con la información?
Los resultados al cabo de un año fueron espectaculares: 80 por ciento de los pacientes que veían sus expedientes dijeron entender mejor sus trastornos y ejercer mayor control sobre su salud. Dos tercios afirmaron que se atenían mejor a las prescripciones, y 99 por ciento expresaron el deseo de que el programa continuara.
Ese día en la sala de urgencias de Boston fue decisivo para mí. Como empecé a mostrar mis informes a los pacientes, ellos me hacían muchas sugerencias valiosas, como anotar alergias a fármacos y cuándo queda curada una afección previa. Ideamos juntos el plan de tratamiento, y cuando el paciente se va, recibe copia de una lista detallada de instrucciones. Así, el informe es para él una herramienta colaborativa, no una simple crónica de lo que el médico hace. Cuando el enfermo ve su expediente, hay más confianza y exactitud.
Esto ha cambiado mi ejercicio de la medicina y transformado mi idea de a quién pertenece en primer lugar la historia clínica: al paciente.