Esta es una perspectiva de 1945 sobre la mujer que se convertiría en la reina Isabel II.
En 2022, los habitantes de la Mancomunidad de Naciones celebraron el Jubileo de Platino: 70 años desde que la Reina Isabel II ascendió al trono en 1952, a la edad de 25 años. Entonces comenzó el reinado más longevo de la historia de los monarcas británicos; el pasado mes de abril, la reina cumplió 96 años. Este artículo se escribió en 1945, al finalizar la Segunda Guerra Mundial y dos años antes de que Isabel se casara con el Príncipe Felipe.
La princesa Isabel Alejandra María Windsor se hará, algún día, acreedora a la lealtad de 489 millones de personas de la población mundial cuando reciba su título completo: Isabel II, reina, por la Gracia de Dios, de Gran Bretaña, Irlanda y los Dominios Británicos más allá de los Mares, Defensora de la Fe y Emperatriz de India.
En tiempos recientes vio a su isla soberana pasar por una época agitada de súbitos cambios políticos, cuando Winston Churchill perdió la elección en julio, solo dos meses después de que él declarara el Día de la Victoria en Europa. Su comentario, documentado, cuando se enteró de que una avalancha de votos de la izquierda había enterrado a su buen amigo, fue: “Qué mal”.
Esto no significa que los sucesos del día hayan pasado desapercibidos para Isabel. Ella fue educada para pensar con mucha seriedad y muy pocas palabras.
A sus 19 años, ya pasó por un cuidadoso entrenamiento y conoce muy bien los deberes, dignidades y limitantes de un trono, sobre todo sus limitantes. Poco a poco, los británicos han ido despojando a la Corona de los poderes que se le otorgaron desde hace cuatro siglos —cuando la Reina Isabel I le dijo a un ministro arrogante: “Aquí hay una sola señora y no tiene amo”— con tal diligencia que ya no le quedan muchos.
Permanecen el poder de crear iguales; un veto que nunca ha sido usado, al que tiene derecho como cabeza del Consejo Privado, y el honor, bastante dudoso, de nombrar a un primer ministro que ya fue elegido por el electorado británico.
Hoy en día, como presunta heredera (mientras su padre viva, se presume que puede engendrar a un heredero masculino), la Princesa Isabel no tiene ningún poder, ningún deber real de Estado, ni ninguna función constitucional.
Cuando se convierta en reina, su contribución más vital será encarnar un símbolo de la continuidad. Los gobiernos pueden derrumbarse, los partidos políticos disolverse, pero la Corona permanece por siempre. En esta certera idea, los británicos encuentran un placer inconcebible. La Corona representa uno de los pocos gastos que aún están dispuestos a hacer sin titubear.
Hasta ahora, Isabel ha mostrado todas las señales de que cumplirá una predicción realizada hace poco por uno de los estadistas más antiguos de Gran Bretaña: “Es inteligente y tiene personalidad y carisma. Será una buena reina. Incluso podría llegar a ser grandiosa”.
Buena o grandiosa, sin duda será una reina atractiva. Con una altura de maniquí (1 metro con 72 centímetros), Isabel heredó de sus antepasados hannoverianos una figura amplia, una agradable tez crema y rosada, una buena y blanca dentadura y una constitución fornida. Por desgracia, no es fotogénica, ya que su principal atractivo se encuentra en su color. El porte real que posee trae a los más veteranos recuerdos de su abuela, la Reina María.
Más seria que su hermana quinceañera, Margarita Rosa, cuyas soberbias imitaciones de dignatarios visitantes han causado más de una carcajada en el comedor real, la Princesa Isabel ha mostrado rasgos que sugieren una mentalidad independiente.
Hace un año, cuando, como sus próximos súbditos, debía cumplir con el servicio militar, el rey decidió, tras largas deliberaciones con sus consejeros, que su entrenamiento como princesa era más importante que los cada vez mayores problemas de mano de obra, y que “Betts” no se uniría a ninguna fuerza auxiliar femenina (conocidas como Servicio Territorial Auxiliar o ATS, por sus siglas en inglés).
Pero Betts tenía otros planes y, poco tiempo después, el Palacio anunció, imperturbable, que el rey “con placer, otorga a una comisión honoraria, como segunda subalterna en el ATS, a Su Alteza Real, la Princesa Isabel”.
Aprobó su curso de manejo dos días antes de lo establecido, después de atender a sus clases y mancharse las manos de grasa desmantelando motores. Para concluir estas enseñanzas del ATS, la mayoría de los estudiantes deben conducir hacia Londres para reunir experiencia.
Se decidió que Isabel no lo haría, pues un choque que involucrara a la presunta heredera se consideró un riesgo demasiado grande. Pero mientras los engranes del gobierno se movían para llegar a tal resolución, Isabel conducía un vehículo camuflado del ejército hasta Londres. Volvió al Palacio una vez que completó dos circuitos de Piccadilly Circus durante la hora de mayor tráfico, pues quería “encontrar tantos autos como me fuera posible”.
Cuando la princesa se embarca en un proyecto, este domina su vida por completo. Por ello, mientras estudiaba en la escuela de manejo, en las cenas reales se hablaba de bujías y el desempeño de los motores. En la actualidad, el tema de conversación más frecuente —mientras Isabel tenga la palabra— son los caballos. Espera tener su propio establo dentro de un año más o menos y competir en carreras contra su padre.
En los bailes en las mansiones privadas de Mayfair, a los que Isabel asiste con regularidad con su única dama de compañía, baila con una variedad de caballeros sin favorecer a alguno en particular. Pero los nombres de unos cuantos de sus jóvenes pares llegan a repetirse.
El apuesto y rubio Señor Wyfold, de 29 años; el joven conde de Euston, y el atractivo duque de Rutland, son los tres más comunes. Según las estipulaciones del Acta de Sucesión Real, Isabel solo puede contraer nupcias con el consentimiento del consejo de su padre y no puede casarse fuera de la fe protestante.
Si se llega a casar, durante su ascenso al trono su esposo no se volverá rey, sino príncipe consorte, como Alberto de Sajonia-Coburgo con Victoria. El número de pretendientes interesados en este rol subordinado es problemático.
El primer viaje oficial de Isabel, una vez que su padre se convirtió en rey, fue a Gales. En lugar de aparecer en el majestuoso ambiente de la corte durante una tarde en el Palacio, la princesa debutó entre el brillo naranja de los hornos de un molino de hojalata. Desde entonces ha tenido diversas apariciones, con su familia y sola. Ha concedido dos entrevistas por radio y dado una decena de discursos.
Hasta ahora, su compromiso más importante ha sido lanzar al buque de guerra más reciente y grande de Gran Bretaña, el H. M. S. Vanguard. Aunque era un día frío y nublado, y le confesó a un oficial cercano “estoy demasiado nerviosa para sentir frío”, completó la ceremonia a la perfección.
Solo hasta más tarde demostró ser más mujer que princesa. Le regalaron un bello broche de diamantes y, mientras el director recitaba un pesado discurso de bienvenida, Isabel permaneció sentada en silencio girando el broche con forma de la Rosa Inglesa entre sus manos, sin cansarse de admirarlo.
“La abuela Inglaterra” —la Reina María— parece haber empleado mano firme con la joven princesa y por eso obtuvo de ella más respeto que del resto de sus nietos. Cuando los dos niños Lascelles, Gerardo y Jorge eran chicos, tenían el terrible hábito de entrar corriendo a una habitación y atacar los tobillos de la Reina María. Con frecuencia, ella debía usar su famosa sombrilla para montar una defensa vivaz. Por suerte, Isabel resultó ser menos inquieta.
La reina le enseñó a su nieta el arte de dirigirse con inteligencia a los visitantes de la corte, y la joven Isabel aprendió muy pronto su lección más difícil: aparentar interesarse en la conversación, por aburrida que fuera.
Para que estuviera bien informada o sintiera curiosidad por diversos temas, su abuela paseaba con ella por el Museo Victoria y Alberto, la Casa de Moneda, el Banco de Inglaterra, el museo de ciencia al sur de Kensington, la Torre de Londres, la Abadía de Westminster y la Galería Nacional.
Desde los seis años, la educación formal de Isabel ha sido supervisada por una hábil mujer escocesa, Marion Crawford, conocida como “Crawfie” por los habitantes de la casa real. Si era más fácil que la joven Betts, como sucedió, aprendiera historia recostada sobre su abdomen en el suelo de la habitación de Crawfie, la maestra no se opuso.
Para cuando cumplió 12 años, mostraba una marcada aptitud por la historia y los idiomas, y un sublime disgusto por las matemáticas. Entonces, su educación se convirtió en un asunto que debía discutirse en el Gabinete.
La madre de Isabel quería que fuera a una escuela de niñas y conociera a personas de su edad, pero fue difícil encontrar un lugar que pudiera adaptarse al currículo especializado que necesita una integrante de la realeza, así que se decidió que tuviera un personal de tutores, como la Reina Victoria.
Sus lecciones de historia incluyen el estudio de los cambios constitucionales, desde la época de los sajones hasta el presente, así como el de la antigüedad de las tierras británicas y su agricultura. También conoce a fondo la historia de Estados Unidos y habla francés con fluidez.
A lo que se conocía como “logros” en la época victoriana —toca el piano y tiene una voz agradable para el canto—, Isabel añadió un programa completo del arte del siglo XX. Sabe nadar, conduce un automóvil, le gusta la música popular de Norteamérica, cuenta con las “buenas manos y asiento” de una jinete consumada y su puntería es precisa.
Cuando era muy joven, se le preguntó qué quería ser al crecer. Sin dudarlo ni un instante, respondió: “Me gustaría ser un caballo”. El tiempo sirvió para modificar ese deseo. Dada la opción, es dudoso que alguien elija por voluntad propia la vida tan clínica y bastante vacía que debe llevar una reina moderna. Pero ese será el deber de Isabel.
En este escenario, su ambición es ser una buena reina. Si ella, como la Isabel anterior, refleja y anima el espíritu de su gente, puede llegar a ocupar un lugar en la historia tan importante como el de su antepasada. La primera Isabel construyó el Imperio Británico. La segunda, con métodos más gentiles, puede mantenerlo unido. Conoce el protocolo que se implementó en Inglaterra por la muerte de la reina Isabel II.
Imagen principal tomada de sheknows.com
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