Cuando la salud se alejó de mí

Sabía que los médicos estaban equivocados: la misteriosa dolencia que me agobiaba no tenía que ver con el estrés. Pero, ¿cómo demostrarlo?

Hace 15 años vivía yo en un elegante apartamento en Toronto que cumplía casi todos los sueños frívolos de una mujer que rondaba los 25. Decoré mi sala con una mesita laqueada de color azul turquesa y un mullido sofá tapizado en terciopelo fucsia. Era una decoración engañosa: mi apartamento no era un lugar para fiestas, sino para después de las fiestas. Llenaba mi refrigerador con vino italiano, y mi clóset con vestidos de 1,000 dólares que no necesitaba comprar. Pasaba casi todas las noches esperando a un tipo que solía telefonear a media noche.

Me recostaba en el sofá, bien peinada y arreglada, y me ponía a fumar, o me sentaba frente a la computadora y tomaba vino. Si a las 12:30 él no había llamado, me quedaba dormida boca abajo para no aplastarme el pelo. Por la mañana, dejaba mechoncitos de pelo en la ducha, como si la cabeza se podara para otro día de esperanza que brota y muere sin florecer.

Estaba mareada todo el tiempo. Al principio pensé que estaba enferma de ansias de amar; luego, una noche, sentada junto al teléfono que no sonaba, sentí como si tuviera mil agujas clavadas en manos y pies. Me dirigí a la sala de urgencias de un hospital.

En la clasificación de los síntomas hay algunos que los médicos por regla atribuyen al estrés y, por lo tanto, consideran de poco cuidado. Es inútil quejarse de mareo, zumbido de oídos, dolor de cabeza o vértigo. Si eres una columnista judía, soltera, sobrecargada de trabajo, atormentada por un amorío frustrado e ingresas a urgencias a la una de la madrugada, tendrás a tu perfil cultural en tu contra. El médico de turno me aconsejó que tomara unas vacaciones o probara un poco de yoga.

Consulté a ocho médicos en Toronto. Uno me dijo que podría ser una afección del oído interno; otro creía que estaba yo hiperventilando sin saberlo. Uno más me recetó esteroides. La mayoría coincidió en que mis síntomas se debían “al estrés”. Aunque parezca increíble, ninguno de ellos me examinó el cerebro.

En los meses siguientes no salí del apartamento más que para asistir a las citas médicas. Me pasaba los días acostada boca arriba, sintiendo como si una mano invisible intentara arrancarme la cabeza. Los contados ratos que me sentía bien los pasaba frente a la computadora revisando revistas y artículos de neurología que apenas entendía. Reduje mi búsqueda a las enfermedades más probables —esclerosis múltiple o un tumor cerebral—, pero al final descarté ambas.

Un día leí sobre un trastorno llamado fuga (o filtración) espontánea de líquido cefalorraquídeo, algo tan raro que muchos neurólogos jamás han visto un paciente que lo padezca. Al revisar los síntomas me sentí iluminada: supe que por fin había identificado mi enfermedad.

No era estrés, sino un tejido defectuoso. La membrana que rodea mi médula espinal, la duramadre, tenía roturas, y por ellas escapaba gota a gota el líquido cefalorraquídeo, que aísla y protege la masa encefálica y la médula espinal.

El primer médico que me midió la presión de líquido cefalorraquídeo descubrió que estaba a casi un tercio de lo normal. Los días siguientes me sentí muy aturdida. Mi familia llegó de Montreal y me llevó de vuelta allí para que recibiera tratamiento. En dos años me sometí a 14 procedimientos de restauración de la duramadre, y todos fallaron. Los médicos de esa ciudad me extrajeron sangre y luego la rociaron en ciertas partes de la médula espinal, con la esperanza de que los coágulos resultantes taparan las roturas de la duramadre.

Como esto no funcionó, mi familia me llevó a la sede de la Clínica Mayo, en Minnesota, donde los médicos usaron pegamento quirúrgico para tratar de restañar las fugas. Durante varios días me inyectaron una solución salina en la médula espinal a través de un catéter, un trance tan doloroso que contraje fobia a las agujas.

 

Seis meses después volé a Los Ángeles, California, para ponerme en manos de otro médico, el cual me iba a reparar la duramadre con grapas. La noche previa a la operación, el anestesiólogo, un hombre latino que me hizo las pruebas exploratorias, me llamó al hotel donde me alojaba.

—No lo haga —me dijo—. Es en serio. Yo palpé su médula espinal. Imagínese engrapar un pañuelo desechable húmedo; así está su duramadre. Lo único que tiene que hacer es dejar de moverse y esperar a que la naturaleza la reconstruya.

Seguí su consejo; cancelé la operación e intenté sanar sola. Pasé los 18 meses siguientes en una cama inclinada, con la cabeza más abajo que el pecho para evitar que el cerebro sufriera daños. Llevaba atado un corsé para mantener inmóvil el torso y la columna vertebral. Después estuve dos años confinada en una silla de ruedas, sin saber si iba a volver a caminar. La muerte siempre estaba cerca: una posible ruptura de aneurisma por un estornudo fuerte o por un bache hondo en la calle.

Cuando rondaba los 35 años, las viejas filtraciones comenzaron a cerrarse solas y poco a poco volví a la vida normal. De manera paulatina regresé al trabajo, me casé y, hace tres años, mi esposo y yo tuvimos una hija. Hoy día, a mis 41 años de edad, estoy embarazada otra vez.

He tenido recaídas. Me quedo en casa, con mi dolor, y regreso al mundo un par de meses después, con la euforia del recluso que vuelve a ver la luz del sol, pero también con la extraña sabiduría que una enfermedad grave puede dejar. Ahora vivo con nuevas advertencias, cosas que me digo con regularidad: no seas demasiado arrogante; la enfermedad está siempre a la vuelta de la esquina; no te atrevas a desperdiciar la vida; no tienes ese tipo de libertad.

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