Historias de Vida

Cuando no hay respuestas para un hijo adoptivo

Siempre había querido adoptar, incluso cuando era yo una niña que prefería escribir poemas a salir al recreo en la escuela. “Ella miró las estrellas / y se preguntó: / ¿Algún día / encontraré a mi madre?”, decía uno de mis versos.

—¿Quién es la niñita de tu poema? —me preguntó la señorita Loros, mi maestra, mientras daba yo lentas vueltas al escritorio donde ella, muy concentrada, revisaba una pila de ejercicios de aritmética.

—Es una niña huérfana —le contesté—. Algún día quiero ser mamá de niños huérfanos.

—Entonces estarás muerta —replicó sin apartar la mirada de las hojas llenas de operaciones numéricas.

Al final del cuarto grado, mientras mi madre secaba un bol de madera para ensaladas, hice un anuncio:

—Mami, cuando sea grande voy a adoptar 100 niños, uno de cada país.

—¡Qué maravillosa idea! —dijo, y se dio vuelta para tocar mi mentón con sus dedos húmedos y fríos—. Incluso adoptar uno solo sería hermoso.

Tal vez por eso fue inevitable que, luego de tener dos hijas, mi esposo, Yosef, y yo decidiéramos agrandar nuestra familia adoptando un niño. En octubre de 1999 viajé a Etiopía y volví a casa, en Newton, Massachusetts, con el pequeño Adar, de 10 meses de edad.

Cuando el niño aprendió a caminar, esconderse no era una forma de hacerse invisible, sino de hacerse notar. “¿Dónde está Adar?”, oía yo una vocecita preguntar detrás del sofá: la señal para que lo buscara.

Mami, ¿dónde está mi mamá de panza?

Con las manos sobre las caderas, yo recorría la sala con la mirada y decía: “¿Dónde está Adar? ¿En un cajón? No… ¿Entre los libros? No…” Mi corazón se henchía mientras imaginaba el encuentro: su mejilla suave contra la mía, sus brazos sorprendentemente fuertes estrechándome, sus manos sobre mis hombros y el beso que yo depositaría sobre su sedosa frente.

Entonces él saltaba desde su escondite con una sonrisa radiante y los brazos extendidos. Lo siguiente eran aplausos, risas y un abrazo enorme. “Aquí estás”, se decían nuestros brazos, “siempre aquí para mí”.

—Mami, ¿dónde está mi mamá de panza? —me preguntó, con su nariz apoyada contra la mía.

—No lo sé, cariño —le dije, tratando de mostrarme serena—. A veces yo también me pregunto por ella.

Cuando el niño tenía cuatro años, todas las noches tomaba el mismo libro de su estante, lo ponía en mis manos, me pedía que me acostara en su cama y se acurrucaba junto a mi costado.

—“Le faltaba una parte…” —empecé a leer.

Si bien Adar aún no sabía leer, le daba vuelta a cada hoja del libro en el momento justo. Las ilustraciones lo invitaban a recitar el texto junto conmigo, palabra por palabra.

—“…y no era feliz” —dijo en tono solemne—. “Por eso decidió buscar a la parte que le faltaba”.

La parte que falta, escrito e ilustrado por Shel Silverstein, cuenta la historia de un círculo, dibujado con líneas negras sobre un fondo blanco, al que le falta una parte que tiene la forma y el tamaño aproximado de una rebanada de pizza.

El círculo emprende un viaje en busca de su parte faltante: soporta lluvia, nieve y un sol abrasador, y en el camino encuentra partes que, o no encajan en él, o sencillamente no quieren ser la parte que le falta a otro.

—¿Cómo puede alguien no querer ser una parte de otro? —me preguntó Adar muy sorprendido.

—No lo sé —respondí.

Yo tampoco comprendía que alguien no quisiera ser una parte de otro.

Como el círculo está incompleto, se desplaza lentamente; sin embargo, esto le permite aspirar el perfume de las flores, sentir cómo una mariposa se posa sobre él y contemplar el mundo que lo rodea, al tiempo que entona una canción con la boca que forma la rebanada de pizza ausente: “Estoy buscando la parte que me falta, tra, la, la…”

Adar de pronto metió la cabeza por debajo de mi blusa.

—Hagamos como que estoy dentro de tu panza —dijo.

Era lo bastante pequeño como para meterse entero bajo mi ropa holgada. Dobló los brazos y se llevó las rodillas al pecho, mirando mi garganta mientras se cubría los dedos de los pies con la orilla de mi blusa.

Muchas veces le había pedido a Dios que permitiera a esa mujer saber que su hijo —nuestro hijo— estaba a salvo y era amado.

No era la primera vez que simulábamos que estaba yo embarazada y que lo llevaba en mi vientre. A la hora de acostarse, Adar solía hacerse un ovillo debajo de mi camiseta, miraba a través del cuello estirado y susurraba: “Haz como que estás caminando”.

Tendida sobre su cama, con su tibio y liviano cuerpo encima, yo movía los pies como si estuviera dando un paseo por la calle. Entonces seguía dándome instrucciones: “Ahora te encuentras a una conocida”.

“Hola, ¿cómo estás?”, decía yo impostando la voz. “¡Hola! Estoy bien, dando un paseo con mi bebé en la panza”, respondía. “Bueno, adiós”.

—¿De veras puedo meterme en tu panza? —me preguntó Adar, abriendo los ojos de par en par.

—Puedes simularlo, pero no meterte de verdad en mi panza.

—¿Por qué? ¿Qué hay ahí dentro? —preguntó con inquietud, como si un sexto sentido hubiera activado una alarma en su interior.

Frunció el ceño con una mezcla de preocupación y curiosidad. Lo gracioso era que Yosef y yo acabábamos de hablar acerca de tener otro hijo biológico. El niño y yo nos quedamos apretujados en su cama, con la pila de libros de cuentos sobre su buró pintado de verde. Bajo la tenue luz que difundía una pantalla de color amarillo pálido, nos miramos. Apoyé su cabeza sobre mi hombro y le besé la frente.

—¿Mami? —dijo.

—¿Sí?

—¿Quién es mi mamá de panza?

—No lo sé.

Los ojos se me humedecieron. Muchas veces le había pedido a Dios que permitiera a esa mujer saber que su hijo —nuestro hijo— estaba a salvo y era amado. Si bien mi pena era genuina, me sentí egoísta y complaciente porque quizá todo el dolor del mundo se estaba manifestando en la vida de esa mujer, si es que aún seguía con vida.

—¿Por qué? ¿Nadie la conoce?

—Bueno, nadie que nosotros conozcamos la conoce.

—¿Mi mamá de panza me cuidó cuando era bebé?

—No —contesté mientras apoyaba la mano sobre su espalda.

Él acomodó su cabeza sobre mi hombro y preguntó:

—¿Me dio el pecho?

—No lo sé, cariño.

—¿A mi mamá de panza le dolió cuando yo nací?

—Cuando un bebé nace, a la mamá le duele sólo por un rato.

—¿La mía se murió?

La mujer bien podría estar preguntándose lo mismo sobre Adar en ese momento; debe de haber temido su muerte. Mirándome a los ojos, muy serio, el niño preguntó si su madre de panza era mi amiga Sally. Supongo que pensó eso por la piel oscura de mi amiga.

—Yo crecí en la panza de Sally y luego me llevó a Etiopía —dijo—. Allí me recogió mami.

—No, cariño —respondí, tratando de contener la risa—. Sally no es tu mamá de panza.

—Quizá me comió un león y luego hizo popó y me dejó en Etiopía.

Esta vez me reí con la ocurrencia, pero su seriedad me borró la risa.

—Una persona a la que conocemos la conoció —prosiguió Adar.

—¿En serio, querido? ¿Quién?

—Yo, cuando nací.

—¡Ah, claro! Tienes razón, amor. Tú la conociste —dije, y ceñí un poco más la manta sobre su cuerpo.

—Pero no la recuerdo —señaló, bajando la mirada.

—¡Ay, mi pequeñín! —exclamé enternecida, y volví su rostro hacia mí para poner las manos sobre sus mejillas—. Nadie recuerda cosas de cuando era un bebé.

No había recuerdos para él, ningún rostro que extrañara ni nada que pudiera evocar. Ningún quién, qué, cómo o por qué que lo ayudara a entender su existencia en el mundo. Y yo no tenía nada de todo eso para darle, sólo mi propio bagaje de historias, las de mi familia, sumadas a la milenaria e intrincada historia del pueblo judío, dentro de la cual él podría tejer después su propia vida.

—¿Mi mamá de panza me cuidó cuando era bebé?

Honestamente, sólo podía yo pensar en los orígenes de Adar concibiéndolos como un misterio. Visto así, él era una vía a la kedushá, palabra hebrea que significa “sagrado”. “Yo soy el que soy” fue la respuesta de Dios a la pregunta de Moisés “¿Quién eres?” Moisés no conocía sus orígenes y, a pesar de ello, se le iba a revelar su futuro.

¿Cómo podría recordar que, siendo un bebé, su madre, Jocabed, lo había depositado sobre las aguas del Nilo dentro de un cesto para salvarlo del edicto egipcio que le habría costado la vida? ¿Cómo pudo esa mujer soltar el cesto? Mis temores más profundos se volvían siempre ruegos a Dios, aunque yo sólo sujetaba a mi hijo a su asiento de auto.

El llanto de Moisés se alzó sobre el murmullo del río y llegó a los oídos de la hija del faraón y sus doncellas, que se bañaban a la orilla del río. Mientras la hija del faraón “oía el llanto del niño”, Jocabed se mantenía oculta para poder salvar a su hijo.

Tal vez la madre biológica de Adar lo había puesto, bien abrigado, en una canasta. Quizá ella, como la mujer que soltó a Moisés en el Nilo, “se ocultó a lo lejos” para velar por su seguridad mientras pudiera hacerlo.

Ella y yo formábamos un equipo, como Jocabed y la hija del faraón. ¿Jocabed intentó recuperar a su hijo una vez que el niño estuvo instalado en el palacio del faraón? Y mientras criaba a su hermoso y sabio hijo, ¿la hija del faraón lloró alguna vez por la pérdida que Jocabed había sufrido?

Ay, Adar, tu madre biológica ha ocupado un lugar en la larga lista de mujeres que sólo podían salvar a sus hijos dejándolos ir. Como puedes ver, nuestro tapiz de historias tiene algunos agujeros y rasgaduras. Y ahora, un cuento antes de dormir.

Abracé a Adar con fuerza, con su cabeza sobre mi pecho, mientras leíamos juntos. Hacia el final del cuento, el círculo encuentra a la parte que le falta. En el instante en que por fin se vuelve un círculo completo, cobra fuerza y empieza a rodar tan rápidamente que no puede detenerse para conversar con un gusano ni para oler el aroma de una flor, y la mariposa ya no puede posarse sobre él.

“¡Ajá!”, exclama, “¡conque las cosas son así!”, y con mucho cuidado se quita y deposita a un lado la parte que acababa de encontrar.

¿Qué opinas sobre la adopción?

Tomado de Casting Lots

Staff

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