En la sobreestimulada vida diaria, solemos descartar tantos ruidos como nos es posible. Pero, al hacerlo, nos desconectamos del mundo.
El mundo está lleno de sonidos que nunca oímos. Para empezar, el rango auditivo humano es limitado: si pudiéramos captar sonidos inferiores a 20 vibraciones por segundo, enloqueceríamos con los murmullos y crujidos de nuestros músculos, intestinos y aquellos del corazón; cada paso sería un estruendo. Pero, incluso dentro de nuestra gama auditiva, elegimos, nos enfocamos y prestamos atención a solo unos cuantos sonidos y borramos el resto.
Estamos tan asediados por el ruido que solemos “apagar” el sentido del oído. Pero, al hacerlo, también desaparece la gloriosa sinfonía sonora que inunda el mundo vivo.
Todo se vuelve más real cuando se escucha y se ve. De hecho, es bastante difícil conocer a una persona con solo verla, sin oír su voz. Y no es solo el sonido de la voz. Por ejemplo, el ritmo de los pasos revela la edad y las variaciones de estado de ánimo: euforia, depresión, ira o alegría. El aturdido habitante de la ciudad que suele apagar su escucha pierde una dimensión de la realidad social.
‘Esta habitación mide unos 7 metros de largo, 6 de ancho y 4 de alto’; dicha información la pudo deducir, con bastante precisión, ayudándose solo de su oído”.
Algunas personas tienen la capacidad de entrar a una habitación abarrotada y, a través de los sonidos, saber de inmediato cuál el estado de ánimo, el ritmo y la dirección del grupo reunido.
Todo lo que se mueve hace ruido, así que cada uno de los sonidos es testigo de lo que sucede. Si el tacto es el más personal de los sentidos, el oído, que es una especie de contacto a distancia, es el más social.
Los sonidos nos advierten de lo que sucede a nuestro alrededor. Incluso mientras dormimos existen pistas auditivas clave que alertan al cerebro. Una madre se despierta con el lloriqueo de su bebé. La persona promedio se espabila enseguida al oír la expresión sonora de su nombre.
Guardián, estimulador, despertador: no es sorprendente que el citadino moderno haya atenuado y hasta atrofiado este sentido tan estresante. Pero la audición también puede calmar y consolar. El chisporroteo de la leña en la chimenea, el susurro familiar de una escoba, el inquisitivo chirrido de un cajón cuando lo abrimos; todos esos son sonidos que confortan. En nuestros dulces hogares, cada silla tiene un crujido diferente y reconocible, cada ventana tiene un rechinido distinto. La cocina es, por sí misma, una fuente de sonidos agradables: el blop blop de la masa batida en un tazón, la risa de la sopa que hierve.
Las personas ciegas usan un bastón, preferiblemente con punta de metal, nailon u otra sustancia o material que produzca un sonido distintivo y consistente.
A muchos les sorprendería descubrir cuánto se puede desarrollar el sentido del oído. Hace poco, en casa de un amigo, mi esposa abrió su bolso y algunas monedas cayeron al piso, una tras otra.
—Tres cuartos, dos monedas de 10 centavos, una de 5 y tres de un centavo —dijo nuestro anfitrión, que venía de la habitación contigua. Y, como si de una ocurrencia tardía se tratara, agregó—: un cuarto es de plata.
Acertó, hasta el último centavo.
—¿Cómo lo supiste? —le preguntamos, incrédulos.
—Inténtenlo —dijo.
Lo hicimos y, con un poco de práctica, nos pareció sencillo.
De camino a casa, mi esposa y yo nos turnamos para cerrar los ojos y escuchar los sonidos que nuestro taxi producía a su paso sobre la calle mojada, así como aquellos que rebotaban en los coches estacionados junto a la acera. Bastó con hacer eso para que pudiéramos comenzar a distinguir los pequeños autos extranjeros de los coches estadounidenses, que por lo general son más grandes. Este tipo de juegos resultan ser una excelente manera de desplegar nuevos ámbitos de experiencia auditiva.
Otra ventaja de perfeccionar la audición es la posibilidad de adquirir aquella facultad extrasensorial a la que los ciegos llaman visión facial. Hace más de 200 años, Erasmus Darwin, el abuelo de Charles Darwin, relató la visita de un amigo suyo que era ciego, llamado Justice Fielding. “Entró en mi cuarto por primera vez y, tras unas pocas palabras, dijo: ‘Esta habitación mide unos 7 metros de largo, 6 de ancho y 4 de alto’; dicha información la pudo deducir, con bastante precisión, ayudándose solo de su oído”.
Los ingenieros de sonido lo llaman ambiente: la impresión que, en cierta medida, todos nos hacemos de las ondas sonoras que rebotan en paredes, árboles y hasta personas. Para interpretar los ecos de manera efectiva, las personas ciegas usan un bastón, preferiblemente con punta de metal, nailon u otra sustancia o material que produzca un sonido distintivo y consistente. (La madera no sirve porque el sonido que genera cuando está húmeda no es igual al que emite cuando está seca.)
El generador metálico de sonido llamado grillo es igual de efectivo. Los animales, terrestres o no terrestres, también usan la ecolocalización. El murciélago, por ejemplo, emite una onda sonora muy aguda y capta los ecos provenientes de cualquier obstáculo, que pueden ser tan delgados como un cabello humano.
Aunque sus partes operativas internas ocupan unos 2 centímetros cúbicos, puede distinguir de 300,000 a 400,000 variaciones de tono e intensidad. El ruido más fuerte que puede tolerar es un billón de veces más intenso que el sonido más tenue que capta: la caída del proverbial alfiler (o, si lo prefieres, el suave golpeteo de las hojas al caer).
Cuando los tímpanos vibran en respuesta al sonido, los pequeños estribos en forma de pistón que están presentes en el oído medio amplifican las vibraciones. Este movimiento se transfiere a la cámara del oído interno, el caracol (también conocida como cóclea), que está llena de líquido y contiene unos 30,000 cilios, diminutas estructuras celulares en forma de vellos.
Estas fibras están hechas para doblarse dependiendo de la frecuencia de la vibración: las más cortas responden a longitudes de onda más altas, que generan sonidos agudos, y las más largas a las bajas, que producen los graves. Este movimiento se traduce en impulsos nerviosos que se envían al cerebro, el que, a su vez, y de alguna manera, “oye”.
La mayoría de las personas menores de 20 años logran escuchar tonos de hasta 20,000 ciclos por segundo (CPS) [unidad con la que solía medirse el sonido antes de 1960, cuando fue reemplazada con el hercio], cerca de cinco veces más agudos que el do más alto que emite un piano. Con la edad, el oído interno pierde su elasticidad. No es común que una persona de más de 50 años pueda oír por encima de los 12,000 CPS. Claro, aun así es útil, ya que la mayoría de las conversaciones están a una octava o dos del do medio, o alrededor de los 260 CPS.
Basta reducir el sonido reflejado para obtener reacciones extrañas. Lo más parecido en la Tierra al silencio del espacio exterior [al momento de la publicación del artículo] es la cámara anecoica de los laboratorios Nokia Bell en Murray Hill, Nueva Jersey, revestida con materiales que absorben el 99.98 por ciento del sonido que rebota. Personas que permanecieron en esta habitación por más de una hora dijeron sentirse inquietas y desconectadas de la realidad.
Una cualidad notable del oído humano es su capacidad para distinguir un sonido o voz específicos entre un revoltijo de ruidos y ubicar su posición. Cuando ensayaba con una orquesta sinfónica de casi 100 músicos, el director Arturo Toscanini señaló sin equivocarse al oboísta que ligaba una frase. “Oigo una sordina en uno de los segundos violines”, dijo en otra ocasión al detener un ensayo. En efecto, un segundo violinista que estaba muy atrás en el escenario descubrió que no había quitado su sordina.
Debemos nuestra capacidad de centrarnos en un sonido particular al hecho de que tenemos dos orejas. Un sonido procedente de la derecha llega al oído derecho quizá .0001 segundos antes de llegar al izquierdo. Este pequeño retraso se percibe de manera inconsciente y nos permite localizar el objeto en la dirección del primer oído que recibió el estímulo. Si giras la cabeza hasta que el sonido llegue a ambos oídos a la vez, la fuente está justo enfrente. Pruébalo cuando oigas que un coche se acerca.
El sonido que percibes con más frecuencia y con mayor interés es el de tu propia voz. Lo escuchas debido a la vibración del aire que llega a los tímpanos y también a la conducción ósea, vibraciones transmitidas directamente al oído interno a través del cráneo. Cuando masticas un tallo de apio, el fuerte crujido proviene principalmente de la conducción ósea.
Esta explica por qué apenas reconocemos nuestra voz en una grabación. Muchos de los tonos de baja frecuencia que dan resonancia y fuerza a nuestra voz cuando la percibimos, llegan al oído a través del cráneo y desaparecen en una grabación; por eso nuestras voces nos parecen agudas y débiles.
Por desgracia, es posible que la audición se atrofie aún más en el futuro, a medida que la civilización se vuelva más frenética. Cuando pasan muchas cosas, aprendemos a ignorar la mayor parte del sonido que nos rodea, lo que significa que también nos perdemos de mucho que podría darnos placer e información. Lástima, porque hay una gran sabiduría en saber escuchar.
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