Historias de Vida

De niña creía que la felicidad se encontraba lejos de donde vivía

Vivía en un pueblo y creía que la felicidad se encontraba en un McDonald’s, lejos. No me daba cuenta de que lo más importante estaba en mi propio hogar.

Hasta los seis años viví con mi familia a un kilómetro y medio del círculo polar ártico, en el remoto pueblo de Fort Yukon, Alaska. Era una aldea de unos 600 habitantes, en su mayoría indígenas de la etnia gwich’in. Mi familia es blanca, y mis padres eran misioneros allí. Papá era piloto de avioneta y pastor de la iglesia de madera que había junto al río.

No teníamos agua corriente, pero sí un televisor, y una vez al año pasaban la película El mago de Oz. A mí me llenaba de asombro que Dorothy pudiera salir de su aburrido pueblo rural y viajara a un reino mágico lleno de maravillas. Cierta vez mi familia y yo atravesamos un arco iris durante un vuelo a Fairbanks, a 225 kilómetros al sur. Para mí, Oz simbolizaba el espléndido mundo que existía más allá de nuestra pequeña aldea.

También podía asomarme al mundo real que existía más allá de Fort Yukon a través de los anuncios de McDonald’s. Cada vez que salía uno en la televisión, yo literalmente pegaba la nariz a la pantalla.

Extasiada observaba todo lo que la vida ofrecía cuando se vivía en un lugar donde había un McDonald’s: sol radiante, música alegre, comida envuelta y presentada en cajas especiales como si se tratara de regalos, calles con aceras y casas con jardín. Allí nunca ocurría nada malo; nadie tenía frío, nadie se hacía daño y nadie moría. Había baños con escusado y agua caliente, y había McDonald’s, por lo que todos eran felices todo el tiempo.

Cada vez que íbamos a Fairbanks, visitar un McDonald’s era algo casi obligatorio. Normalmente yo pedía una hamburguesa, papas fritas y un batido de fresa. Por lo común no comía más que uno o dos bocados de la hamburguesa, y no me acababa todas las papas, pero sí el batido, que tenía el mismo olor a fresa que uno de mis libros de “rascar y oler”.

La comida era lo de menos

Estar en un McDonald’s significaba estar en una ciudad grande e importante, estar en el mundo que veía en la televisión. Ese mundo no se parecía en nada a lo que yo veía en Fort Yukon: cabañas de madera y grupos de perros atados al frente, senderos en bosques de picea negra, y el fluir del río. Pensaba que si encajaba yo en un McDonald’s, podría encajar en un mundo más grande.

Cuando nos fuimos a vivir a Fairbanks dejamos de ir asiduamente a McDonald’s. No recuerdo que me importara mucho. Pronto descubrí que los habitantes de la ciudad iban a McDonald’s por comodidad, no por que fuera un lugar especial. Iban allí si no podían ir a restaurantes mejores. Me dediqué entonces a consumir alimentos como el yogur, a beber leche fresca en vez de leche en polvo, y a visitar Alaskaland, un parque de atracciones y centro turístico.

A pesar de los placeres que descubrí en Fairbanks, no tardé en sentir nostalgia de mi pueblo. Echaba de menos el olor a leña de Fort Yukon, la forma como la luz se inclina en la latitud del círculo polar ártico, y el trato cotidiano con los afables vecinos. Extrañaba que mis amigos estuvieran a tiro de piedra, y añoraba a las abuelas de la aldea, que querían a los niños como si todos fueran sus nietos.

Cuando tenía 16 años fui en un viaje escolar a Juneau, la capital del estado. Una noche, tumbada en una litera en una habitación del albergue, oí crujir un papel. Alcé la cabeza y vi a una chica de Sand Point, una ciudad de las islas Aleutianas, desenvolviendo una hamburguesa McDonald’s para comérsela.

Yo sabía que esa chica no tenía hambre, porque nos habían dado de comer bien en todo el viaje, pero entendía por qué se estaba comiendo la hamburguesa, las papas y el batido: seguramente porque no había ningún McDonald’s en su ciudad.

Verla me hizo recordar cómo me sentía de pequeña cuando vivía en Fort Yukon, en los días en que también experimentaba un placer inmenso cuando iba a un McDonald’s: alzaba la mirada para ver el menú al frente y con asombro veía cómo las hamburguesas caían a unos canalones desde detrás de la pared que separaba el mostrador de la cocina.

También eché de menos las ansias que sentía al pensar que íbamos a ir a McDonald’s. Esa sensación se había esfumado y nada la había sustituido. Ahora vivía en Oz, en el mundo que McDonald’s había simbolizado para una niña de un pueblo pequeño. Vivíamos en una calle con acera y en una casa con jardín. Comprábamos toda la comida en una tienda de abarrotes. McDonald’s ya no importaba.

Por eso sentí tristeza cuando miré de reojo a esa chica desde la litera del albergue donde estaba yo acostada. Ella todavía podía sentir el placer y la diversión que representaba McDonald’s. Esa chica volvería a Sand Point, un pueblo no muy diferente de Fort Yukon. Yo no podía ir a casa, por mucho que lo deseara.

Mi casa estaba en algún lugar entre Fort Yukon y Fairbanks. Yo era blanca, pero había nacido en una aldea indígena. Me había criado con sus valores y sentido comunitario, y después me había marchado.

Ya no vivo en Alaska. Mis hijos nunca han comido en un McDonald’s, y no creo que en su vida haya nada que signifique o haya significado lo que McDonald’s significó para mí. Nunca han vivido sin agua corriente y tampoco sin electricidad. Una vez los llevé a Fort Yukon, cuando eran muy pequeños.

Anduvimos por las polvorientas calles del pueblo, fuimos al río, los subí a los que quizá eran los mismos columpios en los que yo me mecía cuando tenía cinco años. Les encantó; estaban felices. Y en el vuelo de regreso a Fairbanks atravesamos un arco iris.

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