Durante alguno meses he estado buscando a una persona perdida entre mensajes de texto, tuits, publicaciones de Facebook y correos electrónicos. No se trata de un desconocido, sino de mi esposo y el padre de mis dos hijos. Y, en realidad, no está desaparecido. Él ha muerto.
Ya entrada la noche, luego de acostar a nuestros hijos, empiezo a buscar a Jonathan. Releo correos electrónicos sobre trivialidades como citas con el dentista o para ir a almorzar. “¿El trabajo de quién es más importante hoy?”, dice uno enviado cuando hubo que ir por uno de los niños antes de lo habitual. Me detengo en pequeñeces: los nombres de las mascotas de los chicos y su firma sencilla: “Te quiere, JJ”.
Cada vez aparecía un nuevo detalle o alguna nota que me hacía sonreír. Casi podía escucharlo hablar. Pero sé que estoy intentando lo imposible: revivir al amor de mi vida palabra por palabra, tuit a tuit, mensaje a mensaje.
Siempre hacía observaciones irónicas usando unas cuantas y acertadas sílabas. Nos conocimos en la facultad de periodismo en Winnipeg a inicios de los 90. Por alguna extraña razón, me atraen los hombres mal vestidos, pensé al principio. Necesitaba un corte de cabello y usaba tenis y camisetas de rugby, pues lo practicaba. Yo odiaba los deportes.
Compartíamos el mismo automóvil para ir a la escuela y nuestros viajes diarios se convirtieron en momentos llenos de risas mientras recorríamos las calles heladas. Su humor mordaz le ganó el sarcástico apodo de “Rayito de Sol”.
En la universidad aprendimos a contar historias con precisión y hacer entrevistas, siempre trabajando con premura y bajo mucha presión. Poco tiempo después de graduarnos, muy entusiasmados por arrancar nuestras carreras, Jon aceptó un trabajo como periodista en un diario en Edmonton y yo otro como editora en un semanario de noticias y entretenimiento en Winnipeg.
Si bien éramos solo amigos, resentí su ausencia cuando se mudó. Uno de los beneficios de mi trabajo era contar con una computadora y acceso a Internet. Pronto contacté a Jon y a otros dos con quienes compartíamos el auto.
Jon redactó boletines de prensa a nombre de Jenkaway inc. para anunciar el nacimiento de nuestros hijos.
Ya en línea, retomamos nuestras bromas de los viajes a la facultad. Yo me burlaba de la incapacidad de Jon de salir con chicas en un correo electrónico que llevaba por título “¿Por qué Jonny no puede reproducirse?”. Sus hilarantes respuestas se convirtieron en la luz de mis días; mi corazón saltaba de alegría al ver su nombre aparecer en el buzón de entrada.
Un día de verano, Jon vino a visitarme a Winnipeg. Salimos a caminar y le dije que estaba loca por él. Empezamos a salir de inmediato.
Nuestra relación a larga distancia era fascinante y tormentosa a la vez. Nos abrazábamos al aterrizar y nos lanzábamos a vivir fines de semana que eran verdaderos torbellinos. Pero, a media visita, comenzaba a desmoronarme pensando en el inevitable adiós. Y pronto estábamos de nuevo en el aeropuerto despidiéndonos.
Llenábamos el vacío físico con correos frecuentes sobre nuestro día y las noticias que perseguíamos. Pasaron años antes de que viviéramos en la misma ciudad. Rompimos, regresamos y, finalmente, ambos conseguimos trabajos en Toronto. Tras compartir el mismo techo por un año, nos comprometimos. Nos casamos en Winnipeg el 28 de diciembre del 2000, una tarde gélida.
Leíamos los diarios, tomábamos café y desayunábamos a la par antes de comenzar largas e impredecibles jornadas como periodistas, Jon en el rotativo y yo en la radio. Nunca sabíamos si llegaríamos para la cena y entendíamos si era preciso cancelar una noche de cine a raíz de una primicia.
Éramos muy competitivos y durante los días secos en noticias intercambiábamos correos jocosos en los que nos consultábamos respecto a sucesos inventados: “¿Sabes algo del tema? No puedo creer que haya salido a la luz” o “¿Lograste hablar con ese tipo? Tiene una increíble historia que contar”. Si coincidíamos en algún evento, nos sonreíamos y saludábamos, hacíamos nuestras preguntas y volvíamos a nuestras respectivas redacciones, cada uno tratando de superar la historia que el otro publicaría.
Luego de tres años en Toronto, Jon viajó a Australia a cubrir la Copa Mundial de Rugby. Yo asistí a una boda en Calgary y lo sorprendí con nuestra propia exclusiva: estaba embarazada. En los primeros correos bautizamos Grain al retoño. Una semana y media después, los médicos detectaron el principio de un aborto espontáneo.
Jon, aún de viaje, intentaba consolarme lo mejor que podía mediante llamadas telefónicas y mensajes electrónicos. Todo saldrá bien, me decía. No obstante, lo malo empeoró cuando colapsé por lo que resultó ser un embarazo ectópico con ruptura de trompa y requerí una cirugía de emergencia.
Entre zonas horarias, la tristeza y el efecto de los analgésicos, el correo electrónico siguió siendo nuestro tejido conectivo. El sueño de formar una familia se materializó en 2004, al nacer nuestro hijo, y en 2007, nuestra hija. Jon redactó boletines de prensa en los que figurábamos como directora y presidente de Jenkaway Inc., una fusión de nuestros apellidos.
El correo que informaba sobre nuestro primogénito decía: “El lanzamiento, tan esperado desde hace nueve meses, se hizo sin problemas y las acciones de la nueva división comenzaron a cotizar en 9.12 libras en la bolsa de Londres”. Y tres años más tarde: “Se presentó ante un mercado eufórico el nuevo sistema operativo tras una trabajosa operación que finalizó con precisión quirúrgica exactamente a las 16:53, hora del este”.
Jon hacía turnos que le permitían ser mi copiloto durante el día mientras yo estaba de licencia por maternidad. Cuando él salía de casa, me enviaba correos desde el mundo exterior destinados a preservar mi salud mental; yo le daba primicias sobre sonrisas, gateos y vómitos. Una vez que regresé al trabajo, empezamos a intercambiar mensajes relacionados con horarios de llegada y salida de guarderías.
Con el paso de los años, Jon se hizo un periodista político con gran presencia en línea. Convertía fácilmente las noticias del día en incisivos tuits. Al cubrir elecciones, se ausentaba durante semanas y yo me enteraba en qué tramo del recorrido de campaña estaba cuando veía sus tuits. Podía recrear su día en bloques de 140 caracteres a la vez.
Nuestras vidas adoptaban un ritmo bastante predecible hasta que, un día de septiembre de 2013, me encontré en una clínica especializada en endoscopias esperando muy nerviosa a que Jon apareciera. Él había hecho una cita, pues un fuerte dolor de garganta le estaba causando problemas para tragar.
Cuando finalmente llegó, me dijo que se había quedado atrapado en un ascensor y no había llamado porque pensó que yo ya habría visto sus tuits. (“¡Ayuda! Estoy atrapado en un ascensor en Queen’s Park sin ningún político cerca para interrogar”.)
Podría decir que todo cambió el día en que diagnosticaron a Jon, pero, en realidad, apenas empezaba.
No los leí sino hasta semanas después, cuando me hicieron falta los recuerdos de aquellos momentos en que las cosas eran más sencillas. Mientras Jon se despertaba de la laringoscopia, el médico me llevó al pasillo y me dio la peor noticia que había escuchado en mi vida: Jon tenía cáncer de esófago. Podría decir que todo cambió ese día, pero, en realidad, apenas había empezado, de forma dramática, aterradora e inevitable.
Comenzamos a comunicarnos de otra manera: yo tomaba notas en las citas médicas y redactaba correos electrónicos, que Jon revisaba y corregía, a fin de mantener informados a familiares y amigos. En las misivas compartíamos nuestras expectativas sobre el tratamiento.
También explicábamos cómo comunicábamos la situación a los niños usando el método de las tres C: ellos no eran los culpables, no era contagioso y siempre cuidaríamos de ellos. Era importante para nosotros asegurarnos de que nuestros amigos y familiares conocieran el vocabulario necesario para hablar de cáncer con nuestros hijos y con los suyos.
La intensidad de la quimioterapia agotó a Jon. Perdió su cabello. Le era imposible comer porque no podía tragar. Ni trabajar. Seis meses después del diagnóstico, nos preparamos para una cirugía que duraría todo el día. Jon entró al quirófano; yo encontré un sillón en la sala de espera. Tras una hora de haber iniciado el procedimiento, me dijeron que la cirujana vendría a verme. Sabía que Jon estaba muerto o a punto de morir.
Empecé a llorar mientras me acompañaban a una pequeña habitación dentro de la sala de espera; intenté llamar a la familia de manera desesperada. Mi celular no tenía buena señal y los mensajes de texto parecían no poder salir del pequeño cuarto. La cirujana me dijo que el cáncer se había extendido demasiado como para poder extirparlo. Fui a la cama de Jon, me acomodé a un costado y sostuve su mano cuando la médica le decía que estaba muriendo.
Horas más tarde, enviamos el correo más funesto que jamás hayamos escrito: la noticia de su inminente partida. Se lo leí a Jon, quien me sugirió cambios. Entre ellos incluir nuestra firme resolución por disfrutar todos y cada uno de los días que quedaran, sin importar cuántos fueran.
He estado viviendo con un pie en el pasado, releyendo rastros de una travesía que terminó el 28 de abril de 2014.
El primer renglón del obituario de Jon decía: “Jonathan Jenkins, hombre de familia, periodista y fanático del equipo de hockey Winnipeg Jets falleció tras ser víctima de un brutal allanamiento de morada: el cáncer entró y le arrebató su vida a los 50 años”. Esa frase apareció primero en Facebook, luego en Twitter. Pronto, una cascada de mensajes desbordó mis cuentas. Tiernas palabras comenzaron a resonar en la Red. El nombre de Jon se hizo tendencia en las redes sociales.
Al principio, me sentía incómoda con el luto en línea. Cuando la gente hacía clic en “me gusta” en la publicación del obituario de Jon en Facebook, lo sentía remoto e impersonal, como si alguien estuviera hablando de algo que en realidad era nuestro. Pero los avisos de fallecimientos y las despedidas digitales son parte del amor moderno.
Cuando vi el nombre de completos extraños publicando sus condolencias, lo comprendí. Cuando muera, quiero que mis amigos y familiares también se sientan reconfortados.
Tras su muerte, la presencia de Jon en Internet aumentó (curiosamente, durante un tiempo su cuenta de Twitter hasta ganó seguidores), y luego fue desvaneciéndose. Con cada búsqueda de su nombre en Google, sus artículos aparecían más lejos de las primeras posiciones en los resultados y sus cuentas de correo electrónico se llenaban de mensajes no deseados: “Hace mucho que no escuchamos de usted, Jon” y “Aún puede obtener una gran oferta al comprar…”. En una ocasión, el servicio de libros electrónicos le sugirió un título que decía haber elegido justo para él: El cielo existe. Estas cosas lo habrían hecho reír mucho.
A veces me envío cosas importantes de su correo al mío. Mi corazón aún salta al ver su nombre aparecer.
Aunque deseara mantener su presencia virtual, los temas sucesorios implican eliminar al ser amado. Devolví a las autoridades su permiso de conducir y su credencial de salud. Cancelé sus tarjetas de crédito y redireccioné sus facturas. Cuando registro en línea a los niños para el campamento de verano, el nombre de Jon aparece en automático en los formularios y tengo que colocar el cursor en cada campo y borrarlo.
Antes de morir, Jon compartió las contraseñas importantes, pero estábamos demasiado ocupados viviendo sus últimos días como para detenernos en papeleos. Después de su partida, me sentí abrumada por las muchas otras contraseñas que necesitaba para transacciones virtuales básicas, por ejemplo, mantener la suscripción a un diario o descargar una película.
Jon siempre se había encargado de las cuestiones tecnológicas. Ahora estoy aprendiendo a regañadientes, yo misma, cosas que nunca quise saber: cargar fotos, actualizar sistemas operativos, eliminar virus y mantener en funcionamiento la Apple TV.
Decíamos que nuestro amor duraría toda la vida, y para uno de nosotros así fue.
Conforme me abro camino por los vericuetos de la paternidad solitaria, genero un archivo para los niños con cosas de su padre: una especie de ruta que muestre su espíritu y que ellos puedan seguir. No obstante, me preocupa cómo almacenar copias de sus tuits, publicaciones de Facebook y correos electrónicos. Nuestra casa está llena de tecnología obsoleta, lo que me recuerda que Jon podría desaparecer tan pronto como los sistemas de computo cambien.
Unas semanas después de su muerte, se me cayó el celular, y el cristal se estrelló. Usé cinta adhesiva en un intento por salvar la pantalla y llevaba el dispositivo conmigo como una Biblia destartalada. Me reconfortaba repasando los mensajes de texto y regresaba en el tiempo hasta esos momentos en los que jamás habíamos usado palabras como cáncer, quimioterapia, morfina o cuidados paliativos.
Intenté transferir textos con etiquetas de fecha a mi correo electrónico. Compré una aplicación, pero no funcionó. Un día que tenía el teléfono en mi bolsillo mientras quitaba la nieve con una pala, el agua de un copo derretido se filtró por debajo de la cinta y borró la mayor parte de la pantalla.
El deceso de mi celular era otro tipo de final. ¿A cuántos salvavidas virtuales debo seguir aferrándome? ¿Cuándo sería apropiado cerrar las cuentas de Twitter y Facebook de Jon? ¿Cuándo se debe decir adiós a los teléfonos viejos y rotos? ¿Y qué más debo guardar? ¿Una camisa que nuestro hijo pueda usar al crecer, o la corbata rosa que usó Jon cuando nuestra pequeña hija se sentó sobre su regazo en la tribuna de prensa del congreso con un vestido del mismo color? ¿Y mi sortija de matrimonio?
Siempre llamé a Jon “mi cosa buena”. Decíamos que nuestro amor duraría toda la vida, y para uno de nosotros así fue. Los ecos de Jon, el palpitar de su presencia digital, me ayudaron a soportar el paso de los días. Cada vez que busco entre mis correos electrónicos las palabras “Te quiere, JJ”, sé que con cada clic me llenaré de consuelo y tormento.
Pienso muy seguido en el último mensaje que me envió, cuatro días antes de morir. Es una pregunta con cuya respuesta batallo a diario.
“¿Todo bien?”.
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