Donaciones en cadena

Un hombre comprueba que no existe un acto más humano que darle a alguien un regalo de vida. 

Aunque no sabía con certeza qué me iba a pasar aquella mañana de otoño de 2013, no estaba solo. Desde el inquietante momento en que me suministraron la anestesia hasta que desperté con un dolor terrible en la sala de recuperación del hospital, tuve siempre un aliado, al igual que cuando las enfermeras me dieron de comer una insípida sopa aguada y cuando contemplé con absoluta fascinación mi nueva cicatriz. 

Mientras me preparaban para la operación en un hospital de Ontario, mi padre, a miles de kilómetros de distancia en el oeste de Canadá, esperaba turno para entrar al quirófano al día siguiente. En un lapso de 24 horas se llevarían a cabo muchas más operaciones, en una cadena sincronizada de trasplantes en todo el país. Por razones de confidencialidad, no podían decirme cuántas personas formaban parte de esa cadena ni dónde vivían, pero una vez que todo se hubiera consumado, mi papá tendría el riñón que tan desesperadamente necesitaba, y yo tendría uno menos. En cuanto al destino de mi órgano, sería trasladado a un hospital del oeste y trasplantado a un receptor que no conozco y a quien tal vez nunca conoceré. 

La decisión que había yo tomado tres años antes de ser donador voluntario no sólo impactó mi vida y la de mi padre: nos conectó con otras personas en lista de espera para un trasplante. Cuando no estaba preocupado por mi propia situación, pasaba el tiempo imaginando a familias muy parecidas a la mía: angustiadas, temerosas, esperanzadas. Mi mamá, mis hermanos y yo habíamos visto los estragos de la insuficiencia renal en mi padre, y vislumbrábamos el final de décadas de incertidumbre, de ver a mi padre lidiar con la pérdida de energía y sufrir toda clase de dolencias. 

Deseaba darle una vida más saludable sin afectar la mía. Mis padres también tenían una compleja serie de emociones respecto a lo que yo me disponía a hacer.

—Quiero mucho a mis hijos y no me gustaría ver a ninguno de ustedes pasar por esto —me dijo papá—, pero sé que es mi mejor oportunidad de conseguir un riñón.

Mamá también estaba agradecida, aunque habría tomado mi lugar con gusto si hubiera sido apta para donar. A diferencia de ella, yo sí era donador compatible y estaba en espera del bisturí. 

Me hicieron numerosos análisis de sangre y de orina, ultrasonografías, radiografías y exámenes renales. En 2012 afrontamos una interrupción de la cadena debido a la salida de algunos donadores por incompatibilidad de tejidos, problemas de salud y otros factores. Mi padre se sentía decepcionado, y yo sentía culpa. Aunque era pequeña, tenía una inconfundible sensación de alivio. Si bien estaba decidido a someterme a la operación, no tenía prisa por entrar al quirófano. Las dudas me agobiaban. 

¿Convertirme en donador vivo era la decisión correcta, o iba a necesitar ese riñón en el futuro? ¿Volvería mi padre a tener la calidad de vida que deseaba? ¿Cuándo podría yo jugar de nuevo en la nieve con mi pequeña hija? ¿Por qué ofrecerme como voluntario para tenderme en una mesa de operaciones, como en la que me encontraba esa mañana?

En 2006 me hice añicos un codo en un accidente de moto y el dolor fue insoportable. Un amigo médico me dijo que la recuperación de una nefrectomía radical —la extirpación de un riñón— no sería tan dolorosa. La única zona sensible sería el punto de incisión en el abdomen. Mientras mi amigo me aseguraba que sería como recuperarse de una herida con arma blanca, me embargó una extraña sensación de tranquilidad. 

Pensar que equivalía a recibir una puñalada me hizo sentir que era yo un tipo duro, aunque el quirófano me daba escalofríos. Calmé mis nervios evocando un día que pasé con mi padre, haciendo lo que más le gustaba: jugar golf. Yo detestaba el golf, pero ése era un detalle irrelevante.

Yo nunca habría podido ayudar a mi padre de no ser por la creciente popularidad de las donaciones “en cadena”, también llamadas intercambios de donadores vivos. Se trata de personas que no pueden donar un órgano a un ser querido (como yo a mi padre debido a incompatibilidad sanguínea), pero que sí pueden donarlo a otra persona que lo necesita. 

Aunque la idea de los intercambios de donadores surgió en los años 80, no fue hasta finales de la década pasada cuando los sistemas de salud y las redes de hospitales de todo el mundo empezaron a instituir programas para ayudar a pacientes que no encontraban donadores compatibles. Los intercambios representaron 10 por ciento de los 456 trasplantes de riñón de donadores vivos realizados en Canadá en 2011. Aunque algunas cadenas en Estados Unidos han incluido decenas de participantes, las cadenas canadienses suelen constar de 8 a 10 personas para mantener manejable el asunto. Muy a menudo incluyen también un “donador altruista”, alguien que no tiene un receptor específico en mente, pero cuya participación puede aumentar mucho las probabilidades de hacer viable una cadena. 

La Fundación Canadiense de Nefrología calcula que 2.6 millones de canadienses padecen insuficiencia renal o corren riesgo de contraerla debido a condiciones como diabetes e hipertensión arterial. Mi padre, hoy día de 66 años, había lidiado con problemas de riñón desde que tenía 20, cuando le diagnosticaron glomerulonefritis, enfermedad que afecta la capacidad de los riñones de filtrar los desechos y el exceso de líquido y sal de la sangre. La había contraído como secuela de una infección bacteriana mal atendida que padeció cuando era niño y vivía con su familia en una granja en el sur de Saskatchewan. 

De pequeño yo no me di cuenta de la mala salud de mi papá, pero sí recuerdo cómo decayó su energía durante mi adolescencia: había menos viajes familiares y siestas más largas. Cuando cumplió 44 años (yo ahora tengo 42) su función renal había disminuido hasta el punto de necesitar diálisis. Al igual que 1.5 millones de personas en todo el mundo, eso implicaba conectarse muchas veces a la semana a una máquina que filtra la sangre, aunque no tan bien como un riñón, y presentar una serie de reacciones adversas como hipotensión y anemia. Papá se sometió a diálisis poco menos de un año hasta que recibió un primer trasplante de riñón de un donador fallecido. Hombre optimista y pragmático, se consideraba afortunado de estar enfermo en una época en que la diálisis y los trasplantes ya eran comunes. “Si hubiera sido de una generación anterior, no habría vivido más de 45 años”, dice. “Cuando tenías insuficiencia renal, te morías”.

Su reemplazo renal duró 15 años, muy buenos para ser un órgano prestado. En 2007 volvió a someterse a diálisis, y a anotarse en la lista de espera para recibir un riñón. Se mantuvo estable, pero años de tratamiento con fármacos y otras tensiones físicas le estaban causando problemas cardiacos y de otros tipos. 

La mayoría de nosotros tiene una función renal mayor de la que necesitará a lo largo de la vida; los problemas graves de salud ocurren sólo cuando esa función cae por debajo de 25 por ciento, y la diálisis se hace necesaria cuando la función es menor de 10 por ciento. Según el doctor Peter Nickerson, nefrólogo de la Universidad de Manitoba que funge como director médico de trasplante de órganos en los Servicios de Sangre de Canadá, el hecho de que una persona tenga un solo riñón no significa que perderá el 50 por ciento de la función renal. “Hemos tenido pacientes que conservan 70 u 80 por ciento de esa función con un solo riñón”, dice. 

Al parecer, vivir con un solo riñón no es muy diferente de vivir con los dos. Así que cuando todas las pruebas confirmaron que era yo apto para donar, mi padre y yo entramos en la lista de espera. Mi viaje a la mesa de operaciones había comenzado. 

 

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