Raros accidentes y partos complicados en estos dramas médicos
Conoce como los médicos lidiaron con un grano de maíz palomero que casi mata a un niño, con una persona que despertó a media operación y más.
La temporada de fin de año de 2011 fue muy dura para Rece Mostek. Este pequeño de 19 meses de edad, de Omaha, Nebraska, había pasado gran parte de noviembre y diciembre entrando y saliendo de consultorios médicos debido a unos fuertes accesos de tos, catarro y fiebre.
Su salud se deterioró tanto durante ese lapso, que permaneció cuatro días hospitalizado por neumonía en febrero de 2012. Incluso cuando lo dieron de alta, un jueves por la mañana, los médicos les advirtieron a sus padres que todavía no estaba fuera de peligro.
Tan sólo una hora después de haber llegado a casa, Rece empezó a toser de manera incontrolable frente a su padre, Jamie, quien lo miraba lleno de angustia, y el rostro se le puso azulado.
Convencido de que su hijo se había tragado un trozo de plastilina y que se estaba asfixiando, Jamie llamó al número de emergencias y luego le aplicó al niño reanimación cardiopulmonar.
Al cabo de unos minutos llegó una ambulancia. Los socorristas le suministraron oxígeno a Rece y lo llevaron a toda prisa al hospital más cercano. El niño llegó allí en estado crítico: inconsciente y respirando a duras penas.
Como no mostró casi ninguna mejoría después de que le colocaron un tubo de respiración, la médica de urgencias supuso que una obstrucción estaba impidiendo la entrada de aire a los pulmones.
Sin embargo, se dio cuenta de que la concentración de oxígeno aumentaba un poco cada vez que colocaba al pequeño sobre su costado derecho, una probable señal de que la obstrucción no se encontraba en la garganta.
Una radiografía de tórax reveló que el problema estaba en los pulmones de Rece. El derecho se había inflamado por efecto de la neumonía y estaba al borde del colapso; además, un objeto extraño apenas visible en la radiografía parecía estar bloqueando el pulmón izquierdo.
Los médicos tuvieron que actuar con rapidez; el riesgo de que Rece sufriera daño cerebral aumentaba a medida que su concentración de oxígeno descendía.
Otra ambulancia tardó unos 20 minutos en trasladar al niño a la unidad de terapia intensiva pediátrica del Hospital y Centro Médico Infantil, donde un grupo de especialistas iba a tratar de eliminar quirúrgicamente la obstrucción.
Una vez allí, colocaron a Rece en un aparato de oxigenación por membrana extracorpórea, una bomba de derivación que suministra oxígeno a los pulmones de un paciente cuando dejan de funcionar.
En el transcurso de los 45 minutos siguientes, el neumólogo pediátrico Paul Sammut y un equipo de cirujanos trataron de localizar y extraer el objeto con diversas herramientas. El doctor Sammut lo consiguió finalmente con un utensilio que los urólogos emplean para extraer cálculos renales.
Mientras tanto, los padres de Rece se sentían desesperados por comprender la grave situación de su hijo. De repente el doctor Sammut entró a la sala de espera y los saludó con el pulgar hacia arriba en señal de triunfo.
Dentro de un frasco de plástico estaba el objeto inverosímil que casi le había quitado la vida al niño: nada menos que un grano de maíz palomero que tenía incrustado en el pulmón izquierdo.
Una serie de calamidades fue lo que llevó a Rece a tener un roce con la muerte. La causa de los problemas respiratorios que había tenido en los meses anteriores y que desembocaron en la neumonía había sido ese grano de maíz palomero, el cual inhaló por la nariz y se le alojó en el pulmón derecho. Pero el acceso de tos incontrolable que le dio al llegar a casa tras salir del hospital había arrojado el grano al pulmón izquierdo, lo cual obstruyó la respiración.
Hoy día Rece respira con normalidad y no muestra señal alguna de daño cerebral por la falta de oxígeno. El único vestigio de la terrible experiencia que vivió es una cicatriz pequeña en un lado del cuello, donde le insertaron el tubo de respiración.
Sus padres ahora tienen mucho más cuidado cuando le dan palomitas de maíz. “Cada vez que veo a otros padres dándoles palomitas a sus hijos pequeños sin prestar atención, quiero advertirles que los vigilen bien”, dice Brenda, la madre de Rece.
Melba Newsome
El cuarto de hotel ya estaba reservado y las maletas listas, así que Cynthia Royal y su madre, Joan, fueron a comer algo antes de salir de vacaciones. Era el 3 de julio de 2004, y esa noche iban a tomar un vuelo al Walt Disney World de Orlando, Florida, pero luego de comer un poco de chow mein de pollo, Cynthia, de 45 años, se sintió mal.
Unas horas después, tenía fiebre y accesos de vómito; aun así, subió al avión: por ningún motivo iba a permitir que una infección estomacal le impidiera tomarse esas vacaciones que había esperado tanto.
Sin embargo, pasó las dos horas del vuelo con la cabeza apoyada en la mesa plegadiza del asiento delantero. Joan hizo las veces de enfermera al día siguiente, ya que Cynthia se sentía demasiado mal para salir del hotel.
La segunda noche, a las 2 de la madrugada, Cynthia no podía respirar; sentía como si tuviera un elefante sentado en el pecho. Se pasó dos horas pensando qué iba a hacer, y luego, de repente, tuvo la abrumadora convicción de que su enfermedad era algo más que una infección estomacal.
Se dirigió a la sala de urgencias de un hospital cercano, donde un análisis de sangre ayudó a revelar lo que parecía inconcebible: le estaba dando un infarto. ¿La causa? Salmonela, las bacterias con que estaba contaminado el plato chino que había comido.
La mayoría de la gente asocia las salmonelas con la diarrea y la deshidratación, pero en algunos casos extremadamente raros estas bacterias traspasan la pared intestinal y entran al torrente sanguíneo, donde pueden pegarse a la placa arterial, formar coágulos y bloquear el flujo de sangre al corazón.
Unos cuantos días después de que Cynthia comió el guiso contaminado, el suministro de sangre a su corazón se interrumpió.
En el hospital, los médicos la trataron con anticoagulantes, le recetaron antibióticos para un mes y la dieron de alta al día siguiente. De vuelta en casa, Cynthia empezó a sentirse mejor, pero el cansancio le dificultaba combinar su trabajo como tecnóloga informática con su pasatiempo de adiestrar caballos en su granja, en Virginia.
Los médicos decidieron hacerle más pruebas, y descubrieron que tenía muy inflamadas las arterias coronarias, lo que estaba reduciendo el flujo de sangre. La inflamación era una secuela de la salmonelosis, exacerbada por un cuadro hereditario de colesterol alto.
Cynthia tuvo que someterse a una doble derivación coronaria, operación en la que se toma un segmento de un vaso sanguíneo de otra zona del cuerpo y se une a la arteria coronaria afectada por arriba y por abajo de la obstrucción.
Cynthia tuvo mucho tiempo para pensar mientras se recuperaba de la operación. Cuando regresó a su trabajo, presentó su renuncia, tomó sus ahorros de la cuenta para el retiro y se mudó a San Diego, California, donde en la actualidad adiestra un grupo de caballos y participa en un espectáculo ecuestre.
“Estoy convencida de que mi batalla con las salmonelas tenía un propósito”, comenta. “Ahora estoy cumpliendo la verdadera misión de mi vida”.
Cynthia Ramnarace
Una de las primeras cosas que David Biber recuerda es haber sentido que algo se movía junto a su rodilla. Sintió la mascarilla de plástico que tenía puesta, y se miró el brazo: una aguja unida a una bolsa de solución intravenosa le perforaba la piel.
Luego dirigió la mirada hacia la rodilla que le estaban operando los médicos. “Vi lo que parecían ser unos fórceps quirúrgicos y otras cosas que salían de mi pierna”, dice David, de 61 años, residente de Dana Point, California. “Fue muy perturbador”.
Su instinto de conservación se activó. Se arrancó la mascarilla y alargó la mano hacia la aguja para sacársela.
“Como me incorporé y miré a mi alrededor, pensé que el doctor acababa de anestesiarme”, cuenta. “Pero entonces vi que me miraba como un venado asustado frente a las luces de un auto, y le dije: ‘Se lo advertí’”.
Lo que David les había advertido a los médicos antes de esa intervención, en 2005, era que suele despertar mientras lo operan. “En serio, van a meterse en líos si me levanto de repente y empiezo a caminar de aquí para allá”, les había dicho.
David se dio cuenta por primera vez de que la anestesia le hacía poco efecto cuando tuvo que someterse a una docena de operaciones luego de un accidente automovilístico casi mortal, en 1972. Conoce la importancia de un anestesiólogo durante una cirugía.
Durante una de ellas, recuerda haber oído los murmullos de una conversación. Asegura que también ha despertado a la mitad de una colonoscopia y una operación de cataratas, cuando se suponía que estaba completamente sedado.
Por fortuna, casos como el de David son muy raros. Se calcula que uno de cada 1,000 pacientes que se someten a anestesia general experimenta un “despertar intraoperatorio”.
La mayoría tiene sólo un vago recuerdo de lo ocurrido. Pero en un estudio de 19 personas que tuvieron cierta conciencia durante una operación, siete sintieron dolor en el sitio de la incisión o a causa del tubo de respiración.
Según el doctor Daniel Cole, miembro de la Sociedad Estadounidense de Anestesiólogos, algunas personas corren mayor riesgo de despertar a media operación.
Entre ellas están las que tienen resistencia genética a los anestésicos (los pelirrojos, por ejemplo, debido a una mutación genética por lo demás inocua) y las que tienen “resistencia adquirida” por el consumo habitual de alcohol o de analgésicos, o por exposición a sedantes en intervenciones previas.
Si bien David nunca sabrá con certeza por qué se despierta estando bajo anestesia, encaja en el perfil: nació con el pelo rojo (que ya se le ha puesto blanco) y le han hecho muchas operaciones.
Hoy día se muestra comprensiblemente reacio a la anestesia profunda. Hace algunos años, cuando tuvieron que extirparle tejido cicatricial remanente de una ceja (consecuencia de una de las lesiones que sufrió en el accidente de tránsito), optó por anestesia local en vez de general.
C. R.
Se suponía que iba a ser un trabajo fácil de entechado, pero Dennis Hennis estaba impaciente. Su hijo Danny avanzaba con lentitud. “Para cuando termines tendré 53 años”, le dijo. Era marzo de 2012, y Dennis acababa de celebrar su cumpleaños 52.
Tomó la pistola de clavos para demostrarle que se podía trabajar más aprisa. Como la herramienta se había atascado, Dennis trató de arreglarla, pero olvidó un paso importante: desconectar el aparato.
“Por alguna razón tonta apunté la pistola hacia mí, y lo único que oí fue un golpe seco contra mi pecho”, cuenta Dennis, de Vineland, Nueva Jersey. “Supe que me había incrustado un clavo en el corazón. Le dije a Danny: ‘Voy a encender un cigarrillo, y será el último’”.
Cuando la ambulancia llegó, aún tenía el cigarrillo en una mano, y con la otra estaba sujetando el clavo de 3¼ pulgadas para que no se moviera. Su primer impulso había sido sacarse el clavo, pero se contuvo.
Como era contratista general y estaba familiarizado con la plomería, sabía que tener el clavo inserto era lo único que evitaba que muriera desangrado. Por desgracia, el centro de traumatología de nivel 1 más cercano estaba a 55 kilómetros de distancia, y no había helicópteros disponibles debido a la densa niebla.
Tendrían que llevar a Dennis en la ambulancia. Como en el camino el corazón se le detuvo, los médicos socorristas se vieron en un serio dilema: Dennis necesitaba reanimación cardiopulmonar (RCP), pero las compresiones de pecho sin duda agravarían la lesión ocasionada por el clavo e incluso podrían matarlo. Sin la RCP, moriría sin remedio.
Mientras la ambulancia cambiaba de rumbo y aceleraba hacia el hospital más cercano, los socorristas iniciaron la RCP. Luego, en un golpe de suerte, la niebla se disipó lo suficiente para que los helicópteros volaran.
El cirujano cardiotorácico Michael Rosenbloom estaba listo. Sin embargo, después de abrir el pecho de Dennis, extraer el clavo y suturar el orificio, el herido sufrió un paro cardiaco.
“Tratamos de reactivar el corazón con un desfibrilador, pero, tras un par de choques eléctricos, nos quedó claro que no iba a reaccionar con facilidad”, dice Rosenbloom.
Como el quirófano contaba con una máquina de circulación extracorpórea, los médicos la utilizaron de inmediato para hacer circular la sangre de Dennis y estabilizar su ritmo cardiaco. Al cabo de unos 45 minutos, todo había vuelto a la normalidad, “y pudimos suturar y trasladar al paciente a recuperación”, añade el cirujano.
Mientras convalecía, Dennis meditó sobre lo afortunado que había sido. En el hospital le organizaron un desfile de miembros de la familia a quienes no había visto en años, desde un primo que fue su mejor amigo en la infancia hasta unos medios hermanos suyos con quienes había perdido todo contacto.
“Si hubiera estado en un ataúd en una funeraria, no habría sabido que me querían tanto”, cuenta. “Me lesioné el corazón, y ellos luego me inundaron de amor”.
C. R.