Una de las estrellas más grandes de la música country relata cómo aprendió a amar nuevamente
Una de las estrellas más grandes de la música country relata cómo el derrumbe de su primer matrimonio casi la destruyó, y cómo aprendió a amar nuevamente.
Hasta mis casi 27 años, yo era una joven absolutamente provinciana. Jamás había salido de Canadá. Pero en 1992 viajé a Nashville, Tennessee, y conocí a Mutt Lange, un compositor que había vivido y trabajado en varios continentes. Me reuní con él en España a escribir canciones para mi álbum The Woman in Me, que catapultó mi carrera. Nos casamos, y después de algunos años de gira por Europa, Norteamérica y Australia, nos establecimos en Suiza.
La única desventaja de vivir en Suiza era que yo no conocía a nadie. Sólo tenía una amiga, Marie-Anne, quien era cinco años menor que yo y había sido secretaria de mi esposo. Al principio, Marie-Anne era un poco fría, pero nos volvimos muy unidas cuando las dos quedamos embarazadas, con pocos meses de diferencia. Acudíamos juntas a clases de método Lamaze de parto natural, consultábamos al mismo obstetra y cultivábamos nuestra amistad. Cuando nació mi hijo, Eja, en agosto de 2001, Marie-Anne me visitó en el hospital.
Al tiempo que grababa mi siguiente álbum, Up!, le daba el pecho al bebé. Hacía pausas para alimentarlo, e inmediatamente volvía al estudio. Ocuparme de todo eso me ayudó a sentirme fuerte y capaz. Cuando se lanzó el disco, en noviembre de 2002, se convirtió en mi primer número uno en las listas de Billboard y en las de música country, y vendió 20 millones de copias en todo el mundo.
En 2003 salimos de gira para promover el álbum. Mutt y Eja me acompañaron a Estados Unidos, Canadá y 25 ciudades de Europa. Yo trataba de hacer todo a la perfección, pero tantas actividades y presentaciones terminaron por afectarme. Con frecuencia padecía resfriados y gripes. Algunas mañanas me despertaba y, al tratar de cantar, no producía más que un resuello. Al final del último concierto, tras 12 años de implacable lucha por alcanzar el éxito en el negocio de la música, dije “Ya basta”. Estaba agotada, y decidí dedicarme por completo a ser madre y ama de casa.
Compramos una casa en el lago de Ginebra. También teníamos una finca en Nueva Zelanda, en la que Mutt, Eja y yo pasábamos varios meses al año.
En Suiza, Marie-Anne y yo tomábamos clases de tenis junto con Eja y la hija de ella, Johanna. Nuestras conversaciones eran cada vez más íntimas, y yo le confié que Mutt se había vuelto distante. Marie-Anne siempre escuchaba con atención y me daba consejos. Después de todo, aunque éramos amigas, ella había conocido a Mutt antes que a mí. Contarle mis inquietudes me hizo sentir mejor. Marie-Anne dejó entrever que ella y su esposo, Fred, también pasaban por problemas maritales. Tal vez el hecho de saber que no sólo yo tenía preocupaciones me confortó.
En el otoño de 2007 Marie-Anne comenzó a faltar a las clases de tenis, así que empecé a jugar con las madres de otros niños del grupo de Johanna y Eja. Yo apreciaba a mis nuevas amistades, pero no entendía el repentino distanciamiento de Marie-Anne. Al poco tiempo partimos a nuestra finca de Nueva Zelanda, e imaginé que las cosas volverían a la normalidad una vez que regresáramos.
Durante nuestra estancia en Nueva Zelanda Mutt hizo dos viajes de trabajo a Suiza, y yo me quedé en casa con Eja. La tensión entre mi esposo y yo era cada vez más evidente. La comunicación se deterioró hasta el punto en que sentí que él estaba evitándome por completo. Empecé a tener ansiedad, y a sospechar que Mutt me ocultaba algo.
Una noche en que él se encontraba en Suiza, yo me sentía desesperada por hablar con alguien, así que telefoneé a Marie-Anne. Le dije que el silencio de mi esposo estaba haciéndome imaginar mil cosas terribles.
—Quizá está enfermo y no quiere que me preocupe —añadí—. Si te topas con Mutt mientras está allá, en Suiza, ¿podrías ver si notas algo extraño en él?
Luego externé mi otro temor:
—¿Crees que Mutt me es infiel?
Marie-Anne respondió que eso era un disparate; me tranquilizó y me aseguró que todo estaba bien. Pero dijo que observaría a mi esposo y me avisaría si notaba algo raro.
El derrumbe
Cuando volví a Suiza, en marzo de 2008, tuve que afrontar la decepción más dolorosa de mi vida: Mutt me engañaba con Marie-Anne. Fue el esposo de ella, Fred, quien me lo reveló, y se disculpó por destrozarme el corazón con la noticia.
Durante una semana después de saberlo, llegué a pensar en hacer algo desesperado… pero al final me resigné a sobrellevarlo. Aún me ocupaba de cuidar a Eja y enviarlo a la escuela, mostrando siempre una cara alegre. Pero tan pronto como él se iba a sus clases, yo volvía a la cama. No comía nada. Todo el tiempo tenía helado el cuerpo y tiritaba sin control.
Sentía rencor hacia Marie-Anne. Ahora las dos éramos madres solteras, pero mientras que yo me sentía extenuada, ella tenía un romance nuevo y apasionado con un hombre que había decidido ponerla por encima de su esposa y su hijo. Su infidelidad me sorprendía tanto como el hecho de no haberlo sospechado antes, de haber sido tan estúpidamente ciega.
Liberarme de la ira y el dolor provocados por la doble traición me llevó mucho tiempo. Fred me brindó apoyo, a pesar de su propia tempestad emocional. Era una persona verdaderamente empática que solía enviarme mensajes electrónicos para recordarme que no estaba sola.
Otra amiga mía, Mary, llegó de Canadá. Me dijo que nadie entendía la situación tan bien como Fred, la otra víctima, y me animó a hablar con él. Llamé a su oficina y, con la respiración entrecortada, traté de explicarle que no podía soportarlo más.
—Nos vemos en mi casa —respondió—. Salgo para allá.
Cuando iba yo a la mitad del camino a la casa donde él, Marie-Anne y su hija Johanna habían vivido durante el último año, simplemente me derrumbé. Mi bolso resbaló de mis manos. Me quedé allí, con la cabeza agachada, consciente de todo a mi alrededor, pero incapaz de alzar la mirada. Era como si el resto del mundo existiera en torno a mí, pero yo ya no existiera dentro de él. Vida, haz lo que quieras, pensé. No me queda nada; me rindo. Avergonzada y humillada, supe que había tocado fondo.
De pronto oí unos pasos que se acercaban a mí y el tintineo de unas llaves en el bolsillo de una chaqueta. Luego los brazos de Fred me envolvieron y sentí una demostración de empatía en mi mejilla. Me alzó entre sus brazos y echó a andar hacia su casa. Recuerdo que su corazón palpitaba con fuerza y sus costillas se apretaban contra mí para sostener mi peso.
Podía sentir su energía, y eso me transmitió una reconfortante sensación de que quizá algo de esa vida podría pasar a mí y reanimarme. Sentí calor humano y sinceridad, un corazón capaz de sentir compasión.
Fred me envolvió en una manta y me sentó en su sofá. Yo estaba aturdida; estuvimos sentados allí durante horas, en silencio.
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