El año de la luciérnaga
Esta misteriosa criatura ilumina el pasado de un hombre y hace aún más dulce su presente. Julio Cae la noche, y mis dos hijos y yo, descalzos, perseguimos luciérnagas que vuelan sobre el césped...
Esta misteriosa criatura ilumina el pasado de un hombre y hace aún más dulce su presente.
Julio
Cae la noche, y mis dos hijos y yo, descalzos, perseguimos luciérnagas que vuelan sobre el césped de nuestro jardín trasero, en una zona rural de Carolina del Norte. Blandimos cazamariposas sobre una de ellas sin lograr atraparla, así que la seguimos hasta un pastizal cercano donde pacen vacas. El luminoso insecto desciende y flota en el aire como una mota de polvo bajo un rayo de sol, y cuando su luz se apaga, nos agachamos para observar su silueta contra el cielo púrpura.
Capturo la luciérnaga y se la paso a mi hija Zoe, de dos años de edad, quien la toma cuidadosamente entre sus manos y deja una rendija entre dos dedos para poder echarle un vistazo. Cuando el insecto comienza a emitir destellos entre sus palmas, la niña me mira, sorprendida y extasiada. Luego le pasa la luciérnaga a su hermano, Stillman, de tres años, quien también tiene un encuentro cercano con el misterio.
Tal vez sea el aire apacible y cálido del verano, o tan sólo uno de esos golpes de intuición en los que un padre sabe que se trata de un momento único, una experiencia imborrable que recordará durante décadas cuando hable de “cuando los niños eran pequeños”. Sea como sea, pasar una luciérnaga a mis hijos de pronto me abruma y conmueve.
Agosto
Nos encontramos ahora en otra finca, en el norte del estado de Nueva York, donde mis padres atraparon luciérnagas para mí hace mucho tiempo. Se acerca el final del verano, así que ya hace frío para las luciérnagas. De todas maneras, hay un sinfín de diversiones a la mano: caminamos, montamos a caballo, atrapamos ranas y jugamos en los patios.
Los cosas siempre han sido así. Mis padres, quienes ya frisan los 70 años, nos criaron a mí y a mis cinco hermanos en su pequeña granja. Papá daba clases de inglés en una escuela secundaria. Como si atender una prole numerosa no hubiera sido lo bastante pesado, labraban la tierra con arados del siglo XIX, tirados por caballos; cumplían funciones de liderazgo en su parroquia, y acogían temporalmente en casa a niños pobres, sin padres o sin hogar, parientes, vagabundos, ancianos y ovejas descarriadas. A pesar de estar tan atareados, siempre tenían tiempo para nosotros, sus seis hijos, y para la diversión.
Nos llevaban a hacer caminatas en las montañas y a nadar con flotadores en los ríos, además de enseñarnos a dar volteretas. También hacíamos fogatas en el jardín trasero todo el verano y jugábamos con trineos todo el invierno. Las meriendas eran la ocasión para decir adivinanzas, acertijos y juegos de palabras, y papá nos leía cuentos en las noches de invierno, incluso cuando algunos de nosotros ya éramos adolescentes. No puedo recordar un solo día en que él llegara a casa, dijera “Estoy rendido” y se sentara a descansar. Ni esas palabras ni esa acción tenían lugar en el pensamiento de mis padres.
Hoy no será diferente. Mi papá engancha a Duke —su viejo y huesudo caballo— a la carreta para llevarnos a dar un paseo por el polvoriento camino rural. Mi padre compró a Duke hace algunos años. Demasiado viejo para hacer otra cosa, al caballo aún le gusta tirar de la carreta, y aunque está flaco y maltrecho, trota a buen ritmo.
A 800 metros de la casa, volvemos la mirada atrás y vemos un punto azul en el camino que se acerca poco a poco a nosotros. Momentos después, la figura se agranda: es mi mamá, pedaleando duro en su bicicleta, y en unos cuantos segundos nos alcanza. Nos lanza una enorme sonrisa, y los niños se la devuelven.
Después de cenar nos apretujamos en el carro de heno, y papá engancha éste al tractor y nos lleva al estanque, donde vamos a pescar bajo la lluvia. Cuando terminamos, el sol ya se ha puesto, y los terneros que pacen alrededor del estanque apenas se divisan entre la densa niebla.
De regreso a casa, me siento junto a mi madre en el carro, y mis hijos me abrazan. Mamá contempla la niebla con una expresión soñadora.
—¿Recuerdas cómo jugabas en la niebla? —me pregunta.
—Claro, todo el tiempo —le digo.
—Estaba pensando en un momento en particular. Fue en una noche como ésta. Vimos la niebla descender y dijimos: “¡Vamos! Corramos al pastizal a jugar”. Recuerdo que también jugamos a las escondidas, y que nos llamábamos unos a otros a través de la niebla.
No logro recordar bien esa noche, pero no importa; como ayuda visual tengo una maravillosa escena frente a mis ojos: una pálida luna creciente que asoma e intenta abrirse paso entre la niebla; unos pastizales altos donde la lluvia recién caída gotea aún, y el olor a tierra, paja y vida nueva. Pienso en mis padres, que entonces no tenían más de 30 años y dejaban todo para divertirse en la niebla con sus hijos, y ahora, décadas después, mi mamá sigue aquí, evocando toda esa diversión. Me pregunto si aquella noche brumosa, hace tanto tiempo, mi madre tuvo la misma sensación que yo, la certeza de que se trataba de esto, a lo cual me referiré cuando vuelva la mirada al pasado y diga: “Cuando los niños eran pequeños”.
Enero
Hago mi llamada habitual de los domingos por la tarde a mis padres. Como de costumbre, el invierno es benigno en Carolina del Norte, pero mis padres han afrontado una racha gélida, con temperaturas bajo cero y un viento cortante. Papá me dice que Duke ha muerto. Normalmente, el caballo habría estado en el corral y mi padre haciendo sus tareas, pero una noche helada ya no lo encontró allí. Bajo el cielo estrellado, papá caminó por el pastizal llamando a su viejo jamelgo, y lo encontró tendido en el arroyo congelado. Al parecer había resbalado en el hielo y sucumbido al frío. Percibo dolor y sentimiento de culpa en la voz de mi padre, quien dice que no reemplazará a Duke.
Eso me hace reflexionar. Lo ocurrido es parte de algo más grande e inasible, a menos que uno lo ponga en perspectiva. La granja se ha reducido poco a poco: ya no hay vacas, ni productos lácteos, ni cerdos;
hay menos caballos, y un jardín más chico. Mis padres hablan de bajar su ritmo de vida. De hecho, ya lo están haciendo. No me imagino eso, lo cual es un problema para mí. Ellos irán más despacio, y parte de mi tarea como adulto es aceptarlo.
Julio
Los niños tienen un año más, y nuestro jardín es de nuevo festivo gracias a las luces verdes de las luciérnagas. Atrapo la primera de la temporada y se la paso a un encantado Stillman. No hay otro lugar en el mundo en el que preferiría yo estar, ni estar haciendo ninguna otra cosa.
¿En verdad fue mi infancia tan idílica? Quizá no, pero el amor lo compensa todo. Y con un poco de suerte será lo mismo para mis hijos.
En cierto periodo de mi vida hice incursiones en el budismo lleno de esperanza, pero me resultaron poco útiles; simplemente no pude aceptar su doctrina principal del desapego. Me doy cuenta de que desapegarme de mis padres me serviría mucho en estos momentos, en que para ellos comienza el declive inevitable; sin embargo, me aferro a ellos, al igual que a mi esposa y a mis hijos, a la emoción y la magia de este mundo, porque intuyo que el dolor de una pérdida jamás será mayor que la alegría de estar juntos. Con todo, hay una encantadora imagen de Buda que se ha grabado en mi mente: él compara la reencarnación con pasar la llama de una vela a otra para encenderla. La fuente de la vida es la misma de generación en generación, pero ya no es la misma llama una vez que ha pasado de una vela a otra.
Eso es lo que estoy haciendo aquí. Por fin lo entiendo, mientras paso de mis manos a las de mis hijos la pequeña luz pura de una luciérnaga: les entrego la llama que fue mía tan sólo por unos instantes.