El apoyo de los extraños

Comprobé que la gente puede reanimarlo a uno con sólo ayudarlo a alzar la maleta.

Apenas tres días después de haber iniciado un año de estudios de posgrado en Inglaterra, estaba yo en el metro de Londres arrastrando una mochila y una maleta pesadas. Y estaba llorando desconsoladamente. Mientras batallaba para subir otro tramo de escalones, intentaba comprender la razón por la cual mi vida se había desmoronado.

El día anterior, mi tío me había dicho que no debía dirigirles la palabra nunca más a él, a su esposa y a sus dos hijos. Yo había hecho un comentario tonto en son de broma, sin intención de herir a mi tía, pero se había ofendido. Pasé la tarde en una fea cabina telefónica, sollozando y desahogándome con un amiga de la familia que vivía en Inglaterra.

Lo más insensato de mi parte fue no haberme comunicado de inmediato con mis padres. Como era una joven de 22 años que había sido educada para respetar y confiar en los adultos, les creí a mis tíos cuando me dijeron que había arruinado la relación entre ellos y mi familia. Hoy día, a mis 38 años, sé que su reacción fue ridícula, completamente desproporcionada, pero en ese momento fue como si yo hubiera echado abajo todo lo que mi familia había construido.

Cuando salí de la cabina telefónica, regresé caminando a la casa de mis tíos. Había un silencio absoluto, y las puertas de los tres dormitorios estaban cerradas. No dormí.

Al llegar la mañana oí a todos levantarse, ducharse, desayunar y salir al trabajo o a la escuela; nadie llamó a la puerta de mi cuarto. Cuando me quedé sola en la casa, escribí una nota de disculpa y la dejé en la habitación de mi tío. Luego arrastré mi equipaje tres kilómetros hasta la estación de trenes. Cuando llegué a Londres, tuve que tomar el metro para llegar a la casa de la amiga de mi familia.

Yo estaba familiarizada con el metro londinense, pero en ese momento era para mí un túnel desconocido e interminable. Estaba exhausta. Haber viajado a Inglaterra para estudiar de pronto me pareció un error terrible. Lo peor de todo era que las escaleras eléctricas no funcionaban. Llorando otra vez, traté de subir mi maleta por las escaleras ordinarias.

De repente, acudieron en mi auxilio algunas manos. Nadie me decía nada, pero cada vez que iba a subir otra serie de escalones, una mano tomaba mi maleta y cargaba con ella. Al llegar al último escalón, esa mano soltaba la maleta, y entonces la arrastraba yo hasta el siguiente tramo. Y justo cuando me disponía a batallar con más escalones, otra mano aparecía para brindarme ayuda.

Nunca levanté la mirada mientras recibía ese apoyo porque no podía dejar de llorar. Recuerdo haber pensado entre la bruma de mi dolor que cada mano era distinta, que muchas personas diferentes me ayudaron, sin preguntar ni decir nada; tan sólo cargaban con la maleta, y así llegué hasta el final del último tramo de escalones y a la salida de la estación. Tampoco allí pude alzar la mirada, ni fui capaz de dar las gracias.

No sabía que iba a pasar un increíble año de estudios en Inglaterra, ni que haría algunas amistades que aún me apoyan, pero ésa fue la última vez que vi o hablé con alguno de esos cuatro miembros de la familia. Con todo, cuando pienso en esa terrible pérdida en 1998, recuerdo a los extraños que me ayudaron. Conté con ellos cuando los necesité, e incluso ahora me ayudan a superar la tristeza de ese recuerdo. Pienso en ellos mientras viajo hoy en el metro de Washington D.C., y observo a los residentes y turistas que recorren las estaciones, por si acaso alguien necesita una mano.

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