El barquito que navegó por el tiempo

Este artículo se publicó en Selecciones por primera vez en agosto de 1996. 

El décimo verano de mi niñez —la época más grata de mi vida— transcurrió en la granja donde nació mi madre, en las montañas del oeste de Noruega. El recuerdo más vívido que guardo son los momentos que pasé con mi abuelo Jørgen.

Lo primero que me llamó la atención de él fue su tupido bigote y lo ancho de sus hombros; lo segundo, su gran capacidad para el trabajo. Pasé todo el verano observándolo. Segaba la hierba con amplios movimientos de la guadaña, la recogía con el rastrillo y la extendía sobre rejillas para secarla. Una vez que estaba seca, formaba grandes fardos con ella, los ataba y, uno por uno, se los llevaba a cuestas al granero.

También lo vi afilar la hoja de la guadaña sobre una piedra, sacrificar un cerdo, pescar y salar el pescado, moler cebada en un molino de agua y cultivar papas y almacenarlas. Tenía alimentos suficientes para que la familia y los animales pasaran el largo y crudo invierno. No paraba en todo el día más que para comer y echar una breve siesta. Aun así, se daba tiempo para estar conmigo a solas. Un día, al volver de un viaje a un pueblo lejano, me entregó un cuchillo enfundado y me dijo:

—Te he traído esto. Ahora, fíjate. 

Entonces sacó su cuchillo, cortó una rama delgada y tierna, se sentó junto a mí, y con sus callosas manos me enseñó a hacer una flauta.

Todavía hoy, 66 años después, no puedo oír los sonidos de una flauta sin recordar cómo mi abuelo hizo salir música de una simple vara. Como vivía en una granja de montaña, apartado de la gente y de las tiendas, debía fabricar lo que necesitaba con lo que tenía a mano.

Yo siempre había creído que, si uno necesitaba algo, sólo tenía que salir a comprarlo. No sé si el abuelo intuía lo que yo pensaba, pero al
parecer quería enseñarme algo, porque un día me llamó:

—Ven, tengo algo para ti.

Lo seguí al sótano, donde había un banco de trabajo.

—Necesitas un barco de juguete para que lo lleves a navegar a Storvassdal —me dijo, refiriéndose a una laguna que se hallaba a pocos kilómetros de la casa.

¡Fantástico!, pensé, y me puse a mirar a mi alrededor en busca del barco, pero no vi nada.

Entonces mi abuelo tomó un grueso madero, como de 45 centímetros de largo, y anunció:

—El barco está aquí dentro, y tú puedes hacer que salga.

Dicho lo cual me dio un hacha muy afilada. Al ver que me quedaba sin saber qué hacer, me enseñó a usar la herramienta. Comencé por recortar un extremo del madero para darle forma de proa. Luego, una vez que mi abuelo me instruyó en el manejo del formón y el mazo, me puse a ahuecar el casco.

Mientras yo tallaba el madero, él reparaba los rastrillos o afilaba los aperos de labranza. Respondía a mis preguntas y me daba consejos, pero no intervenía en mi tarea.

—Será un barco precioso, y lo habrás hecho con tus propias manos —me dijo—. Nadie puede darte lo que haces con tu propio esfuerzo.

Sus palabras me resonaban sin cesar en los oídos mientras tallaba el madero. Cuando por fin terminé el casco, le añadí un mástil y una vela. El barco no resultó ninguna maravilla, pero lo había hecho yo
y sentía orgullo por él.

Entonces me encaminé a Storvassdal con mi obra en las manos. Después de escalar una ladera me interné en el bosque y comencé a bajar por una vereda muy empinada. Crucé arroyuelos, anduve por el esponjoso musgo y subí por unos resbaladizos escalones de piedra hasta quedar más arriba que las copas de los árboles. Al cabo de unos siete kilómetros de caminata, llegué por fin a la laguna.

Eché mi barco al agua, y mientras una brisa ligera lo impulsaba a la otra orilla, empecé a soñar despier-to. El aire era refrescante y el silencio absoluto, a no ser por el gorjeo ocasional de un pájaro.

Regresé muchas veces a la laguna para echar mi barco a navegar. Un día el cielo se cubrió de nubarrones, que comenzaron a descargar una sábana de agua. Me guarecí contra un peñasco que aún guardaba el calor del día, y a través de la lluvia alcancé a ver que el barquito se abría paso entre los rizos del agua. Se me figuraba que era un buque de verdad que desafiaba con gallardía un mar tempestuoso. Luego salió el sol, y todo volvió a estar en calma.

Las dificultades surgieron cuando nos preparábamos para regresar a Estados Unidos.

—No puedes llevarte ese barco

—dijo mi madre, y añadió que con  nuestro pesado equipaje bastaba.

Mis súplicas fueron en vano. Apesadumbrado, fui a Storvassdal por última vez, di con el peñasco donde me había refugiado de la lluvia y deposité el barquito en un hueco que había en la base; luego lo cubrí de piedras para ocultarlo, y me prometí regresar algún día a recuperar mi tesoro.

Me despedí de mi abuelo sin saber que no volvería a verlo nunca más.

—¡Adiós! —me dijo, apretándome la mano con fuerza.

En el verano de 1964 hice un viaje a Noruega con mis padres, mi esposa y mis hijos. Un día salí solo de la granja y me dirigí a Storvassdal para cumplir mi promesa. Al llegar me di cuenta de que había muchos peñascos, y me pareció que mi empresa estaba perdida.

Ya iba a abandonar la búsqueda cuando reparé en unas piedrecillas amontonadas al pie de uno de los peñascos. Las quité despacio, metí  la mano en el hueco y sentí que algo se movía; lo saqué, ¡y tuve una vez más el barquito en mis manos! Había reposado 34 años en aquel sitio, aguardando mi regreso. La intemperie apenas había afectado la madera desnuda del casco y el mástil; sólo la vela estaba hecha jirones.

Nunca olvidaré aquel momento. Al sostener el barco sentí la presencia de mi abuelo. Había muerto hacía 22 años, y aun así estaba conmigo. Volvíamos a estar juntos los tres: él, yo y el barquito, el lazo tangible que había entre los dos.

Llevé el barco a la granja para mostrárselo a la familia, y le grabé en un costado los años 1930 y 1964. Alguien propuso que me lo llevara a Estados Unidos.

—No —respondí—. Su hogar es el peñasco de Storvassdal.

Y en ese sitio lo dejé otra vez antes de regresar a mi país.

Volví a la laguna en 1968, 1971, 1977 y 1988. En cada ocasión, mientras grababa el año en un costado del barquito, me parecía que mi abuelo estaba conmigo.

Mi último viaje a Storvassdal fue en 1991. Esa vez me acompañaban dos de mis nietas: Catherine, de 13 años, y Claire, de 12. Mientras escalábamos la ladera, me puse a pensar en mi abuelo y en las niñas. Ellas están hechas de la misma madera que sus antepasados. Son resueltas e independientes; lo sé de ver cómo trabajan y juegan. Sin embargo, me parece que mi abuelo tenía muy poco material para trabajar, y ellas lo tienen de sobra.

Casi siempre, las cosas que más esfuerzo nos cuestan son las que apreciamos más. ¿Acaso a mis nietas, favorecidas por la abundancia, se les han negado los verdaderos placeres de la vida?

Mientras mi abuelo trabajaba sin descanso en la granja, me enseñó que debemos aceptar y agradecer lo que tenemos, sea mucho o poco. Debemos soportar las cargas y re-gocijarnos con las alegrías. Muchas cosas no están en nuestras manos, pero si podemos mejorar algo, debemos intentarlo.

Mis nietas se han criado en una cómoda casa de ciudad, pero confío en que, a su manera, sabrán desenvolverse tan bien en la vida como lo hizo mi abuelo, y aprender la lección que él me enseñó hace tantos años. El día en que las llevé a Storvassdal tenía la intención de hacerles ver la importancia del barquito y su sencillo mensaje sobre la independencia personal.

En lo alto de la montaña no quise hablar para no perturbar nuestra paz. Entonces Claire levantó la mirada y me dijo:

—Abuelo, algún día volveré aquí, y traeré conmigo a mis hijos.  

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