“El Capitán Implacable”, una novela de redención

Apolonio es el desalmado capitán de un barco pirata, tan tremebundo que es capaz de mandar azotar a un mosquito. Arrepentido de sus tropelías y por instrucciones de Don Destino, abandona esa vida pendenciera en busca de su redención, y en ésas anda cuando se topa con un diminuto pueblo casi muerto de aburrimiento y le siembra la semilla de la curiosidad.

Y, por cierto, hay una historia de amor tan grande que termina estallando, y deja restos de monumentales malvaviscos de felicidad que murmuran secretos de amor.

Este libro está lleno de singulares personajes, episodios absurdos y fantásticos, algunas verdades mentirosas y otras mentiras verdaderas. También hay humor, amor y mucho seso. Te dejamos un fragmento del libro editado por Alfaguara.

El Capitán Impacable, Gerardo de la Cruz

Nota que explica cómo fue hallado el manuscrito de San Apolonio el Implacable, mas no por qué fue escrito, amén de otras verdades mentirosas y algunas mentiras verdaderas.

Las historias del Capitán Implacable no las escribí yo, sería incapaz, simplemente hallé el texto cuando mi abuelita materna decidió esfumarse. Tal como se lee: ella desapareció una mañana de invierno, no por accidente, sino porque así lo decidió. Pero como nadie quedó conforme con su decisión y, puesto que la resignación es un vicio poco familiar, nos entregamos a la intensa búsqueda de nuestra querida abuela, capitaneados por sus tres hijas, entre las que se cuenta, claro está, mi madre.

El resultado de mi pesquisa lo tienen en sus manos. Sí, ya sé, muchos escritores dicen lo mismo, que este libro no lo escribe quien lo firma sino un tal Cide Hamete Benengeli, que ellos sólo lo descubrieron y lo pusieron en orden. Bueno, para empezar no soy escritor ni pretendo que me crean a pie juntillas, pero tal es el caso, y lo que a continuación narro son las razones por las cuales decidí publicar estas historias y cómo fue que di con lo que, confío, tendrán a bien leer.

El manuscrito de San Apolonio el Implacable lo encontré mientras hurgaba en el armario de mi abuela, como la canción, en busca de alguna pista que me condujera a ella. En el fondo de una cajonera había una caja de chocolates, llena de viejas fotografías de los tiempos de Mérida, en las que posaban los tíos Fausto y Mario muy ufanos, garbosos, en plena cacería de patos en la hacienda de Yucatán, que fue de los Amezcua hasta poco después de la Revolución.

Y como la historia de los tiempos de Mérida viene a cuento debido a una petición que más adelante les haré, me permitiré contarla tal cual la relataban mi abuela y mis tías. Una historia que parecía ser el tema predilecto de conversación entre ellas, la huella de un rancio abolengo y un visible rastro de resentimiento clavado bien hondo en la memoria.

Verán, todo comenzó cuando el doctor Amezcua se casó con Lía Feijó en 1899, para convertirse, años después, en mis bisabuelos. Don Manuel Amezcua era uno de los hijos pródigos de Mérida y un médico muy afamado en la región, había estudiado en la Sorbona de París, cosa de harto prestigio entonces; también era muy querido, más por su generosidad que por su sapiencia, por ello lo llamaban Chujuk o Chujukito, que significa “dulce” en maya castizo, creo.

La tía René aseguraba que en honor a mi bisabuelo, pocos años después de su muerte, los meridanos rebautizaron una de las principales arterias de la ciudad con su nombre: avenida Doctor Manuel Amezcua, mejor conocida como la Doctor Amezcua. Yo, humilde capitalino reacio a viajar, nunca he transitado esa calle ni he escuchado de su existencia ni la he visto en Google Maps. Quién sabe, sería cuestión de hurgar a conciencia en los anales de la ciudad para verificar la anécdota.

Mis bisabuelos se casaron gracias a una rara pero muy común enfermedad, y su enamoramiento se debió en buena medida a la ciencia médica. Sucedió que una noche el notable licenciado Jerónimo Feijó fue en busca del doctor Amezcua. Estaba fuera de sus cabales y, según la tía Florita, ese mismo día se le cayó el cabello del susto de ver a su hija tan alicaída, por eso decían que su abuelo era la única persona calva en la familia.

–¡Venga conmigo, don Manuel! –suplicó el licenciado Feijó al doctor–. ¡Es de vida o muerte!

–Mañana –replicó el doctor, sereno.

–¡No hay tiempo! –urgió el licenciado Feijó.

El doctor Amezcua hizo un mohín y salió en bata, maletín en mano, y sin decir palabra fue a casa del exaltado licenciado. Así eran los doctores a finales del siglo antepasado; aunque fuera en mangas de camisa, pero cumplían su deber. Cuando llegaron al caserón que habitaba don Jerónimo, el médico fue conducido a la habitación de la niña Lía, que de niña tenía poco, pues ya estaba muy entrada en sus dieciséis, es decir, ya era una dama casadera, según la costumbre de la época.

–Esa niña no está enferma, pero hay que tratarla en el acto.

–¡Imposible! –exclamó la señora Feijó–. Debe estar enferma, mire usted el pibil: ni lo probó, doctor, es su platillo favorito, mire usted, por favor –y mostraba la evidencia.

–Lo que necesita esta niña, amigos míos, es casarse.

Poco faltó para que al licenciado Feijó le diera el soponcio, el mundo cruel se le venía encima, inmisericorde. ¿Casarse ella, la niña de sus ojos? ¡Jamás!, debió haber pensado. Pero no desmayó; antes de que todo se derrumbara, agregó el doctor:

–Confíen en mí, sé cómo resolverlo.

Y en efecto, solucionó los pesares de su paciente… casándose con ella. Lía Feijó y el doctor Manuel Amezcua contrajeron nupcias tras un mes de prudente noviazgo. La boda se celebró con tanta pompa que durante varios meses no se habló de otra cosa en la capital yucateca.

 

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