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El circo que nos devolvió la magia

Lo que ocurre tras bambalinas durante este espectáculo mundialmente famoso. 

El interior de la Gran Carpa está a oscuras y hay un silencio tenso. El público no despega la mirada de Viktor Kee, quien interpreta a Cali, un personaje mitad humano y mitad reptil, en una producción del Cirque du Soleil (“Circo del Sol”) llamada Amaluna. Fuerte y ágil, hace equilibrio en el borde de un enorme tanque de agua, agitando la cola. De pronto empiezan a caer bolas, trazando un arco en el aire. Cali las atrapa y hace malabares con ellas. Entonces cae la última: una esfera envuelta en fuego.

“¿No se quema?”, susurra un niño en tono inquieto. Quisiera señalarle el brazo derecho de Kee: se le ve la piel sin vello y con un brillo poco natural debido a las quemaduras que sufrió mientras ensayaba el número varias horas al día durante 18 meses antes de que se estrenara Amaluna, en la primavera de 2012. A base de ensayos, errores y cicatrices, luego de incontables pruebas de trayectoria, velocidad y cantidad exacta de líquido inflamable para que las bolas ardan sólo 15 segundos, Kee es un ejemplo claro del trabajo que el circo exige para que el espectáculo parezca natural y sencillo, como la magia. 

 

“Magia” era lo que los ex artistas callejeros Guy Laliberté y Gilles Ste-Croix tenían en mente cuando fundaron el Cirque du Soleil en 1984. Estos dos francocanadienses querían crear un espectáculo único, opuesto al circo de elefantes bailarines y un jefe de pista. A mediados de los años 90 la compañía ya era un éxito, con espectáculos que mostraban el cuerpo humano en todo su esplendor saltarín, volador y contorsionista. Hoy día, desde su sede en Montreal, el Cirque du Soleil da empleo a unas 5,000 personas de casi 50 países, y sus ingresos rondan los 1,000 millones de dólares al año. Algunos espectáculos, como “O”, en un casino de Las Vegas, son permanentes, y otros se montan temporalmente. También están los taquilleros, como Amaluna, que se escenifican en enormes lotes baldíos bajo una carpa de rayas azules y amarillas inconfundible.  

Pero, ¿qué ocurre tras bambalinas? ¿Cómo se materializa una producción de esa magnitud? La respuesta es: muchas personas que hacen muchos trabajos, pequeños, grandes y muy complejos. Como dice Kee, el malabarista estrella: “Engañamos al ojo y al alma. Cuanto más simple parece, menos lo crees”. 

 

Amaluna comenzó en 2009 como una idea vaga, una mera frase con la cual armar un espectáculo: “Quiero hacer un homenaje a las mujeres”. Eso fue lo que Guy Laliberté le dijo a Fernand Rainville, quien se volvería el “director de creación” de Amaluna, la versión circense del productor de cine. Rainville sabía bien a quién encomendarle la tarea de escribir el guión y dirigir el espectáculo: a Diane Paulus, directora artística del American Repertory Theater de la Universidad Harvard, cuya trayectoria incluía un montaje renovado de Hair, el musical de Broadway de los años 60, y The Donkey Show, una adaptación con música disco de Sueño de una noche de verano.

Diane captó la idea del proyecto y, junto con sus dos hijas, le imprimió una visión que ningún hombre podría darle. “Siempre soñé con hacer un espectáculo en una carpa”, dice. “Era cuestión de amoldarme y comunicarme con el público de una forma más íntima”. Cuando voló a Montreal para conocer la sede del Cirque du Soleil, se quedó impactada. Situado en un barrio de clase obrera, se trata de un vasto complejo de edificios de concreto y vidrio que desde cierta distancia parece una nave espacial caída en un páramo. Dentro, Diane encontró una aldea autosuficiente: oficinas administrativas, una cafetería, cuartos de zapatos, pelucas y disfraces, tres salones de entrenamiento y una sala llena de rollos de algodón teñidos. Y Guy Laliberté, hombre delgado con la pinta de un jugador de póquer y la confianza de quien alguna vez se ganó la vida tragando fuego, dirigía todo. Mientras guiaba a Diane por el complejo, fue al grano. 

—Siempre me he preguntado cómo sería este planeta si lo dirigieran las mujeres —le dijo. 

—Yo también —repuso ella.

Entonces se le ocurrió montar un gran espectáculo que girara en torno a las mujeres y estuviera apuntalado en una gran historia.

Le llevó un año dar forma al guión, en Montreal, pero no con palabras y acotaciones, sino con dibujos, cuadros y personajes pegados en la pared. Se inspiró en La tempestad, de Shakespeare, y en las tribulaciones del amor joven de la ópera de Mozart La flauta mágica, y tomó elementos de las mitologías griega y nórdica: madres, hijas, diosas, valquirias voladoras y amazonas intrépidas. 

La isla mágica de Shakespeare se convirtió en Amaluna, nombre que combina la palabra “madre” en varios idiomas con el término latino luna. En vez de Próspero, la reina de la isla se llama Próspera, e invita a deidades femeninas a celebrar la mayoría de edad de su hija, Miranda. Una tormenta conjurada, unos navegantes que naufragan y Cali —hijo perverso y amargado de una bruja y un demonio, inspirado en Calibán, el personaje de La tempestad— contribuyen a conformar una historia en la que finalmente triunfa el amor.

Mientras escribía el guión, Diane pasó incontables horas viendo cientos de videos del Cirque du Soleil en YouTube y Skype. Algunos de los artistas, como Kee y la contorsionista Iuliia Mykhailova, quien interpreta a Miranda, ya formaban parte del elenco del circo (trabajaban en otros de sus espectáculos o estaban esperando a ser llamados); otros no habían trabajado nunca para la compañía. 

Diane vio a mujeres bala, mujeres haciendo malabares con machetes, gemelas que se turnaban para hacer equilibrios una sobre la cabeza de la otra, gimnastas que parecían guerreros… Y así, poco a poco, todo fue cobrando forma: una obra teatral, un ballet y el circo en un solo espectáculo. Los artistas trabajaron entre seis meses y un año en Montreal con Rainville, Diane, los coreógrafos y los instructores, ensayando, descartando y perfeccionando lo que la directora describe como una “historia que va más allá del lenguaje”. 

 

La gran carpa azul y amarilla del Cirque du Soleil se recorta contra el cielo matutino de Atlanta, Georgia, y unas nubes grises se ciernen a lo lejos. La función de Amaluna de esta noche será una de las últimas en Estados Unidos antes de iniciar una gira por Europa [empezó en Madrid, el mes pasado]. Hace mucho calor y humedad, y hay moscas por todas partes. 

Decenas de residentes hacen cola en espera de que los contraten como vendedores a comisión, afanadores y acomodadores. Miembros del personal llegan corriendo, con la ropa que usarán en la función de esta noche sobre los brazos, envuelta en fundas. Faltan ocho horas para el ensayo general ante un público real y todo tiene que estar perfecto. “Ése es nuestro gran momento”, dice el director de producción, Byron Shaw, un australiano alto y con barba. “Luego, volvemos tras los bastidores”.  

Hace dos semanas esto no era más que un terreno baldío. El convoy de 65 camiones y remolques de Amaluna llegó ocho días después a un lugar que parecía un mapa codificado por colores, gracias a un equipo de Montreal que pasó cinco días preparando las instalaciones. Echaron asfalto donde se necesitaba, y con pintura en aerosol marcaron el sitio exacto para la Gran Carpa y los puntos donde había que clavar, a 1.2 metros de profundidad, cada uno de los 1,200 postes que sostienen la carpa. 

La carpa lleva ya una semana levantada, con sus 11 túneles de acceso y un peso combinado de 5,227 kilos. Se requirieron 80 personas provistas de casco y chaleco de seguridad para alzar las ocho secciones de lona de la carpa, tratada para resistir casi todos los elementos. Se colocaron dos personas junto a cada poste principal y cuatro en cada puerta, y luego todas tiraron de las lonas hasta que quedaron bien extendidas. 

Luego de montar el escenario, colocaron en medio un enorme tanque de vidrio: uno de los elementos principales del espectáculo, el cual mide 1.67 metros de altura, 2.22 metros de diámetro y pesa casi 2,495 kilos cuando está lleno de agua.   

Unas vallas azules de madera recién instaladas delimitan las zonas exclusivas. Una cabina rectangular ostenta la leyenda “BAÑOS VIP” con gruesas letras amarillas. En la carpa del comedor —en realidad un remolque equipado con hornos de microondas, estufas y todo lo necesario para preparar diariamente hasta 250 comidas, seis días a la semana— los miembros del equipo de montaje charlan en francés y juegan a las cartas durante un descanso para tomar café.

 

Es hora de comprobar que todo esté funcionando bien. ¿Los seis generadores que suministran electricidad al circo? Verificados. ¿El “anclaje” de los tres cabrestantes que permiten a las valquirias hacer acrobacias a más de 15 metros de altura por encima del público? Verificado. ¿Los accesos para personas discapacitadas, las salidas de emergencia y los baños públicos? Verificados varias veces. 

Tomo asiento en la Gran Carpa a oscuras mientras un inspector de incendios observa atentamente cómo realiza Kee el número de las bolas de fuego. Michael Knight, el jefe de utilería, me cuenta que al principio rellenaban las bolas con polenta o con semolina y las cubrían con dos capas de Kevlar y pegamento, que goteaban y humedecían el relleno. “Al prenderles fuego, el relleno se quemaba y se convertía en trozos duros de carbón”, dice. “Ahora usamos arena de cenicero y dos capas de Kevlar”. 

En la sección de vestuarios de otra carpa, el jefe de departamento, Larry Edwards, cepilla una peluca rubia con movimientos rápidos y firmes, el legado de una infancia dedicada al aseo de caballos en Australia. De vez en cuando enrosca un mechón de pelo y lo convierte en un rizo. El resultado es una ondulante cabellera para la Diosa de la Luna, aunque en realidad está tan tiesa que no se moverá aunque el personaje ejecute un salto mortal por encima del público. 

Rodeado de casi 1,800 piezas de vestuario, Edwards, de 49 años, está en su elemento. En voz baja me dice que haber sido maestro de escuela primaria le sirve mucho en su trabajo hoy. De pronto entra Raphael Cruz, un joven moreno y delgado, el nuevo suplente del personaje de Romeo, cuyo papel le exige subir a un mástil con las manos, enroscar las piernas en la parte superior, caer de cabeza y detenerse en el aire justo antes de chocar contra el escenario. 

—Estoy sangrando —le dice a Edwards, dándose vuelta.

Se hizo un rasguño al caer, y el dorso de su chaqueta blanca está manchado de sangre. Edwards lo ayuda a quitarse la prenda y le promete que hará todo lo que pueda para desmancharla.

—No te preocupes —añade—. De eso se trata mi trabajo. 

Por su parte, en la zona de prácticas, Iuliia Mykhailova está haciendo un poco de calistenia: arquea la espalda al tiempo que echa hacia atrás una pierna, la levanta y la mantiene inmóvil; luego la baja y hace lo mismo con la otra pierna. Después se agacha, apoya los antebrazos en el piso y alza lentamente el cuerpo mientras curva las piernas sobre la cabeza y mantiene la posición, parecida a la que adopta en el borde del enorme tanque de agua antes de sumergirse y continuar el número buceando. 

Más tarde, envuelta en una bata de baño, con el cabello recogido y los brazos cubiertos con hielo para prevenir lesiones, Iuliia, de 29 años de edad, parece más joven. El papel de Miranda es el más difícil que ha interpretado desde que empezó a entrenar en su Ucrania natal, a los 10 años. Pasó ocho meses de largas jornadas de ensayos en Montreal, cometiendo errores y aprendiendo a actuar bajo el agua y a modular la voz. 

Falta una hora y media para que se apaguen las luces y comience el ensayo general. Kee se sienta delante de un espejo y empieza a pintarse las cejas, el primero de los 25 pasos de una rutina que incluye maquillarse la parte trasera de la cabeza y el cuerpo. Al principio tardaba dos horas y media en transformarse en Cali. Ahora tarda una hora menos, la consecuencia de practicar muchas veces y aprender de los errores. 

Así es el circo en todo su esplendor: meses de preparativos, oficinas que se pueden guardar en una maleta, simulacros de emergencia y muchísimo entrenamiento. El objetivo es crear algo que deje sin aliento al público, algo que incite a los niños a decirles a sus padres: “¡Quiero unirme al circo!” En otras palabras, crear algo que resulte mágico.

 

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