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El corazón de Arabia

Las antiguas tradiciones de los nómadas del desierto siguen vivas en el boyante Abu Dabi.

No se imaginan cuántas noches recuerdo —dice con voz ronca, como si tuviera arena en la garganta, Jamis al Fendi, patriarca del clan Al Mazruei.

Está sentado en una silla; los demás lo escuchamos reclinados en alfombras sobre un mar de arena de Arabia. La luna está grande, radiante y casi llena.

—Beba —me dice uno de sus hijos dándome un tazón de acero inoxidable con leche de camella tibia, espesa y espumosa—. ¡Se pondrá fuerte!

Al Fendi y su caravana vuelven tras haber pasado tres meses en Arabia Saudí apacentando sus camellos. Nos damos un festín de arroz y carnero recién sacrificado, que tomamos de una fuente con los dedos. Algunos hombres, vestidos con las tradicionales dishdashas (túnicas de manga larga) y gutras (tocados ceñidos con un aro), blancas, fuman en pipa. Uno me dice:

—Debería venir en invierno: hace frío y se necesita el fuego.

—En invierno siempre teníamos hambre y frío —recuerda Al Fendi—. Luego llegó la industria petrolera.

 

De adolescente leí Arenas de Arabia, el relato de Wilfred Thesiger de su viaje, en los años 40, por el desierto de Rub al Jali, o Cuarto Vacío [así llamado porque cubre cerca de la cuarta parte de la península Arábiga]. Su escueta crónica y sus fotos en blanco y negro me sedujeron al mostrar lo difícil, austero y noble de la vida de los beduinos, cuyo depurado código moral nació de sobrevivir en uno de los ambientes más rigurosos de la Tierra. “Lo mejor de los árabes”, escribió Thesiger, “les viene del desierto”.

Décadas después me pregunté en qué lugar podría encontrar beduinos auténticos. Los países árabes donde se había hallado petróleo eran ricos y modernos. En muchas naciones árabes, como Egipto, Siria, Yemen y Sudán, había descontento político. Entonces supe de Abu Dabi.

Este emirato, el mayor de los siete que forman los Emiratos Árabes Unidos (EAU), limitado por Arabia Saudí, Omán y el estratégico golfo Pérsico, posee casi el 10 por ciento de las reservas de petróleo conocidas del mundo. En la capital, también llamada Abu Dabi, las grúas de construcción puntean el cielo sin nubes, y abundan los Porsche y los Cadillac. En la flamante plaza comercial Marina Mall, emiratíes de túnica toman caramel macchiato de Starbucks y compran televisores planos de 60 pulgadas. La sola idea de un emiratí nómada que cuide camellos en el desierto parece hoy absurda.

Aun así, la política oficial de los EAU recuerda la directriz del finado jeque Zayed bin Sultán al Nahayan de fundir lo antiguo y lo moderno para conservar la cultura beduina mientras el país explota su fabulosa riqueza.

Al ver a Jamis al Fendi descalzo, sentado bajo las estrellas, apenas concibo que sea tan rico. Su caravana incluye una cocina rodante, camiones cisterna de agua y gasolina, muchos todoterrenos y 160 camellos negros
—raza originaria de Arabia Saudí, muy apreciada por su belleza—, que valen millones de dólares.

Los abudabíes son cada vez más cultos, ricos y cosmopolitas, pero en el fondo subsiste la cultura nómada del desierto… y yo quiero verla.

 

Un amigo de un amigo mío me presenta a Salem al Mazruei, director de operaciones y logística de la Oficina de Turismo y Cultura de Abu Dabi. Hombre treintañero de barba, vivió en Estados Unidos y habla inglés con acento de ese país. Le digo que quiero ver beduinos verdaderos.

—Todos lo somos —responde—. Yo, de niño, vivía en una tienda.

Por la tarde, al recibir la noticia de que Al Fendi se acerca, enfilamos en el todoterreno de Salem hacia el desierto occidental. No sé cómo da con la caravana: las dunas parecen iguales en todas direcciones.

Cuando llegamos, siento que vuelvo al pasado. Las mujeres están en otra parte. Lo que abunda es la conversación, dondequiera que vamos. Así me entero de que ni el padre ni el abuelo de Salem, ambos directores de grandes empresas, saben leer.

Ellos nacieron en otro mundo. Hasta los años 50, Abu Dabi no fue más que un pueblo costero de cazadores de perlas, pescadores y tribus en guerra que recorrían desiertos y oasis. El jeque Zayed consolidó poco a poco su poder, y después se supo del petróleo. El abuelo de Salem ideó una manera de trasladar plataformas petroleras sin desarmarlas, y él también se hizo rico de un día a otro. De niño, Salem vivía en casa de sus abuelos durante el tórrido verano, y en una tienda de septiembre a abril.

Tomamos más café, té y dátiles en las dunas. A esto sigue la cena: carne en una cama de arroz, y yogur en envases de plástico. Luego viene la hora de la oración. Los hombres se arrodillan muy juntos, pegan la frente a la arena aún tibia y dan gracias a Dios por permitirles vivir un día más en ese entorno hostil. Veo entonces el hondo vínculo entre la fe y el paisaje.

 

Paso la noche siguiente en el Tilal Liwa, un hotel de cuatro estrellas en el desierto. Hay dunas hasta donde alcanza la vista. Al amanecer voy a las carreras de camellos en Madinat Zayed, el pueblo natal de Salem. En los cercados hay cientos de camellos de lustroso pelo leonado, provistos de bridas para carreras y montados por jinetes robóticos de 60 centímetros de altura que empuñan fustas y son controlados a distancia.

En nada se parecen a las carreras de caballos. No hay gradas, se prohíben las apuestas y el alcohol, y la pista ovalada mide unos 14 kilómetros. Además, es difícil saber lo que pasa. Entre los dueños encuentro a un angloparlante, Jamis, quien explica que los camellos compiten por edades. Los camelleros los alinean tras una red; al alzarse ésta los sueltan, y los animales salen de estampida.

 

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