La vecina me invitó a pasar a su casa, y lo que aprendí con ella me transformó.
Me crié en un hogar conflictivo en los años 70, en las afueras de la ciudad de Orlando, Florida. La casa donde vivía era una de muchas que colindaban con un naranjal venido a menos. En medio del mar de viviendas había una finca pequeña, un pastizal con caballos y algunas vacas, y una casona con un jardín enorme. Era una mansión de comienzos del siglo XX, de tres plantas y un fantástico porche provisto de un columpio. Me encantaba esa casa de libro de cuentos.
No se parecía en nada a la casa donde vivía yo con mi madre, un lugar oscuro con reglas estrictas sobre hacer amistad con otras personas. “Nunca, por ningún motivo, hables con nadie”, me decía mamá. Padecía una profunda depresión y delirios paranoicos. Para ella, tan sólo llegar al final del día era una batalla.
¿Quién vivía en esa idílica extensión de tierra? Me lo preguntaba todo el tiempo. A veces veía al dueño paseando a caballo con un lazo, o a sus hijos, dos niños de rizado cabello oscuro que corrían por la finca, seguidos por un par de perros pastores. Nunca veía a la madre, pero toda la escena me parecía encantadora y yo anhelaba ser parte de esa familia.
Un día, cuando cursaba el sexto grado, se presentó a nuestro grupo una mujer menuda de cabello negrísimo, carmín en los labios, sombra dorada en los ojos y rímel espeso en las pestañas: la señora Reese. Nos dijo que iba a iniciar un club de español, e invitó a todos los que les interesara aprender el idioma y la cultura españoles a quedarse en el aula después de las clases. No podía yo dejar de mirar sus pulseras de carey ni sus resplandecientes anillos de aguamarina.
Sonó la campana y, para sorpresa mía, todos los niños se fueron. Yo tenía órdenes estrictas de ir directamente a casa al salir de clases, pero ese día me resistía a hacerlo. Al final le pregunté a la señora Reese cuándo comenzaría el club.
—Podemos empezar ahora mismo, si quieres —respondió.
Me miró sonriendo, como si hubiera un secreto entre nosotras. Me sentí de maravilla, con ganas de hablar en español, con soltura para todo. Nos reunimos en el pasillo, y ese día me enseñó esta pregunta: “¿Dónde vives?” Así fue como me enteré de que la señora Reese vivía en la mansión de los dos niños y el par de perros pastores. La casa de mis sueños era su hogar. Ese día aprendí a responder en español preguntas acerca de mi edad, mi postre preferido (¡los helados!) y los nombres de todos los perros que había conocido.
—¿Te gustaría venir mañana a mi casa después de clases para aprender a cocinar? —me preguntó la señora Reese al final.
Llena de emoción, le contesté que sí en español y en inglés. Sin embargo, mi madre había sido terminante en ese asunto: por ningún motivo debía tener tratos con los vecinos.
Le supliqué a mi madre todo el verano y el otoño, mucho después de que el club de español quedó disuelto. “Me invitaron a esa casa. Tienes que dejarme ir”, le decía con apremio, como si en ello me fuera la vida. Y así era. A veces lloraba en las noches, temerosa de que la señora Reese, su esposo vaquero y esos dos lindos niños de rizado cabello negro se mudaran y no pudiera yo jamás entrar a su casa para aprender a cocinar.
En cierto momento logré cansar a mi madre, y una tarde de sábado por fin me dirigí en bicicleta a la pequeña finca. Alrededor de todo el porche colgaban enredaderas con flores de color magenta. En la puerta había un aldabón de bronce con forma de puño. Toqué. La señora Reese abrió y me invitó a pasar.
Tomamos té sentadas en su sofá de terciopelo rojo. Me pintó las uñas de los pies de color carmesí. Me mostró cómo regar las violetas africanas que adornaban casi todos los rincones de su casa. Los detalles de aquella tarde están grabados en mi mente: preparamos guacamole y un picadillo con ajo. Apunté minuciosamente las recetas en hojas de papel, y tomé notas a medida que ella explicaba los pasos. “El ajo nunca es demasiado”, me decía en español, y yo respondía con voz firme en esa lengua. ¡Ésta soy yo en realidad!, recuerdo haber pensado.
El señor reese llegó a la finca en un enorme camión azul y se dirigió directamente al granero. Uno de los niños, Ty, que estaba en mi grupo en la escuela, dejó de jugar afuera y entró a la casa. La señora Reese puso una mano sobre la cabeza del niño —sigo viendo sus rizos negros y sus ojos azules— y colocó la otra, con todos esos anillos resplandecientes, sobre mi hombro. Nos acercó hasta que quedamos uno frente al otro, como novios. Era inquietante… y emocionante.
Ty subió corriendo al desván. La señora Reese me alentó a que lo siguiera. Asentía, seria, vibrante, como diciendo: “Cruza el umbral y adéntrate en la vida”. Pero no me pareció del todo bien. Yo no quería besar a un niño. Quería preparar dulces.
Cuando volví a casa, le dije a mi madre que teníamos que ir a comprar ingredientes para preparar un picadillo, en ese momento.
—Hueles diferente —me dijo, mirándome con desconfianza.
Soy diferente, repuse para mis adentros. Completamente diferente.
Se negó a complacerme.
—Ya sabes que no puedo tener ajo en la casa —señaló.
Ella odiaba el olor del ajo. Me sentí herida, orgullosa, desleal y brillante cuando pronuncié mi respuesta:
—La señora Reese le pone doble ajo a todo, ¿sabes?
Supe que siempre tendría ajo en mi casa, que me pintaría las uñas del rojo más subido en la primera oportunidad que tuviera, que aprendería a bailar y a hablar español con fluidez.
En la Navidad Ty me regaló un dije de plata que había traído de un viaje a Colombia con su familia, y me lo dio disimuladamente en la escuela.
Mi madre nunca me permitió hacer otra visita a la señora Reese en su casa, y sólo la veía ocasionalmente desde la mía, poniendo a secar ropa recién lavada o barriendo su porche. Pero 40 años e incontables mudanzas después, aún conservo el dije: un hombrecito plateado, símbolo de la vida que la señora Reese me mostró, la prueba de un futuro posible.
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