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El día que los elefantes bailaron

Cuando la crecida del río y unos troncos enormes amenazaban con tirar el puente, Poo Ban y Poo Gyi se pusieron en acción.

Embelesado por los elefantes, el ciudadano británico James Howard Williams se fue a vivir a Birmania en los años 20 contratado como asistente forestal por la Bombay Burmah Trading Corporation, sólo para poder convivir con los animales terrestres más grandes del mundo. Poco después de empezar su trabajo allí, Billy —como lo llamaban— vio un elefante con una carga de pesados troncos sobre los colmillos y la trompa. Mientras el animal remontaba una empinada cuesta, los troncos estuvieron a punto de rodar sobre su cabeza, pero entonces, despacio, los bajó al suelo; tomó una caña de bambú, la acomodó en su boca de tal forma que sirviera de tope y de nuevo recogió los troncos, que quedaron asegurados con la caña.

Experiencias como ésta convencieron a Billy de que los elefantes son los animales más inteligentes del planeta, capaces de improvisar soluciones ingeniosas para muchos problemas. Siempre están adquiriendo destrezas nuevas porque su cerebro, al igual que el nuestro, está diseñado para aprender toda la vida.

Una de las historias preferidas de Billy ocurrió a finales de esa década, cuando se le presentó la oportunidad de poner a prueba los límites de los elefantes con una tarea que nunca habían intentado. Era principios de junio, el comienzo de la temporada de monzones en Birmania, y Billy esperaba el inicio de las lluvias para movilizar una montaña de 2,000 troncos de teca. Éstos estaban apilados en el lecho seco del río Chindwin, primero los más pequeños y después los más grandes, de hasta 12 metros de largo. Mientras no llegaran las lluvias, los troncos seguirían varados, al igual que todos los demás troncos de teca en la parte alta del río.

Sin embargo, había un problema serio: la latente avalancha de madera se hallaba a 14 kilómetros de un nuevo y costoso puente ferroviario que cruzaba el río aguas abajo. Cuando los troncos empezaran a flotar, se dirigirían directamente hacia los pilares de soporte del puente.

Billy buscó a Poo Ban y a Poo Gyi, dos elefantes grandes y fuertes cuyos cornacas (adiestradores y cuidadores) consideraban “animales viejos y sabios”. Billy pensó que se les podría entrenar para que se metieran al agua adelante del puente y empujaran los troncos hacia el centro del caudal, lejos de los pilares. Los cornacas dijeron que sería fácil.

Poo Gyi y Poo Ban fueron llevados río abajo, donde sí había agua, y como prueba se soltaron algunos troncos. Los cornacas gritaban “¡Viene a la izquierda!” o “¡Viene a la derecha!”, y los elefantes se ponían en acción. Con gracia, interceptaban cada tronco que se dirigía hacia un pilar, y entonces, usando los colmillos o la trompa, lo empujaban hacia el centro. Parecía que el plan iba a resultar, pero el aluvión de madera previsto probablemente requeriría un segundo equipo de paquidermos de relevo.

El calor era sofocante, y aunque día tras día se formaban nubarrones de tormenta, no caían las lluvias. Finalmente, dos semanas después, las lluvias comenzaron a llenar el lecho del río. Billy, que había instalado teléfonos de campo junto a la montaña de troncos y en el puente, pronto recibió una noticia: “El río está creciendo; en la cabecera caen lluvias fuertes; los troncos empiezan a moverse”.

A las 3 de la tarde Billy observó un cambio en el agua: se estaba poniendo de color chocolate por la presencia de sedimentos. Era señal de que la hora de la verdad se acercaba rápidamente. Quedaban sólo unas cuatro horas de luz, y la operación no debía continuar en la oscuridad.

La tensión aumentó cuando una emocionada multitud de aldeanos se apostó a las orillas del río para presenciar las maniobras; para que no distrajeran a los elefantes, se les prohibió el acceso al puente. Poo Gyi y Poo Ban recibieron la orden de entrar al agua. No se veían inquietos; es más, a Billy le parecieron contentos. Despacio, con un porte digno, los dos magníficos animales empezaron a vadear el río. El agua los salpicaba conforme avanzaban.

Los cornacas, con el torso desnudo y el largo pelo negro recogido en una coleta, colocaron a cada paquidermo adelante de un pilar del puente; luego los desmontaron y se apostaron en lo alto de éste, junto a los pilares, para tener un mejor campo visual y darles órdenes a sus animales.

Pronto, todos escucharon el inconfundible estruendo de la teca en movimiento, el bum, bum, bum de los pesados troncos al chocar unos contra otros. La avalancha comenzó, y los elefantes emprendieron su labor. Eran como porteros listos para atajar un penalti. “Con gracia y facilidad, Poo Ban y Poo Gyi desviaban cada tronco con los colmillos, de la derecha o la izquierda hacia el centro”, refirió Billy. En verdad eran muy buenos.

Pero ése era sólo el calentamiento: los troncos pequeños habían llegado primero; luego, cuando empezaron a aparecer los grandes, el ritmo se aceleró. Los elefantes “se mantenían firmes en sus puestos, pero estaban más que atareados”, observó Billy con admiración. Él no era el único impresionado por la habilidad de los paquidermos. El ambiente no sólo estaba lleno con el estruendo de los troncos, sino también con los aplausos de un público creciente. Todo marchaba bien, pero entonces Billy miró hacia el cielo. ¿Cuánto tiempo más duraría la luz? ¿Y cuánto tiempo más aguantarían los elefantes? Debían de estar agotados. Mientras la avalancha de madera continuaba, Billy se preguntó si debía sacarlos del agua y reemplazarlos con el par de relevo.

Para Poo Ban y Poo Gyi, el lanzamiento sin esfuerzo de troncos del principio se había convertido en un trabajo agobiante. En vez de esperar a que un tronco llegara para desviarlo con un leve empujón con un colmillo, habían comenzado a extender la trompa hacia delante para amortiguar el impacto del tronco antes de lanzarlo hacia el centro. Si Billy metía al río a los otros dos elefantes, podrían estorbarse unos a otros. Sin embargo, le preocupaban sus dos guerreros; simplemente no parecía que pudieran mantener el ritmo.

Justo en ese momento los elefantes parecieron decirle que ya no podían: casi al mismo tiempo se dieron vuelta y quedaron mirando río abajo. Desde el puente, los cornacas les gritaron que se detuvieran, pero los paquidermos no hicieron caso; sólo se comunicaban el uno con el otro. 

Sin embargo, no se estaban negando a trabajar. “No nadaron río abajo ni rompieron filas, como temía y esperaba yo”, contó Billy. “Más bien, hundieron con fuerza las patas delanteras en el lecho del río… y empezaron a hacer rítmicos balanceos de cadera, permitiendo que los troncos rebotaran contra sus traseros, que amortiguaban el impacto”.

La multitud estalló en risas y aplausos. Los elefantes estaban usando sus anchas caderas para desviar los troncos, y tenían suficiente agilidad para dar un paso hacia atrás tras cada impacto para no perder terreno. Ya eran pocos los troncos que arrastraba el agua, los últimos de la avalancha. Los cornacas sacaron del agua a Poo Ban y a Poo Gyi y los reemplazaron por el equipo de apoyo. “Fue un triunfo para los elefantes”, dijo Billy. “Ni un solo tronco tocó el puente”.

 

James Howard Williams creía que convivir con los elefantes lo iba a convertir en un hombre mejor, y luchó por que se les diera un trato humano en el negocio de la teca. Cuando las fuerzas japonesas invadieron Birmania en 1942, Billy se unió a la Fuerza 136 británica, un equipo de Operaciones Especiales Ejecutivas que operaba detrás de las líneas enemigas. Él comandaba un equipo de elefantes de guerra que llevaban suministros, construían puentes y transportaban enfermos y ancianos por el traicionero terreno de la montaña. Sus increíbles experiencias se narran en el libro Elephant Company, de Vicki Constantine Croke.

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